Lady Halcón

Aquila era una ciudad amurallada perdida en mitad de ninguna parte y regida con mano de hierro por su obispo. Los Guardianes llegaron a la ciudad siguiendo la pista falsa de Constancio de Selinonte y cada vez con menos esperanzas de recuperar el Grial. En Aquila buscaron posada, para poder dormir por primera vez desde que abandonaron Génova bajo techo. Luego, dieron una batida por la ciudad, cada uno por su lado, intentando averiguar algo sobre el mameluco. Por desgracia, uno de ellos se cruzó con el capitán de la guardia, un tipo malcarado llamado Marquet.

Marquet era un templario renegado, ambicioso y sin escrúpulos, que había medrado bajo las órdenes del obispo, llegando a traicionar al anterior capitán. Tenía, además, un extraño talento natural que le permitía sentir a los nephilim, así que en cuanto presintió al desafortunado ambicionó capturarlo, ya fuera para que el obispo, versado en artes ocultas, pudiera usarlo, ya para venderlo al mejor postor. Con esta idea en mente, lo hizo seguir mientras reunía un grupo escogido. Una ver supo dónde se alojaba, y que, además, no era uno, sino cuatro, preparó cuidadosamente el plan para capturarlos sin dejarles usar la magia. Un soplón les avisó cuando los nephilim bajaron a comer al salón y, en ese momento, pasaron a la acción.

Los Guardianes fueron cogidos con la guardia baja, sin armas ni armaduras ni tiempo para prepararse. Los hombres de Marquet entraron por ambas puertas. Los Guardianes retrocedieron hacia sus habitaciones, en la planta superior, pero por la ventana del pasillo había entrado el propio Marquet con algunos guardias que rápidamente redujeron y maniataron a Pírixis. Sus compañeros, viéndolo todo perdido, intentaron forzar el paso y escapar. El fénix, golpeando con un gran banco como si fuera un bastoncillo, abrió camino y Yaltaka y Menxar, tirando de cuchillos, puñetazos y patadas, lo siguieron. Afuera se encontraron con otro problema, con dos, más bien: no conocían la ciudad y la gente les era hostil, bien por miedo a la guardia y al obispo, bien por intentar congraciarse con ellos. Por fortuna, la posada estaba cerca de una de las puertas de la ciudad, así que los guardianes corrieron hacia ella, redujeron a los guardias de la misma, cruzaron el puente y se internaron en el bosque que cubría ese lado de Aquila.

La puesta del Sol vino seguida de un aullido que helaba la sangre en las venas y una luna llena, radiante. La noche les ayudó a cubrir sus huellas, pero la verdad es que estaban en una situación desesperada. Sin armas más allá de sus cuchillos, sin equipo o ropa de abrigo, provisiones ni los grimorios que empezaban a reconstruir, en un bosque desconocido y habiendo sido capturado uno de los suyos. Buscando un lugar donde poder descansar y planificar su siguiente movimiento, vieron una luz en el bosque: una pequeña hoguera que rompe la noche. A un lado de la hoguera, un enorme y precioso caballo negro. Al otro, una hermosísima joven de ojos azules y una voz que hacía pensar en los ángeles y el Paraíso. Vencido el recelo inicial, la joven les ofreció agua y un poco de comida y les preguntó qué extraño juego del destino les traía al bosque a esas horas. Los Guardianes le contaron los problemas habidos con la guardia de Aquila, a lo que ella les contestó que era también fugitiva, pero que no podía ayudarles. Sin embargo, conocía a alguien que quizás si pudiera.

―A poniente encontraréis una taberna frecuentada por viajeros y labriegos ―Les dijo―. Allí, mañana, podréis encontrar a un caballero rubio que montará este caballo. Quizás os podáis ayudar mutuamente.

Tras decirles esto, la muchacha los despidió, ya que quería estar sola. Los nephilim siguieron camino un rato más, hasta encontrar un pequeño refugio donde pasar la noche. Al alba, siguieron las indicaciones de la muchacha y, pronto, el olor a comida les indicó la cercanía de la taberna, así que avivaron el paso acuciados por sus estómagos. No eran los únicos que habían acudido a la taberna al olor de la comida: Pírixis llegaba en ese momento, desnuda y aterida, y Marquet y un destacamento habían, a su vez, parado a descansar y estaban en el porche.

Los de la guardia no se creyeron su suerte, pero rápidamente desenvainaron sus armas. Pírixis, por fortuna aún cubierta por el edificio, pescó algunas ropas tendidas, mientras el resto del grupo sacaba cuchillos preparándose a defender caro el pellejo. En ese momento, un virote de ballesta paraba en seco a los guardias (y más en seco al pobre diablo al que trinchó) y aparecía en escena un tipo de negro, rubio, con cierto parecido con Rutger Hauer, portando una ballesta de doble arco. Tras un intercambio de saludos entre el recién llegado y Marquet, los nephilim, a quienes ya se les había unido Pírixis, y el de negro hicieron retroceder a los guardias y ganar tiempo para perderse en el bosque.

Pero, ¿qué extraña casualidad había llevado a Pírixis hasta allí? La habíamos dejado, recordemos, capturada por Marquet y los suyos. Sin tiempo que perder si quería atrapar al resto del grupo, Marquet la mandó encerrar en la más recóndita, oscura y nauseabunda mazmorra, donde se pudría fray Gilberto el minorita. El franciscano era un viejo medio loco que le hacía carantoñas a las ratas, de hábitos raídos y pinta de irse a morir de un momento a otro. Pese a su aspecto, Pírixis tuvo la paciencia de preguntarle por qué estaba en la celda y obtuvo una curiosa historia como respuesta:

―Estoy aquí por ser los ojos de Dios en un acto abominable. El Señor, en su infinita Sabiduría, quiso que un mortal fuese testigo de semejante acto diabólico. ¡Pobre fray Gilberto, peón en las luchas entre el Señor y el malvado Satanás!

»Iba de peregrinación a Santiago cuando me extravié durante una tormenta. Ya creía que tendría que dormir solo y al raso cuando vi una luz entre las sombras del bosque. Ya aullaban los lobos, así que me acerqué presuroso. Lo que vi… Aún se me hiela la sangre cuando lo recuerdo…

»Yo había pasado por Aquila y lo había visto durante la misa: su ilustrísima, el obispo. Estaba sobre una gran losa de piedra, junto a un enorme menhir. A la luz de las velas vi que estaba dentro de una especie de sello mágico, un extraño pentáculo lleno de signos malignos. Allí cerca… Espero que fuese un cabritillo, pero parecía un niño. Su sangre había servido para dibujar el sello.

»Asistí a toda la sacrílega ceremonia. ¡Apiádate de mí, Señor! Lo oí todo. Ese engendro de una bruja deseaba lascivamente a Isabeau, la más hermosa dama de Aquila. Pero Isabeau había entregado su amor a Navarre, el capitán de la guardia. El obispo lo había averiguado y estaba loco de furia y allí, sobre aquel altar impío, delante mío, vendió su alma al diablo a cambio de una terrible maldición: si ella no era suya, no lo sería de nadie. Así, durante el día, se transformaría en un halcón y durante la noche, Navarre se convertiría en lobo, condenados a no verse nunca como seres humanos.

»Desgraciadamente, el frío de la noche me hizo estornudar. Intenté escapar, pero la guardia personal del obispo me atrapó. El obispo, sin embargo, no se atrevió a matarme y me arrojó a esta mazmorra.

Fray Gilberto siguió hablando más rato, relatando sus penas en la mazmorra y lamentándose de su mala suerte, pero se veía que aliviado de poder hablar con alguien. Pírixis ya no lo escuchaba. Si lo que contaba el viejo era verdad, podía ser que la hubiesen capturado por ser nephilim y, en ese caso, no pensaba quedarse allí a esperar qué sucedía. La mazmorra, vio enseguida, no tenía más salida que la pesada puerta y un pequeño desagüe que, por el olor, debía llevar obstruido mucho tiempo. Una celda sin salida no era una prisión que preocupase a la quimera negra, no después de la experiencia acumulada que tenía con el conjuro de Desplazamiento subterráneo. Buscó un rincón más o menos seco y no demasiado sucio donde dejar su ropa. Una vez desnuda formuló el conjuro y se fusionó con el muro.

Después de París y la biblioteca de la Atlántida (o donde fuera que le mandaron los Dé Danann), orientarse bajo tierra le resultó sencillo y se encaminó hacia el bosque que había por la puerta donde estaba la posada, confiando en que sus compañeros habrían buscado refugio ahí. Como estos, cansada y hambrienta, el olor de la taberna la guió los últimos metros.

Ahora, reunida con sus compañeros y con el extraño caballero, tocó contar peripecias y sumar dos y dos: el rubio era Navarre y el halcón que llevaba en la siniestra era la joven de la víspera, Isabeau. Y, como dijo la muchacha, quizás se pudieran ayudar mutuamente. Navarre quería vengarse del obispo y de Marquet. Por su parte, los nephilim tenían cuentas pendientes con el capitán de la guardia y, en cualquier caso, Pírixis no se iba a ir sin su gladio.

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