El valle de Entreaguas separa el extremo oriental de las Tierras Altas del Sur de los montes Revan. 500 kilómetros de longitud y hasta 200 de anchura con orientación oeste-este de suaves lomas con alcornocales y olivares y grandes extensiones de cultivo al norte y tierras más abruptas y boscosas, pero repletas de caza, al sur. En el centro, majestuosa e impresionante, la propia Entreaguas: los ríos Aguaverde, que viene del oeste tras recoger las aguas de las Tierras Altas, y Grande, que desciende del norte siguiendo a los Revan, tras nacer en lo más profundo de los Grandes Bosques, se entrecruzan en un laberinto de canales, muchos artificiales, pantanos y ciénagas. Una miríada de islas cubiertas de vegetación que ocultan pequeñas aldeas dedicadas al cultivo de arroz y ruinas olvidadas.
Entreaguas, puerta entre oriente y occidente, ha sido un crisol de civilizaciones desde siempre. Una joya codiciada y, a veces, temida, de clima benigno y ricas tierras. Incluso un puerto de mar en la antigüedad, cuando el golfo Iga era un golfo y no un delta. Los ataques de la Máquina se han cebado de siempre con el valle, creando un macabro ciclo: llegan y arrasan con todo; los supervivientes se refugian en las islas o abandonan el valle; llegan emigrantes de otras tierras, expulsados también de sus hogares; siguen décadas de conflictos e invasiones, ya pacíficas, ya violentas, hasta que la amalgama de pueblos resultantes forma el germen de una nueva civilización, se levantan ciudades y carreteras y crece en esplendor hasta la nueva venida de la Máquina.
El ciclo se ha repetido desde el último ataque. Dos pueblos han ocupado el valle: un grupo de montañeses de los Revan, ignorados por la Máquina por lo pobre de su civilización, ocupó la orilla norte, fundando pequeños castros. Por el río Grande llegaron en sus barcas varios clanes nómadas, obligados a convertirse en nómadas del río tras ser expulsados de las llanuras del norte. Los nómadas aprenderían pronto a moverse por el laberinto de canales, sirviendo de puente entre los castros y los habitantes de las marismas.
Débiles en número y fuerza, los castros fueron presa fácil de bandidos y de piratas, tanto de río como de aire. Ynys Mawr, la isla grande, se convirtió en un símbolo de muerte conforme los señores de Teyrnas Y Cymoedd, de Nidik y de Cahul caían año tras año sobre el valle como plaga de langosta.