El Ícaro — Pilotar un dirigible

Guardia media. El puente estaba en silencio, con iluminación nocturna (lampryridae sumergidas en una mezcla especial de aceites que brillaban con tenue luz roja) y casi desierto: el vigía de proa, el timonel de guardia, Erstin cabeceando en el cubículo de comunicaciones y Edana Conway, segunda comandante, en la zona de sensores, con los grandes auriculares puestos y accionando de forma mecánica las llaves e interruptores que le daban acceso a las orejas del Ícaro. De cuando en cuando captaba los sonidos de la exploración del grupo del capitán Paolo: el pesado andar de Renaldo, el relinchar de un caballo, el gorgoteo agónico de un centinela degollado… Pero un nuevo sonido surgió en la noche, un rumor lejano de muchos pies y cascos avanzando a gran velocidad. Sin más cambio en su expresión que un leve arqueo de la ceja, cogió cronómetro y lápiz y empezó a tomar demoras. Diez minutos después, se acercó a los tubos acústicos de comunicación.

—Comandante, al puente.

El comandante se había echado vestido y no le llevó ni treinta segundos llegar al puente. Una vez puesto al tanto, quedó pensativo mirando el débil trazo que su segunda había dibujado en el triste boceto que era su carta de navegación. Desde el sur del túmulo, directos hacia el macizo. Según el informe, la entrada por esa zona era un laberinto de cañones y desfiladeros, pero si conocían el camino podían llegar en unas pocas horas. Y si se trataba de una fuerza de no muertos, y no era nada descabellado el suponerlo, no necesitarían descansar. A ese ritmo alcanzarían el túmulo a media mañana en el peor de los casos. Y, presumiblemente, a esa hora ellos aún estarían ocupados con la operación de limpieza. Ahogó una maldición; la noche se estaba complicando.

—Vamos a ver de qué se trata. Avise al señor White y que los artilleros ocupen sus puestos.

El teniente de navío Walter White había estado durmiendo a pierna suelta, quizás el único del Ícaro que había sido capaz. Sólo así se explicaría el estúpido error que cometió.

El Ícaro estaba atravesado en un ensanche del cañón con rumbo nor-noreste: presto a acudir al poblado del túmulo, más presto aún a huir de él. Para interceptar a la misteriosa tropa que se acercaba del sur lo más fácil era virar a estribor y acercarse desde el norte, pero eso llevaría al dirigible muy cerca el poblado, donde podría ser visto y dar al traste con la operación. Así que White decidió virar a babor para interceptarlos desde poniente.

Pero olvidó cuál era la cota de la ladera norte del cañón y la poca visibilidad de esa noche sin luna ni estrellas impidió que nadie se diera cuenta del error hasta que un gran golpe indicara que la quilla de la barquilla principal había chocado con las paredes del cañón. Acto seguido, el Ícaro cabeceó bruscamente, ganando altitud al perder dos toneladas de fuselaje, radiador, tuberías y agua de refrigeración, lo que evitó el desastre total.

El confundido Walter White se las apañó para detener y estabilizar la aeronave entre las miradas asesinas de sus compañeros. Bajo cubierta, los artilleros, que hacían las veces de trozo de reparaciones, y los ingenieros acudían prestos.

Los daños eran graves, como constató el ingeniero jefe, Rayner Lute. Había un gran agujero bajo el puente donde debería estar el preciado radiador de proa y la quilla estaba deformada, amenazando la integridad estructural de la barquilla. El artillero Dragunov ya estaba apuntalándola por lo que el ingeniero de maneras aristocráticas se dedicó al radiador. Conocía el dirigible como la palma de su mano y era un consumado mago. Usando todo su poder creó una copia exacta del radiador perdido, con sus tuberías y válvulas y los remaches que lo sujetaban. Creó también el agua necesaria para el circuito y luego reparó la viga. Dejó la reparación del fuselaje a sus subalternos y se teleportó a la base del cañón en busca del radiador caído. Cuando lo encontró, lo trasladó a la bodega del Ícaro. Luego, mediante cinco imágenes ilusorias, dio el parte de daños al puente, explayándose por quintuplicado sobre las habilidades del desafortunado señor White, la naturaleza de sus ascendientes y lo que podía hacer por el bien de toda la Humanidad. Rayner Lute quedó visiblemente agotado tras todo esto, pero gracias a él el dirigible estuvo en condiciones operativas en apenas diez minutos.

Reparado (provisionalmente) el desaguisado, el Ícaro pudo dirigirse al encuentro de la misteriosa fuerza. Conforme avanzaban, Edana Conway empezó a oír silbido como de balas y el crepitar de descargas de alta energía. Parecía que allí se libraba un combate. ¿Qué era lo que estaba pasando?

El Ícaro avanzaba majestuoso acompañado del suave ronronear de sus motores. A su izquierda, hacia el norte, quedaba el macizo rocoso que rodeaba al túmulo, envuelto en una pegajosa oscuridad de tormenta, rota por esporádicos relámpagos. Al sur el cielo se mostraba más abierto, con estrellas visibles entre claros aquí y allá que mejoraban la visibilidad. Los serviolas, tras los amplios ventanales de los salones de proa de las barquillas laterales, oteaban la llanura cubierta de dunas con sus potentes binoculares.

Fue Dragunov, el artillero de ojos de pupila rasgada como un gato, el primero que lo vio, desde su puesto en la barquilla de estribor: una cohorte de infantería a la carrera manteniendo una formación perfecta y un grupo de jinetes por delante a galope. Más a la izquierda, un jinete solitario huía desesperado. Dragunov podía ver cosas invisibles al ojo humano y pudo distinguir, pese a la distancia, como un rayo de energía salía de los perseguidores para morir inofensivo contra un escudo que protegía al jinete.

La noticia de la presencia de magos no cayó bien en el puente. No porque no estuvieran ya acostumbrados a tratar con lo sobrenatural, sino porque causaban esos momentos incómodos en los que uno es muy consciente de que está colgado de un globo de trescientos cincuenta metros de longitud relleno de hidrógeno. La decisión del comandante no contribuyó a tranquilizar al personal.

—Puede tratarse del agente de Wissenschaft. Lo recogeremos al vuelo.

Hasta Edana Conway perdió la compostura y por un momento pareció la joven menuda y de aspecto delicado que era en realidad. Los tripulantes del puente se miraban entre ellos con aprensión y al teniente White directamente con terror.

—¿Señor Conway? —El comandante O’Hare tenía la costumbre de llamar de señor a todos sus oficiales y el sexo de éstos no era un impedimento.

—¡Sí, señor! ¡Tripulación, preparados para una recogida al vuelo! ¡Levanten escudos! —¡Ja!, como si un par de magos pudieran hacer mucho para proteger la enorme mole del dirigible—. Artilleros, no abran fuego. Repito, no abran fuego. Ala derecha, lo haremos por su lado —Se separó de los tubos de comunicación y se dirigió al oficial de derrota—. Señor White, intente no exponernos demasiado.

Exponernos demasiado. El daevar se secó el sudor de la frente. Todas las veces que habían practicado la operación había sido de día y en terreno llano. Delante suyo el desierto nocturno se mostraba amenazador y, sobre todo, sin referencias fiables. Pidió a Conway que le fuera cantando las demoras del objetivo y, con un ojo puesto en el altímetro, dio orden de descender.

—Comandante —interrumpió Erstin—, el capitán Paolo pide extracción inmediata.

—Que se espere.

En la barquilla de estribor, el artillero Sorensen abría la compuerta de carga y extendía la grúa mientras Dragunov se colocaba en arnés de seguridad.

—Es de locos —murmuraba éste con marcado acento—. Ese piloto ya nos ha estrreiado hoy una vez.

Majestuoso, el enorme dirigible se interpuso entre el jinete solitario y sus perseguidores. Sorprendidos por la aparición de la oscura mole, retrocedieron hasta reunirse con la infantería, una cohorte de incansables esqueletos. Un par de descargas mágicas intentaron alcanzar al dirigible, pero fueron rechazadas por los escudos.

Dragunov colgaba al final de la cuerda de seguridad, rozando las crestas de las dunas. Por dos veces pasó demasiado alto o demasiado lejos del jinete, pero al tercer intento consiguió ponerse a su altura y ofrecerle la mano. El jinete, vestido a la usanza de los nómadas de forma que sólo se le veían unos ojos claros, dudó sólo un instante, cogió las alforjas y saltó para agarrarse a Dragunov. El artillero pegó tres tirones a la cuerda de comunicación y la polea empezó a girar, recogiéndoles. Unos brazos desocupados de Wissenschaft, cuyos dueños se habían acercado a la compuerta a observar la maniobra, los metieron en la nave.

—¡Ya los tenemos!

—Planos, arriba 10. Timón, babor 5. Levitador a 80. Propulsores, potencia de emergencia.

El Ícaro cabeceó pesadamente, ganando altura y velocidad y terminado su viraje para poner rumbo al túmulo. Las nubes tormentosas habían ganado, si eso era posible, en tamaño y oscuridad. El macizo rocoso sólo era distinguible ahora como un agujero negro que distorsionaba el horizonte.

 

En la barquilla de estribor, Dragunov había acompañado al jinete al salón de proa. La figura se retiró el velo, mostrando una piel clara abrasada por el sol, para beber ávidamente de la jarra que le había pasado el artillero.

—¿Cómo se iama?

—Ivarsson, Sassa Ivarsson. De la Expedición Jones de la Universidad de Lucrecio.

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