Invocar un GSEO, por supuesto

A nada. Nada al otro lado, salvo negrura. Un portal, dijo Asahi. Un portal a otro lugar del mundo, a otro plano o a otros mundos. Un portal de muerte y sangre para Anthor que, quizás por haber servido en una versión monástico-militar de la Legión Extranjera francesa, era muy sensible a estas cosas. Un portal que Arik se atrevió a cruzar, atado con una cuerda que sujetaban sus compañeros.

Geburah

Y se encontró al otro lado con una zona mucho circular mucho mayor que la torre, limitada por la misma barrera negra. El campo de batalla más terrorífico que pudiera existir: un campo de muertos y moribundos, de cuerpos destrozados, de miembros arrancados, de órganos desparramados. Un olor a sangre y muerte, el gemir de los heridos, el chop-chop que hacían al intentar moverse o al desplomarse alguna pila de cuerpos. El suelo, oculto por los cuerpos. El sol, oculto por una niebla sanguinolenta. Y Arik, el pie atrapado en los intestinos de alguien que se quejó cuando lo pisó, vomitando hasta la última papilla, arrastrándose agarrado a la cuerda, intentando salir de allí.

Pero había algo más: un pozo, una abertura en el centro que dejaba ver el reflejo del fuego. Tenía que ver qué era. Tenía que entrar de nuevo. Y lo hizo. Umi quedó fuera, con la cuerda, como apoyo, y Arik, Anthor y Asahi cruzaron el portal. Arik aguantó el tipo esta vez, y Anthor, acostumbrado a calmar los fantasmas de sus compañeros y sus enemigos con vino, aguantó más o menos la visión, pero Asahi se desplomó, vomitando y gimiendo. Y atrajo algo, una pequeña ondulación entre los cadáveres, como la que provoca una culebra de agua, que se fue acercando a ellos. Un tentáculo atrapó las piernas del mago y lo intentó arrastrar bajo los cuerpos, pero Anthor estuvo rápido y de un certero tajo lo cortó. Un segundo tentáculo lo busco a él, y también lo cortó. Y detrás vino el monstruo, un furioso gusano tan grueso como un barril y con una boca enorme y llena de dientes. Hubiera quedado bonito decir que el ex-frey lo esperó altivo y tranquilo, con gesto desdeñoso, pero como no había ningún poeta en la sala, diremos que lo acuchilló frenéticamente, intentando alejarse de esa enorme boca. Arik acudió por el flanco, acuchillando y cortando también, y entre ambos ahuyentaron al monstruo y rescataron a su compañero.


Croquis del convento de Santa Genoveva, con orientación oeste-este. En rojo figuran las murallas y en azul los puentes sobre ellas. Las torres no están a escala: Malkut, la puerta, al este, y Kether, la iglesia, al oeste, son las más grandes, seguidas de las torres centrales. Tampoco está representado las puertas en las murallas transversales que unen los patios, las edificaciones en madera y ladrillo de los dos primeros patios (el de Yesod y el de Tipehret), ni las claraboyas y accesos al sótano y los aljibes.

Sin dejar de controlar la débil ondulación que provocaba el monstruo, los tres se acercaron a la abertura, un pozo de varios metros de profundidad que daba sobre el claro de un bosque, un bosque muy parecido por su vegetación a cualquiera de los que rodeaban el convento. En el centro del claro, bajo la abertura, ardía una gran hoguera, delante del tótem de algún olvidado y violento dios de la guerra. Alrededor del altar y la hoguera se movían varios grendels, atendiendo a la carne que chisporroteaba en otras hogueras, bebiendo, bailando y peleando. Fuera de la zona bajo el pozo vislumbraron un pequeño poblado de humildes chozas y una o dos grandes jaulas de bambú con mujeres, campesinas en apariencia.

Asahi era un gran mago. Tenía un gran talento para ver e interpretar las corrientes mágicas, así que consiguió percibir la naturaleza dual del lugar: por el rabillo del ojo era capaz de ver los muros de la torre y la escalera que subía y que bajaba en su centro. Así se lo dijo a sus compañeros, pero estos le miraron con desconfianza. Ni siquiera cuando se subió al primer escalón, flotando a ojos de los otros dos sobre el pozo que daba al bosque de los grendels. Anthor intentó tocar ese escalón invisible pero su brazo se hundió en el ineludible pozo. Murmurando algo sobre el colapso de la función de onda, el mago agarró de la mano a los dos guerreros y tiró de ellos hacia las escaleras. Cuando estos se atrevieron a abrir los ojos, descubrieron que estaban en una escalera de caracol normal, gris, oscura y rodeada de anchos muros. Nada, ni un sonido, ni un olor, ni una luz titubeante, indicaba la presencia del infierno de la planta inferior. Nada, claro, salvo la sangre que los cubría de pies a cabeza. Exploraron la torre pero no hallaron nada de utilidad, así que descolgaron desde la plataforma a la muralla y volvieron sobre sus pasos.

Netzah

Akane se aburría haciendo de centinela en la torre de Netzah. Después de comprobar que sus compañeros cruzaban el convento-fortaleza sin ser detectados, había revisado que el cadáver de la centinela estaba bien oculto, la había vuelto a registrar, había visto ponerse el sol, había encendido el pebetero, había intercambiado saludos con las otras centinelas y ahora miraba fijamente la puerta que daba a la torre. Tenía en la mano el colgante de cobre de la centinela. Llevaba un rato así, manoseando el colgante: miraba la puerta, daba una vuelta a la plataforma, comprobaba si sus compañeros volvían, llegaba hasta la puerta, miraba la puerta… Después de mucho pensárselo, metió su mano, con el colgante bien cogido, en la cerradura. Oyó el descorrerse del cerrojo.

Volvió a asomarse al norte, pero no había ni rastro de sus compañeros. Así que se ajustó la katana y el wakizashi en el cinturón que ceñía la túnica basta de monja y empujó la puerta. Unas escaleras mal iluminadas le dieron la bienvenida. Bajó por ellas, revisando cada planta por la que pasó. Abrió las puertas a los puentes y la puerta a la muralla de llevaba a Malkut. Revisó las habitaciones, encontrando en una de las plantas, la de las murallas, una amplia estancia para invitados, formado por una sala, un dormitorio y un guardarropa. Bajo la almohada encontró una hermosa daga con las armas de los Visnij y en un armario el vestido que llevaba Catrina en el baile, sucio y roto. Y también un jirón de ropa, aparentemente de un camisón.

Revisó todo el dormitorio, levantando las alfombras del suelo, rasgando los tapices de las paredes. Palpando, tocando, empujando y tirando, buscando una puerta secreta. Y la encontró, un pequeño panel que se deslizó a un lado mostrando una estrecha escalera que bajaba rodeando la torre. Sin dudar y empuñando su cuchillo bajó por las escaleras, a ciegas, pues ninguna luz las iluminaba.

Bajó y bajó. Muchos escalones. La escalera rodeaba toda la torre entre el muro exterior y el interior, apenas medio metro de ancha, con escalones estrechos y altos cubiertos de polvo. Terminaba en descansillo y una pequeña puerta que daba a los sótanos del convento. La última luz del atardecer se colaba por unas claraboyas, dibujando un juego de sombras y claroscuros de lo que debía ser un sótano enorme de techo abovedado, con grandes columnas aquí y allá. Perdidos en las sombras se adivinaban los cimientos de las dos torres centrales, Yesod y Tipheret. Pero había algo más. Algo que se movía entre las torres, destacando su sombra contra unas grandes cajas. Y, sin embargo, si se concentraba en percibir el ki de los seres vivos a su alrededor, era como si esas dos sombras no existiesen. Sí detectó la presencia de sus compañeros, bajando por las escaleras. Y a tiempo, porque Anthor, que abría la marcha, la había visto como una sombra a contraluz y se disponía a acuchillarla.

Yesod

Tras una breve discusión, decidieron no atacar a las dos sombras que se movían entre las cajas, sobre todo cuando se dieron cuenta de que el uso de conjuros especialmente luminosos estaba contraindicado por las claraboyas del techo. Se dirigieron entonces, y lo más en sigilo posible, a la torre de Yesod. Tras rodearla encontraron la puerta con la habitual cerradura, sólo que esta vez con un sigo que representaba una media luna. Asahi intentó abrir la puerta con el medallón de hierro que habían usado en Geburah y estuvo en un tris de perder la mano cuando se cerraron las fauces de acero de la cerradura. Con el collar de plata de la monja hubo más suerte, aunque sólo por la falta de disciplina de la monja, que, por comodidad, había preferido llevar ambas llaves.

Yesod era una torre dodecagonal y más alta que las torres de las murallas y era también la llave para todas las demás: encontraron una amplia estancia llena de vitrinas con colgantes. Los había de cobre, como el que obtuvieron de la monja; de hierro, iguales a los arrebatados a los grendels; sencillos colgantes de plata; medallas de oro; pequeñas tablillas de lo que parecía estaño; pesados discos de plomo y elegantes viales de algún cristal de roca con mercurio. Con esto estaba clara la relación entre los metales astrológicos y los planetas relacionados con cada sefirah y les daba acceso a todas las torres excepto a tres: Malkut, la torre de entrada al recinto, que era de entrada libre; Chokmah, la última torre de la muralla norte y Kether, la gran torre iglesia que cerraba el convento por el lado oeste.

Tipheret

La criada les había dicho que se habían llevado a Soi Fong a las sefirot más lejanas. De ellas, la única de la que tenían llave era Binah (Saturno, plomo) y hacia ella se dirigieron. El camino más corto, eludiendo además a las centinelas, era a través de Tipheret y luego ir por el alto puente que la unía a Binah. Fueron por el puente elevado, cuyo parapeto alto les cubría de la vista de las centinelas. Por el patio vieron a tres monjas que iban hacia Malkut; debían estar buscándolos.

La torre servía de alojamiento a las monjas: celdas y salas comunes, nada de interés. Excepto en la planta superior, donde encontraron otro portal, algo psicodélico. Anthor fue el primero en pasar y, como no volvía, le siguió Arik. Asahi, recuperado de un problemilla con la puerta, medallón equivocado y su mano, también se animó. Y Akane, impelida por su sentido del honor pero refrenada por su prudencia, se ató primero a Umi, la pintora de almas, y así cruzaron las dos.

Hicieron bien, porque el portal daba justo sobre el puente de piedra que cruza el Río de la Vida y de la Muerte. Allí era aún de día: el sol, una gran bola roja, se ponía lentamente frente a ellos. La desorientación producida por el paso del portal hacía más difícil mantenerse sobre la estrecha pasarela y Anthor, Arik y Asahi habían caído y estaban teniendo la habitual conversación con los juguetones peces del río. Sólo dos lograron salir con vida.

Umi mantuvo el equilibrio y logró sujetar a Akane. Las dos cruzaron el puente y atravesaron otro portal que las llevó al Descanso del Guerrero, una lujosa estancia con cómodos divanes, hermosas fuentes de las que manaba néctar y fuentes con dulce fruta y ambrosía. Sus tres compañeros también aparecieron allí una vez salieron del río y así pudieron dar el último adiós al mago Asahi, el joven estudiante de la SARC.

Brinah

Dejaron atrás con pesar el Descanso del Guerrero por uno de los portales de salida que, igual que ocurriera en Geburah, daba a la salida de la torre. La noche les cubría y llegaron a la torre suroccidental del complejo sin problemas, pero la puerta les dio algunos. El símbolo de Saturno que coronaba la puerta les dio problemas de identificación que terminaron costando la mano a Arik. Con la puerta ya abierta, el guerrero conjurador volvió, con su mano envuelta en un trapo y un torniquete en el muñón, al Descanso del Guerrero para recuperarse.

La torre de Binah servía de biblioteca del convento y en ella encontraron a un par de monjas, incluyendo la que había estado con la abadesa durante la recepción. De las notas que encontraron en la biblioteca y de interrogar a las monjas averiguaron que estas habían entregado a Catrina a cambio de las dos criaturas que montaban guardia en el sótano.

Pero, más importante aún (por la urgencia), también averiguaron qué había sido de Soi Fong y de las mujeres raptadas en la aldea: esa misma noche era el momento más adecuado para invocar y despertar a un poderoso Gran Señor Elemental Oscuro (GSEO) encerrado en un pequeño plano de la Vigilia al que se accedía por un portal abierto en la torre de Kether, la iglesia del convento.

Kether

La última torre no tenía cerradura. O, mejor dicho, esta era mística: sólo se habría para aquellos que habían pasado el Río de la Vida y de la Muerte. Como todos lo habían cruzado, no tuvieron problemas para entrar. Alcanzar el portal fue algo más difícil, pero también lo cruzaron sin problemas, encontrándose en un pequeño recinto, como una cueva o algo similar, con una especie de estatua encadenada que daba muy mal rollo, un altar ya ensangrentado donde iban a sacrificar a una mujer, las monjas que faltaban en el convento y, a un lado, una jaula con el resto de las mujeres.

Como salieron por detrás de las monjas y estas estaban ocupadas con sus cánticos y ritos, pudieron colocarse en posición ventajosa antes de que se diera la voz de alarma. Las monjas no eran guerreras (creo haberlo dicho) y poco pudieron hacer frente al grupo, y más cuando las dos lugartenientes de la abadesa, quienes estaban realizando el sacrificio, fueron neutralizadas las primeras.

La abadesa era una poderosa maga y se protegió con un escudo mágico mientras preparaba un conjuro con el que desembarazarse de los intrusos, pero Umi, en una carga casi suicida, logró atravesar el escudo y a la abadesa, clavándola contra el altar.

Las monjas supervivientes se rindieron de inmediato y el grupo pudo rescatar a las prisioneras, limpiar el altar y abandonar tan extraño lugar para volver al no menos extraño convento.

Pero la noche no terminó aquí para ellos. Tuvieron que reducir al resto de las monjas y e imponerse a Madam para que las cocinas preparasen algo de comer para las mujeres de la aldea. Luego, Anthor se ocuparía de interrogar a las prisioneras mientras Soi Fong hablaba con las aldeanas y las criadas y Akane y Arik se perdían en la biblioteca.

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