Baile de máscaras – La vuelta a casa III

Después de acompañar a Chloé hasta el coche y asegurarle que iría a verla; después de darle una carta a Michel para los padres de su amiga y repetirle varias veces que no se le olvidara dársela; después de despedirse de Julien y los Dragunov… Después de todo eso, cuando Colette se dio la vuelta, se dio cuenta de que ella y Gwen estaban solas en el muelle, entre marineros, estibadores, pilluelos, buscavidas y ociosos. Jacques, que, según Julien, iba a acompañarlas, se había esfumado.


Colette suspiró. Volvió con Gwen, que, por vez primera en todo el viaje, parecía tensa e impaciente, y con el poco equipaje que mantenía y que no quería perder de vista: llevaba en él los libros comprados en Arkángel, lo que pudo sacar del botín de los piratas antes del naufragio y la lamparita de la niña de Pálias. Pagó a un ocioso para que le llamara a un coche y les ayudara a cargar el equipaje.

Cuando llegaron a casa, vio muchas de las contraventanas cerradas. El jardín estaba descuidado y la cancela, cerrada. El cochero tuvo que llamar varias veces antes de que apareciera el portero.

Un escalofrío recorrió a Colette. ¿Estaría el servicio holgazaneando por la ausencia de sus padres? Por las fechas, deberían estar en el balneario, con su hermano. Igual no tenían conocimiento de lo ocurrido en Eburah.

El portero, al llegar, la vio asomada por la ventanilla del coche. Abrió muchos los ojos y se le cayeron las llaves. Le costó recogerlas y acertar a abrir la cancela. Luego, sin esperar a que pasara el coche ni saludar, echó a correr hacia la casa.

El cochero, que parecía iba a hacer un chascarrillo, vio la mirada de Colette, se lo pensó mejor, y guio el coche en silencio por el jardín hasta la puerta de la mansión. De la casa, en la que parecía haber estallado una tormenta, salieron las doncellas, corriendo y trastabillando. A más de una se le escapaban las lágrimas al ver a la joven.

Salieron detrás criados y el mayordomo. Entre las piernas de éstos se deslizaron Gilet y Gamet, los hermanos de Gwen, que tomaron al asalto el carro antes de que se detuviera.

El ama de llaves apareció entonces para poner algo de orden en aquella algarabía y dar la bienvenida a Colette al pie de la escalera.

—Mi niña, nos teníais muy preocupados.

Colette se dejó abrazar por el ama de llaves, mientras el mayordomo pagaba al cochero y hacía descargar el equipaje. Quiso preguntar por su hermano y por sus padres, pero un grito la interrumpió: su madre la miraba desde la puerta como quien viera a un fantasma. Dio un segundo grito y cayó desvanecida. Colette corrió escaleras arriba para atenderla. El mayordomo trajo las sales y la consiguieron reanimar. Con ayuda de los criados, la llevaron a su habitación. La mujer se aferraba a su hija como un náufrago a una tabla.

—Mi hija, mi querida hija —murmuraba sin cesar.

Mientras la metían en la cama, el mayordomo le explicó a Colette que su madre había tenido varias crisis nerviosas desde que empezaron a llegar noticias del ataque pirata a Eburah y la pérdida de El Faraón.

—Mamá ya estoy de vuelta y estoy bien.

Los criados trajeron una infusión en la que se olía tila y melisa y Colette siguió hablando con su madre, tranquilizándola. El mayordomo la informó de que su padre estaba fuera, en el club, y su hermano había ido a los Grandes Lagos a primeros de julio, como otras veces.

—Vuestros padres no fueron con él por esperar vuestra vuelta.

Un profundo suspiro se le escapó a Colette al saber que Noel estaba bien. Le pidió al mayordomo que mandara a alguien en busca de su padre y que le prepararan un baño y algo de comer.

*****

La luz rojiza del ocaso entraba por la ventana del dormitorio. Colette dormitaba en un sillón, con su madre aún aferrada a ella. Un ruido en la puerta la desveló. Se giró y vio a su padre, Jean Claude, mirándola con el rostro desencajado. Antes de que Colette pudiera decir nada, su padre se retiró, casi corriendo. Al momento, se escuchaba un portazo. Colette intentó ir detrás de él, pero una zarpa de acero, que, por un momento, le recordó a los habitantes de Pálias, le impidió levantarse.

Con palabras dulces y la promesa de volver enseguida, consiguió que su madre la dejara ir. Se acercó al despacho de su padre. La puerta estaba cerrada y le pareció oír sollozos en el interior. Llamó, sin obtener respuesta. Giró el picaporte, sin más éxito. La ira empezaba a burbujear en su interior. ¡Acababa de llegar tras sufrir mil y un peligros! ¡Se merecía unos abrazos y mimos y no que la mirasen como si fuera un fantasma salido de su tumba!

Fue a la habitación de al lado. Apartó un sillón y una mesita. Pulsó y giró una moldura y un panel de la pared se deslizó, dejando ver un pasadizo. Noel y ella se conocían todos los recovecos de aquella casa, de cuando la trastada que no se le ocurría a uno la ideaba la otra. ¡Una puerta cerrada no iba a ser un obstáculo! Se agachó, entró en el hueco y tanteó hasta encontrar el pulsador de salida que le daba acceso al despacho.

Su padre estaba sentado en un sillón junto al mueble bar, con la cabeza entre las manos. Una botella de licor estaba tumbada, sin abrir, en la mesita. Colette se acercó despacio, ya sin aguantar las ganas de llorar y se sentó a sus pies, apoyando la cabeza sobre su pierna. Buscando algo de consuelo y esperando alguna caricia o reconocimiento por su parte. El padre le acarició el pelo. En un momento, le pareció escuchar «Perdona nuestro egoísmo», aunque también pudo ser su imaginación.

Al rato, el padre se tranquilizó. Ayudó a Colette a levantarse y la acompañó hasta el otro sillón.

—Nos tenía muy preocupado tu retraso. ¿Qué ha ocurrido?

—Lo siento mucho papá. En parte ha sido por mi egoísmo. Quería disfrutar de la ciudad con Chloé, la echaba mucho de menos, eso nos retrasó y terminamos estando en Eburah el día que los piratas la atacaron. Nos atraparon mientras intentábamos usar el barco del hermano de Michel. Por suerte nuestros caminos se cruzaron con Julien Lafleur y su hermano Jacques, que gracias a Abel estaban en Arkángel por asuntos de la unidad de Julien. —Y siguió contando el viaje, la fuga, el naufragio y la vuelta.

La conversación se alargaría hasta la cena, la primera cena normal entre padre e hija en meses. Durante la misma, el padre comentó que «el grandullón ese aficionado a la caza» se había pasado varias veces a preguntar si se sabía algo cuando se extendió el rumor de la desaparición de los jóvenes, junto con El Faraón. Ante la mención de Henri, Colette puso cara de fastidio, pero no hizo ningún comentario que pudiera estropear el momento.

*****

A la mañana siguiente, durante el desayuno, un cochero dejó una nota para Colette. Era de su compañera de universidad Emmelina Delafosse, es decir, de Anastasia Seyrès, informando de que se pasaría por la tarde a tomar el té.

Colette quería acercarse por la mañana a casa de los Carbellac, para ver cómo se encontraba Chloé. Su madre se encontraba mucho mejor, tras una noche de sueño reparador aferrada a su hija, y quiso ir también.

Cuando estaban montándose en el coche, llegó el doctor Besson, tutor de Colette en la universidad y médico personal de la familia, que venía a interesarse por la salud de Odile y se unió a ellas para enterarse de lo ocurrido. Colette tuvo que volver a contar la historia del viaje, esta vez incluyendo datos médicos sobre heridas tratadas y sufridas, sin importarle las caras de aprensión y espanto que ponía su madre. También puso al tanto a Besson del estado de salud de Chloé y del terrible mareo que la había afectado.

Llegaron a casa de los Carbellac a media mañana. La casa estaba vacía, como era habitual a esas horas. Los recibió el mayordomo, que los acompañó directamente a la habitación de Chloé. La joven estaba despierta y con mejor cara, acompañada por sus padres, aún en bata. Después de los efusivos saludos y de que Besson examinara a Chloé, Colette pudo quedarse con su amiga. Se dio cuenta de que Chloé se cerraba en cuanto salía en la conversación la aventura de los piratas, pero con los cotilleos parecía la misma de siempre. Por lo menos, tenía un cotilleo nuevo que contar: mientras Besson la examinaba, había paseado por el jardín y se había encontrado con el sabio Petrosus Loupe, habitual invitado de los Carbellac. Le había preguntado por Sara, a lo que el sabio había respondido:

—No ha venido conmigo. Se quedó en los Grandes Lagos. Decía que se lo pasó muy bien el año pasado y que aquí hace demasiado calor.

¡Otra vez con su hermano! Pero, ¿qué pensaba Noel? Perdía la cabeza por la pelirroja.

Así rieron las dos hasta que trajeron la comida a Chloé, unas gachas ligeras. Tras comer, la joven se durmió enseguida, totalmente agotada, pero con una sonrisa en los labios.

Colette, su madre y el doctor Besson comieron con los Carbellac y el profesor Loupe. Durante la comida, se enteraron del estado de salud del padre de Michel.

—El pobre Michel… vino tan directo a traer a Chloé a casa que no lo sabía y yo le pregunté que cómo estaba. ¡Se enteró de la peor forma posible! Espero que pueda perdonarme algún día —le comentó la señora de Carbellac a Odile de Dunois.

Durante la vuelta, no dejaron de comentar la triste noticia. Colette decidió escribir a Michel, con el acuerdo de su mentor, mandándole los mejores deseos por el estado de su padre y ofreciéndose tanto ella como al doctor Besson para lo que necesitasen.

Después de dejar al doctor en su casa, Odile, que se encontraba mucho mejor tras el paseo, le comentó a su hija que Henri se había pasado varias veces por casa preguntando por su vuelta.

—Cuando corrió la noticia de lo-que-te-pasó, Henri, que estaba fuera, vino a galope para interesarse. Ha tenido que volver a sus tierras, pero el domingo o el lunes seguro que está de vuelta. Es un muchacho muy atento, de buena familia. Y de fuera de Chaville, lo que es bueno.

Colette suspiró. Esperaba evitar ese tema.

—Madre, me siento muy agradecida por el interés de Henri, pero no creo que pueda haber nada entre él y yo, nada más allá de una amistad.

—Eso pensé yo de tu padre cuando lo conocí.

—¿Crees que yo podría ser feliz si no llego a ejercer como médico?

—Ése no es futuro para una dama.

—¿En serio? Tras tanto esfuerzo, tantas horas de estudio y sacrificio, de soportar las miradas y los cuchicheos en la universidad… ¿Piensas que voy a renunciar a todo? Mamá, te quiero, pero eso no voy a negociarlo, llegas varios años tarde a esta discusión. No me opongo al matrimonio, me opongo a casarme con un hombre que no entienda y no respete esa parte de quien soy.

Por un momento, pareció que Odile iba a contestar. En lugar de eso, apretó los labios, miró por la ventanilla y se mantuvo en silencio hasta que llegaron a casa. Colette la tomó de la mano para suavizar un poco la tensión. La madre se relajó un poco, pero siguió pensativa. Ya en casa, se encerró en su cuarto alegando estar indispuesta.

Colette no pudo dedicar más tiempo a su madre: tenía que escribir a Michel y cambiarse, antes de que llegara Anastasia a tomar el té.

*****

Anastasia llegó puntual a la hora del té. Como otras veces que había acudido a casa de los Dunois haciéndose pasar por compañera de clase de Colette, venía maquillada y vestida de forma que parecía de su edad, o quizás algo más joven.

Se mostró muy comedida al principio. Un abrazo suave, muá-muá, ay, qué susto, qué me alegro de verte… hasta que se la criada las dejó a solas en el cenador del jardín. Entonces, cogió a Colette del brazo y se sentó a su lado.

—¿Piratas, mi niña? ¡Vaya ocurrencia! Vamos, cuéntamelo todo. De Guignes se subía por las paredes. La Orden del Cielo os creía en Togarini o en Arlan, D’Aubigne parecía haberse esfumado en el aire y luego los piratas atacan Eburah y el barco de los Gévaudan desaparece.

Colette le contó todo, incluyendo la metedura de pata que tuvieron ella y Jacques con el coche de caballos, durante la extracción de los Dragunov, y como lo solucionaron; la emboscada de los piratas; la fuga; Pálias y sus extrañas criaturas. Un informe completo.

Anastasia la abrazó con fuerza cuando terminó.

—Sé que te entreno para situaciones así, pero preferiría que siguieras una vida normal, lejos de esos peligros.

Sacó una petaca del bolso y, guiñándole el ojo, sirvió una generosa porción en las tazas de té ya vacías.

—Por una misión cumplida y la vuelta a casa sana y salva.

—Porque las próximas sean menos accidentadas —aceptó el brindis Colette.

—Menos mal que estabais Jacques y tú. He conocido a D’Aubigne y es tan inútil como todos los militares. Pues no se le ocurre otra que mandar una nota a casa del marqués, ¡un viernes!, y no indicar dónde se encuentra. Me tuvo toda la tarde… —Y fue contando la accidentada entrega de los Dragunov.

Alguna sonrisa durante el relato, junto a alguna mueca de incredulidad… Y un intento de justificarlo un poco.

—No es inútil, seguro que estaba cansado y no lo pensó bien. Lleva semanas sometido a mucha presión, seguro que sólo estaba algo abrumado.

Anastasia escrutó, divertida, el rostro de Colette.

—¿Te ruborizas, mi niña?

—Yo… —titubeó Colette, bajando la mirada. De nada servía mentir a su maestra.

****

Pasadas las seis y media de la tarde, cuando la brisa marina iba venciendo al calor, llegó Julien Lafleur d’Aubigne a casa de los condes de Dunois. Llevaba la corona de flores que la hija de Dragunov, Tanya, había hecho para Gwen. De camino, cayó en la cuenta de que presentarse sin nada para Colette iba a ser muy descortés, así que paró a comprar un ramo de orquídeas al que añadió una margarita en el centro. Acompañó el ramo con una nota de agradecimiento por la ayuda prestada en el viaje, garabateada apresuradamente.

Entregó el ramo al mayordomo, pero retuvo la corona de Gwen. Fue recibido por el conde de Dunois, que le hizo pasar a su despacho. Le sirvió un jerez, mientras preguntaba cortésmente por su familia, padres y hermanos.

—Todos bien, a Dios gracias. Hemos comido todos juntos y lo de las últimas semanas se me antojaba como un mal sueño —contestó Julien, para preguntar a su vez por la familia Dunois y, especialmente, por el estado de salud de Noel.

—Noel se encuentra, como en los últimos veranos, en los Grandes Lagos, pues el clima de allí le hace mucho bien. Debería volver a mediados o finales de la semana. No le hemos dicho nada de lo sucedido. Sólo había incertidumbre y no le habría hecho ningún bien.

Julien asintió, satisfecho de que le hubieran ahorrado el mal trago.

—Aún no os he dado las gracias por mantener a Colette a salvo —continuó el conde de Dunois.

Julien le quitó importancia.

—Ha sido mutuo. Somos muchos los que debemos nuestra vida a sus habilidades.

El conde no pareció satisfecho por esas palabras. Más bien, al contrario. Una nube de dolor le cruzó el rostro. Aunque lo disimuló bien, alegrándose de que la formación que Colette ha recibido en la universidad hubiera sido de utilidad.

Al ver que las habilidades quirúrgicas de su hija se le atragantaban al conde, Julien contraatacó ensalzando otras virtudes de Colette, con tanta vehemencia que la mirada del padre cambió. Y parecía ahora evaluar a Julien… de otra forma.

—Pero habréis venido a verla y os estoy entreteniendo. Está en el jardín, tomando el té con una compañera de la universidad.

—Vengo a verla, pero también a Gwen. En el viaje coincidimos con una familia y la muchacha ayudó mucho con los niños. Precisamente, ellos me han dado una corona de flores que han hecho con sus propias manos, para que no los olvide.

El conde asintió y llamó a una criada.

—Entonces, no os entretengo más.

Cuando el joven salía, lo volvió a llamar.

—¿Os quedaréis a cenar esta noche?

La invitación cogió por sorpresa a Julien, que no supo interpretar si era por cortesía o una ocurrencia de última hora del conde. Declinó con educación y el conde no insistió.

Cuando el joven hubo salido, el conde quedó un buen rato mirando a la puerta, sumido en sus pensamientos. Algo rondaba su cabeza desde la vuelta de Colette.

****

Las sombras se alargaban mientras Colette y Anastasia conversaban. Una criada llegó para encender las lamparitas de lampyridae del cenador. También traía más té y una tercera taza. Se mostró sorprendida al ver a las dos jóvenes solas, pero no dijo nada y disimuló la taza extra.

Colette, extrañada, preguntó por la taza.

—Disculpad, señorita. Pensaba que el señorito D’Aubigne había terminado ya de hablar con vuestro padre y estaría aquí.

La joven saltó como un resorte y agarró el brazo de la criada.

—¿Cuándo ha llegado? ¿A qué ha venido?

—Está con vuestro padre. Ha… ha dejado un ramo de flores para vos… orquídeas.

—Tráemelo —ordenó—. Entra y sale como si fuera su casa y cuando me trae un ramo, lo entrega a los criados —rezongó para sí mientras la criada se iba.

Anastasia rio con una gran carcajada cuando la criada se marchó.

—Es el militar, ¿no? Si me ve aquí, puede ser incómodo para todos. Será mejor que me retire. Si ves a Jacques antes que yo, dile que me alegro de que siga vivo.

Colette acompañó a Anastasia hasta su coche, despidiéndose de ella. A la vuelta, la interceptó la misma criada, llevando el ramo, para informar de que Julien las esperaba a Gwen y a ella en la salita.

En cuanto oyó lo de Gwen, las pocas ilusiones que Colette se había hecho de que la visita de Julien a su padre fuera para pedir permiso para salir con ella se esfumaron. El ramo, con la impersonal nota, la desanimaron aún más. Por un momento, estuvo tentada de deshacerse de él, pero se quedó mirando la margarita, suspiró, y le pidió a la criada que lo llevara a su habitación.

Entró en la salita con paso firme y cerró la puerta tras ella. Gwen no había llegado aún.

Se acercó a Julien, amenazándolo con el dedo.

—No me gustan las flores por compromiso, pero gracias por la margarita.

—Colette… —Julien esbozó una sonrisa nerviosa, como buscando dónde esconderse—. Perdona. Las flores no eran por compromiso. Tenemos… Tengo mucho que agradecerte tras este viaje.

Dio un paso hacia ella, inseguro. Y continuó:

—¿Cómo ha ido todo en casa?

—Todo bien. Excepto que el interés de Henri no ha decaído y parece que a mi madre le gusta.

Julien chasqueó la lengua, molesto. Dio dos pasos y le cogió la mano a Colette, que la mantenía levantada.

—Colette, te quiero. No voy a renunciar a ti tan fácilmente.

El rubor tiñó el rostro de Colette en el momento en que Gwen y sus hermanos entraron en tromba en la salita. Colette dio un saltito hacia atrás para separarse de Julien y ahogó un grito mordiéndose la mano que había estado sujetando Julien. El joven disimuló mucho mejor su turbación y se agachó a saludar a los dos mozalbetes. Gwen, que, si no había visto algo, si lo intuyó, no sabía cómo disculparse por interrumpir.

Julien le quitó importancia y le entregó la corona de Tanya. Contó también el destino de los Dragunov: lo agradecidos que estaban por toda su ayuda, que ya estaban de camino a su casa, y que de seguro se volverían a ver más adelante, quizás en las próximas fiestas en Dupois. También habló mucho con los hermanos, que lo adoraban, mientras Colette quedaba en un discreto segundo plano, intentando que no se le escapara el corazón del pecho.

Poco antes de la hora de la cena, Julien se marchó. Colette se acordó entonces y le contó, ya al pie del coche, el estado del padre de Michel.

*****

Mañana de domingo como manda el Señor: desayuno en familia y todos de punta en blanco a la iglesia (la familia y Gwen y sus hermanos). Tocaba encontrarse con los vecinos, aguantar a las marujas marujeando; las conversaciones, que a Colette se le hacía ahora intrascendentes, de las jóvenes de su edad; el pavoneo de los jóvenes; la homilía del sacerdote, el coro…

—Me he enterado de que Henri de Saint Michel te ronda —cuchicheó una de las muchachas, lo que provocó un coro de risitas y alguna mirada desaprobadora de las beatas de las filas de delante.

—Ni me lo menciones —contestó Colette.

—Vaya mala suerte. Para uno que te corteja y es más bruto que un jabalí —repuso otra joven, hija también de un conde, que tenía que espantar a los pretendientes a cañonazos.

—Será jabalí, pero, ¡qué jabalí! —suspiró una tercera joven, un poco mayor que ellas.

Colette las ignoró y miró a sus padres. Su madre cuchicheaba con las madres de las chicas. Su padre, cosa rara en él, parecía atender al sermón.

Al salir de la misa, se fijó en que había flores frescas en la capilla donde se encontraba la cripta familiar. Se disculpó con su familia y se acercó a la capilla, a rezar por su hermano Jean Baptiste y a contarle las peripecias del viaje. Tres años hacía ya de su muerte y no había día que lo no echara de menos.

Cuando terminó, invitó a Gwen a dar un paseo por el parque. Llevaba desde lo ocurrido en la isla de Pálias queriendo hablar con la chica. El dolor de la herida que le causó la bestia estaba aún reciente, pero también recordaba la sensación de vitalidad que la embargó mientras la chica la curaba y el cierre antinatural de sus heridas. Había recordado mil veces cada una de las intervenciones que había hecho con ayuda de Gwen, empezando por la más difícil de todas: el remendar el cuerpo destrozado de Michel. En todas, estaba segura, las hemorragias habían cesado y los tejidos habían comenzado a cicatrizar apenas Gwen tocaba a los pacientes. Ahora, tras su primer año de especialidad en cirugía y tras haberlo experimentado en sus propias carnes, estaba segura de que la chica tenía un don. Un don tan maravilloso como extraño.

Empezó preguntándole cómo se encontraba y qué tal llevaba la vuelta a la normalidad. También se disculpó por haberla arrastrado a Arkángel y ponerla en peligro.

Ella contestó que agradecía poder ver a sus hermanos de nuevo, pero que aún no se había hecho a la idea de que todo había terminado. Y que echaba de menos a los hijos de los Dragunov. Sobre el viaje, le quitó importancia.

—Arkángel fue muy divertido, aunque los piratas daban un poco de miedo —dijo—. ¡El huracán fue lo peor! ¡Cómo soplaba el aire! ¡Qué olas más enormes! —Rio y correteó alrededor de Colette por el parque, soplando e imitando el vaivén del barco.

Colette también rio con ella y con sus ocurrencias. A Gwen le faltaba poco para cumplir los diecisiete, pero se comportaba en muchas ocasiones como una niña; en especial, en presencia de Colette. Parecía que aprovechaba la seguridad que le había dado la joven para recuperar la infancia que perdió tras la muerte de sus padres.

—Hay algo más… No sé muy bien cómo decirte esto sin que te asustes —dijo Colette, más seria.

Pero Gwen se despistó al ver una ardilla. Se acercó al árbol, alargó la mano y la ardilla se le encaramó sin miedo.

—Gwen, creo tienes un don con las heridas.

La chica la miró con la cabeza ladeada, correteó hacia ella y la abrazó.

—Lo que tengo es un ángel de la guarda —contestó, mirando a Colette a los ojos. La ardilla saltó de chica a chica.

Colette no pudo evitar el sonreír ante su devoción y la alegría que desprendía en todo momento. Pero no dejó que Gwen se escapara tan fácilmente e insistió.

—No creo que merezca tanta fe y te agradezco que me veas así, pero lo digo en serio. Tienes un don. ¿Nunca te has fijado que cuando las tratas, las heridas siempre son menos graves de lo que parecían? Y cuando me curaste el mordisco del hombro, hiciste que una paz y un bienestar, imposibles en la situación en la que estábamos, me inundaran.

Gwen se encogió de hombros

—Yo sólo te ayudo. La doctora eres tú.

—Y yo creo que eres un ser maravilloso al que Dios le ha concedido la capacidad de curar para ayudar a los demás.

Rio, incómoda.

—Yo no tengo ningún don. Mis padres me enseñaron a hacer buenos emplastos y buenos vendajes, a reducir fracturas y a coser heridas.

—Hazme caso, lo tienes, lo he sentido en mi propio cuerpo. Pero si te incomoda, no hablaremos más de ello por el momento. Sólo quiero que seas feliz aquí en Chaville. ¿Quieres que pasemos a por unos dulces para tus hermanos?

—Los mimas demasiado —protestó, aunque sus ojos golosos decían lo contrario.

Colette revolvió el pelo de Gwen (¡Cielos, ya era más alta que ella!) con gesto amistoso y continuaron el paseo. Pero no podía evitar preocuparse porque alguien se pudiera dar cuenta del don de la chica, igual que lo había descubierto ella.

A la vuelta a casa se encontró con un mensaje de Eloise de Ferdeine, invitándola a tomar el té al día siguiente porque necesitaba hablar con una amiga. Colette tuvo que releer dos veces el mensaje. Aún recordaba como Eloise le había confesado en Dupois que lo había hecho con Jacques, su chabacana respuesta («Jacques es un mojabragas; mucho te has resistido») y la posterior charla que le dio sobre métodos anticonceptivos, pero de ahí a amiga… Entre intrigada y perpleja, aceptó la invitación.

*****

El motivo por el que Eloise necesitaba a una amiga ya lo vimos. El segundo acto se desarrollaba en esos momentos, no muy lejos de allí. Los Ferdeine, recordemos, comían con los D’Aubigne. A esas horas, Jacques llegaba a casa de sus padres, encontrándose a su hermana Julie en la escalera de entrada, aún sin vestir. Al ver a su hermano, bufó.

—Ya era hora. Madre está histérica y ha mandado un criado a buscarte al apartamento. Entra, entra, a ver si así puedo vestirme en paz.

Jacques la miró con cara despreocupada.

—No he podido llegar antes, tenía que hacer unos recados. Ve a vestirte, que vas tarde.

Luego, fue en busca de sus padres. Los reunió y les soltó la gran noticia, tan directo como de costumbre, sin anestesia. Su madre se derrumbó en el sofá, casi necesitando sales, mientras su padre le daba palmaditas en la espalda, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Voy a la bodega, a por coñac para el postre.

Jacques se arrodilló junto a su madre y la tomó de la mano.

—Madre, no es para ponerse así. ¿No te alegras por tu hijo?

—Oh, hijo, claro que me alegro. Pero te veía siempre tan distante con ella que pensaba que nunca darías el paso. —Lo miró con gesto de sospecha—. Lo diste tú, ¿verdad?

—Ya veo lo que pensáis de vuestro hijo —contestó entre risas—. Así es. Ayer conseguí reunir el valor para hacerlo y aunque tenía mis dudas con su respuesta ha aceptado gratamente

—Ay, que me da. Voy a decirle al jardinero que prepare un ramo para ella. Pero, ¿qué flores? ¿Qué color? Ah, ¿qué le vas a regalar? Prepararemos un ramo a juego.

—Ayer vi que tenía una amatista con un vestido azul. Quizá la lleve también hoy, así que…

Jacques se las apañó para tranquilizar a su madre mientras revisaba con ella los preparativos de la comida. Al cabo de un rato de frenética actividad, apareció Julie, ya arreglada.

—Déjelo ya, madre, que los invitados están al llegar. —Les lanzó un beso desde la puerta del jardín—. Saldrá todo bien. Me llevo el cabriolé.

—¿Julie ha sido amable conmigo? —se sorprendió Jacques—. ¿A dónde va?

—Ha quedado con unas amigas. Dice que no quiere molestar. Es un encanto. Para el centro de la mesa, ¿te gusta más éste o éste otro?

Los Ferdeine llegaron ni cinco minutos después de que se fuera Julie. Eloise estaba algo ruborizada y, por como saludaron sus padres, estaba claro que ella no les había contado nada. Preguntaron a Jacques por el viaje a Arkángel y la aventura de los piratas (¡Cómo no!) y disfrutaron todos de unos minutos de charla distendida durante el aperitivo.

En un momento, los dos jóvenes consiguieron perderse por el jardín.

—¿Cómo estás, después de lo de ayer, querida? —le preguntó Jacques.

Eloise sonrió, nerviosa.

─Quería disculparme. Creo que te grité mucho ayer —le tuteó, seguramente por primera vez, Eloise.

—No tienes nada que disculpar. —Jacques le acarició el hombro con delicadeza—. Los nervios son normales en estas situaciones tan importantes.

Miró en dirección a sus padres y continuó:

—No les has dicho nada aún, ¿cierto?

—No. Mi madre estaba tan pesada esta mañana que no he querido estropearle la sorpresa.

—Cuándo crees que será el mejor momento? Sólo conozco estás cosas por óperas y teatros.

─¡Ah! ¿Y te crees que yo tengo más experiencia en esto? ─repuso ella, con los brazos en jarras.

—Tranquila, tranquila —se defendió él—. Lo haremos ahora y pasamos la vergüenza rápido.

Se acercaron los dos a sus padres, cogidos de la mano. Julie madre, al verlos, casi se cayó de la silla, cortando la conversación que tenía con la madre de Eloise.

—Señores de Ferdeine, queridos padres —empezó Jacques—, Eloise y yo tenemos que comunicaros algo importante. —Se aclaró la garganta para deshacer el nudo que sentía—. Ayer, durante la velada en palacio, le pedí a vuestra hija que se casase con este humilde servidor y ella aceptó. —Miró con una gran sonrisa a Eloise y luego se volvió hacia el padre—. Señor, os pido vuestro permiso ahora para poder cumplir con mi petición y casarme con ella.

Los padres de Eloise se quedaron con la boca abierta. Los de Jacques, no cabían en sí del gozo. El padre de la joven fue el primero en reaccionar y avanzó para estrechar la mano de su futuro yerno.

─¡Maldición! ¡Claro que sí, hijo! ¡Ah, qué ganas tenía de que llegara este día!

La madre abrazó a su hija primero, luego a Jacques y, por último, a Julie madre. Se cruzaron felicitaciones entre los padres y se escapó alguna lágrima.

Se sentaron a la mesa a comer, sin dejar de hablar del tema, claro. Los padres de Eloise preguntaron por cómo fue la pedida. Eloise se sonrojó y le lanzó una mirada asesina a Jacques, donde el joven pudo leer una clara advertencia. Luego, compuso una sonrisa encantadora a su madre.

Jacques contó la historia tal cual debiera haber sido: un jardín idílico, la música llegando desde el interior, la luna iluminando la escena… y ni una mención a las dudas, ni a los gritos, ni a las alusiones a sus correrías.

En los postres, los respectivos padres comenzaron a planificar la pedida de mano oficial en Dupois, momento que aprovecharon los dos jóvenes para escaparse al jardín, más para templar los nervios que por estar juntos.

****

Julien se levantó temprano esa mañana de domingo. Tras un ligero desayuno, se acercó dando un paseo a la iglesia donde los Dunois eran enterrados desde hacía generaciones. Se acercó a la capilla lateral y depositó un ramo de flores sobre la losa que cerraba la cripta. Luego, se arrodilló en el banco más cercano.

—Perdón por el retraso, viejo amigo —musitó—, me surgió algo en el viaje. Pero aquí estoy, y tengo algo que contarte…

Y fue contando al inquisitivo silencio que le respondió como se había enamorado de la hermana pequeña de su mejor amigo.

—Aún tengo que contárselo a mis padres, claro. Quiero hacer las cosas bien con ella. Se lo merece. Pero antes de eso, quería que lo supieras. Espero que me des tu bendición, amigo. A cambio, te prometo que dedicaré mi vida a hacerla feliz. No sé si será suficiente, pero es todo lo que tengo.

Suspiró y quedó en silencio, rememorando aquellos felices tiempos pasados. Recordó una de las últimas veces que habló con Jean Baptiste, antes de que estallara el asunto de la criada que terminara con Julien en la Citadelle de Beaufort. Había ido a casa de los Dunois a recogerlo para salir de fiesta. Noel se le había pegado como una lapa, enseñándole un libro. Colette apenas había asomado la cabecita por el pasillo, observándolo desde lejos.

Al salir, Jean Baptiste le advirtió:

—Ni se te ocurra mirar a mi hermana.

—Tiene unos ojos muy bonitos —contestó, para picarlo. Era una niña delgaducha, copia exacta de su hermano. No había nada que mirar. Además, era ella la que observaba—. Te la cambio por Jacques. ¿Cómo lo ves?

Julien volvió al presente con una sonrisa melancólica. No hacía aún cinco años de aquello. ¡Las vueltas que daba la vida!

Salió de la iglesia cuando las campanas empezaban a llamar a misa. Volvió a su casa a repasar los informes que había escrito sobre el viaje: tenía comida con el marqués de l’Aigle Couronné y debía contarle tantas cosas, desde la operación de Arkángel hasta el misterio de Pálias, y sin olvidar la nave voladora de Lucrecio. Pero, antes, escribió una nota a Michel interesándose por el estado de salud de su padre.

La conversación de Julien con el marqués de l’Aigle Couronné no fue muy distinta a la que había mantenido Michel con el marqués de la Tour d’Azur esa misma mañana, después de misa: por una parte, hablaron de la inestabilidad política y económica que provocaban las erráticas políticas del emperador, detrás de quien muchos veían la mano de la Sumo Arzobispo Eljared. El asunto de la seda shivantense sólo había sido la primera crisis; los edictos imperiales estaban trastocando equilibrios de poder y rutas comerciales y eso, en Gabriel, causaba la quiebra de familias poderosas, así como el enriquecimiento de otras. Pero se trataba de una loca lotería que sólo traía incertidumbre.

—Es mucho más grave de lo que esperaba. No podemos seguir así eternamente, a expensas de los caprichos de… la suerte —dijo Julien, muy comedido. Michel, en la misma situación, fue más directo y antiimperialista. Claro que su marqués le había contado que había algo más oscuro en los movimientos imperiales: agentes encubiertos del emperador o de Eljared estaban buscando artefactos de poder, entrando en viejas ruinas selladas y agitando avisperos que estarían mejor si continuaran en el olvido. Incluso, se habían interesado por lo que apareció bajo la ciudad vieja. No habían conseguido entrar, pero seguían por ahí algunos peones suyos, husmeando como sabuesos.

—Tiene sus cosas buenas —contestó el marqués de l’Aigle Couronné a Julien, atacando los salmonetes a la sal—. El archicanciller ha conseguido que el Consejo apruebe su plan de modernización del ejército y varias casas han pedido permiso para armas barcos y tropas. ¡Menos mal que volvieron con Dragunov!

Sobre el ataque pirata a Eburah, le prometió una reunión con el capitán del puerto para que expusiera en detalle su informe. ¡Esos malditos podían envalentonarse y posar sus ojos en Chaville, la Joya del Mar Interior! Aunque, sin duda, lo que más le impactó fue la existencia de la nave voladora de Lucrecio. El informe estaría esa misma noche en la mesa del archicanciller.

Tras la comida, fue a casa de sus padres. Llegó a tiempo de felicitar a la feliz pareja y a los Ferdeine y llevarse una puñalada de Eloise («…Aunque me resulta extraño que se case el hermano menor antes que el mayor»). Cuando se fueron los Ferdeine y estando sus padres achispados y felices, vio su propia oportunidad para atacar.

Los reunió, cerró la puerta para no ser molestado y les dijo:

—Padre, madre… Sé que hoy es el día de Jacques, pero no quiero dejar seguir pasando el tiempo sin hablar de mi futuro. Y en él hay una chica que me gustaría que me acompañara.

Su madre aplaudió.

—¡Ah por fin te has decidido! ¿Quién es? ¿La hija de …? ¿La sobrina de …? —Fue enumerando las chicas que estuvieron en la última fiesta de cumpleaños de Julien. Al ver que su hijo no decía que sí con ninguna, siguió—. Cielos, ¿no será…? Pero, ¡si está prometida!

—Me temo que a aquella a quien pertenece mi corazón no fue a mi cumpleaños, sino que se quedó en casa, esperando —una ligera pausa, un último instante de duda, antes de responder… Y cuando lo hace, se le llenó la boca con su nombre—: Colette Leclair.

—¿De Dunois? Pero, hijo… Su salud es frágil. Es posible que no pueda darte hijos. O, peor, que… —Se le quebró la voz y no pedo continuar—. Cielo, sé que el amor es ciego y le hace creer a uno que todo lo puede. —Se volvió hacia su marido, pidiendo apoyo, que respondió poniendo cara escandalizada, parte cómica, parte seria—. ¡Recapacita, por favor!

—Hemos vivido muchas cosas en este viaje, y he visto como avezados marineros echaban su primera papilla en medio de la tormenta, mientras ella conservaba la cabeza y el estómago, con energía incluso para cuidar de los que estaban peor.

Su madre refunfuñó por lo bajo, nada convencida.

—Ésa es otra. He oído que se especializa en cirugía. ¡Esos no son estudios para una dama!

—No veo deshonra ninguna en ellos, y, sin embargo, es posible que no me hubiera fijado en ella de otro modo. Al margen de que, si no fuera por sus estudios, es posible que hoy no tuvierais ningún hijo varón que casar —suspiró y sonrió a su madre—. Los tiempos cambian, madre, y estoy seguro de que no será la única, sólo… de las primeras.

Julien padre puso la mano en el hombro de su esposa.

—Te han derrotado, querida.

Luego, se volvió hacia su hijo con gesto serio.

—No creo que te guste escucharme, hijo, pero involucrarte con esa familia puede traerte graves disgustos. Y más ahora, que tienes tu carrera militar y parece que te sonríe la buena fortuna. Esa familia, y me refiero tanto a los Leclair como a los Mazet, son un escándalo latente. Las peleas por el título de conde de Dunois te arrastrarán a ti también. Puedes verte envuelto en un gran escándalo en cualquier momento, pues los rumores no dejan de crecer. Y tu carrera… Los Mazet tienen fuertes contactos con el ejército, podría perjudicarte.

—Yo también tengo contactos y padrinos, padre, y ven mi trabajo en Arkángel. En teoría, no puedo contaros nada, pero… —Sacó una cajita de su bolsillo, la abrió y la puso en la mano de su padre—. El archicanciller me hizo entrega de esta medalla en persona. No creo que puedan influir tan fácilmente en mi carrera.

Dio a sus padres unos instantes para que vieran la medalla antes de recuperarla y guardarla de nuevo en su bolsillo.

—Conozco la historia de esa familia y los pleitos que mantienen por el título —continuó— y, aun así, estoy dispuesto a involucrarme. Los Mazet nunca han tenido las de ganar, pues es el legítimo heredero quien ostenta el título, y cada día cuentan con menos munición. Es más, si me dais vuestra bendición con esto, los Mazet tendrán aún menos a lo que agarrarse, pues es bien sabido por todos que los D’Aubigne siempre apuestan por el caballo ganador.

Su padre lo miró largo rato antes de decir nada. Luego, se encogió de hombros.

—Bueno, tú eres más cercano a la familia. Has conocido a los tres hermanos y has pasado mucho tiempo con ellos. Supongo que conocerás cosas que yo ignoro.

Julien asintió.

—Soy el mayor. Es mi responsabilidad elegir bien. Y estoy convencido de que así ha sido. —Se llevó la mano al pecho—. Mi corazón lo ha hecho. Esto es lo que he aprendido de vosotros, y eso es lo que quiero hacer, pero quiero que me deis vuestra bendición. Os aseguro que no os arrepentiréis.

Pareció que la madre iba a replicarle, pero el padre le puso otra vez la mano en el hombro.

—Tienes razón. Eres el mayor y es responsabilidad tuya. Tienes nuestra bendición y nuestro apoyo.

Una sonrisa feliz iluminó el rostro de Julien. Abrazó a sus padres con cariño. Vio entonces que la mano de su padre en el hombro de su madre tenía más de presa férrea que de simple gesto. Quizás por eso la madre no había seguido protestando.

—Aún queda una botella de coñac —dijo el padre, tras el abrazo.

—Pues brindemos.

Julie se enteró de todo durante la cena. Como no podía ser de otra forma, le decepcionó la elección de su hermano.

*****

El lunes fue un día triste, pues se enteraron de la muerte del padre de Michel. Colette se acercó con sus padres a casa de los condes de Gévaudan a dar el pésame a medio día. Luego, por la tarde, acudió a su cita con Eloise de Ferdeine. Iba ella sola, así que tomó el cabriolé de la familia.

El palacete de los Ferdeine era una casa no muy grande, pero rodeada de un jardín impresionante. Al llegar, Colette se fijó en los guardaespaldas de la familia: un par de hombres de espada, que más parecían matasietes que criados, sin librea y de mirada torva. Antes de que llegara frente a la puerta, uno de ellos entró y salió al punto un criado para abrir, solícito, la portezuela del coche.

Eloise debía estar esperando su llegada, porque apareció por el vestíbulo antes incluso que el mayordomo, agarró a Colette de la mano y la arrastró a sus habitaciones… algo que no había hecho ninguna otra chica, aparte de Chloé. No se quedaron en la antecámara: la llevó al dormitorio y la hizo sentarse en la cama, para encaramarse ella a continuación y abrazar una almohada como si fuera un escudo. Colette ocultaba su sorpresa tras una máscara sonriente. ¡No tenía tanta confianza con Eloise! Empezaba a preocuparse. ¿Habían sido infructuosos sus consejos sobre métodos anticonceptivo?

—¡Me ha pedido que me case con él! —soltó Eloise.

Colette abrió los ojos tanto como la boca, se encaramó a la cama y se aferró a otra de las almohadas. ¡El mundo se había vuelto loco!

Eloise cogió aire y continuó como un torrente, hablando a toda prisa:

—Quiero decir… Yo le presioné, porque mis padres están muy pesados y el hijo del conde de Malache decía cosas muy feas de él y le dije cosas muy feas y… —y fue contando lo ocurrido en la noche del recital.

—Espera ¿dices que le reñiste, le acusaste de mujeriego y te pidió matrimonio? —interrumpió Colette—. Pues sí que debe estar enamorado: Jacques no es de los que se dejan presionar.

—Eso hace que me sienta peor… —murmuró Eloise, mordisqueando nerviosa el encaje de la almohada.

****

El martes se reunieron todos los amigos, por primera vez desde su regreso a casa. Fue un encuentro triste, en la catedral, en el funeral del conde de Gévaudan. Colette aprovechó para felicitar a Jacques cuando lo vio. Luego, buscó a Chloé para sentarse con ella. Seguía aún débil, pero mucho mejor que cuando la viera el sábado. Su piel casi había perdido el tono enfermizo y las ojeras apenas se notaban.

Estaba triste por Michel y sentía la impotencia habitual en estos casos. Colette, por supuesto, compartió con ella el notición del año, el compromiso entre Jacques y Eloise. Chloé a duras penas ahogó el grito de sorpresa. Continuaron cotilleando, con Chloé a duras penas aguantándose la risa y con Colette estirando el cuello para localizar a Julien.

Lo vio conversando, primero con su padre, luego con el de Chloé, apenas a un banco de distancia.

—Últimamente, habla mucho con mi padre —le comentó a su amiga, señalando al joven—. Me escama lo que pueda traerse entre manos.

—Quizás quiera hacer como en el ajedrez, cuando un peón promociona a dama, y quiera pasar de amante a prometido —le susurró Chloé.

El rubor le subió a Colette hasta las orejas. Miró escandalizada a su amiga, para luego dejar escapar un largo suspiro.

—Ojalá, pero temo que sus padres no estén muy de acuerdo en que eso ocurra. A mi madre le encanta Henri.

Chloé hizo una mueca de horror cómico.

—¡Cielos!

Julien terminó de hablar con el señor de Carbellac y saludó a las chicas, esperando invitación para unirse a ellas. Chloé se movió para dejarle sitio entre las dos.

—Gracias, Chloé. Colette… Me alegro de veros. ¿Estabais hablando de vuestros planes para la semana que viene?

—Le contaba la gran noticia de Jacques. Ayer estuve con Eloise y me dio la buena nueva.

—Supongo que era demasiado pedir mantener la exclusiva dos días… —rio Julien—. ¿Cómo estáis?

—Me voy recuperando. ¡Aún siento que estoy en un barco! —contestó Chloé.

—Ojalá supiera como ayudarte con eso Chloé —dijo Colette, que se sentía culpable por el estado de su amiga. Luego, suspiró, resignada—. No quiero sonar como una ingrata o una insensible, pero, después de tanto estrés, pasar a la inactividad es… aburrido.

Chloé le dio un empujón, es decir, empujó a Julien para que éste empujara a Colette, medio enfadada, medio en broma.

—Inactividad, dices. Una vida normal, sin quebrantar la ley ni ser perseguidos por piratas, querrás decir.

—Tengo una idea para pasar estos días sin piratas y muy lejos del mar. ¿Continúo?

Les contó que le habían dado un permiso de tres semanas y les propuso pasar esos días lejos de Chaville. Las invitó a las tierras de su familia, Aubigne, lejos del ajetreo de las ciudades y, sobre todo, en el interior.

Colette sonrió. Sabía que había un interés oculto en esa visita. El año anterior, Julien no había encontrado nada en los archivos familiares sobre su… condición. Pero entonces no tenía aún los documentos que ella encontrara en la biblioteca de la Universidad. Más de una vez el joven le había confiado las ganas que tenía de volver a ir y cotejar fechas y nombres. La curiosidad también la aguijoneaba a ella y aplaudió la idea. A Chloé también le gustó la idea y hablaron de llevarse a Marie, la hermana de Michel, y de cómo convencer al propio Michel.

Tras el funeral, el grupo se separó. Chloé y sus padres se unieron al cortejo al cementerio, lo mismo que Julien y los suyos; Jacques desapareció, posiblemente para verse con Eloise y disfrutar de los pocos momentos que quedaban antes de que se volviera a Dupois; y Colette volvió a casa con sus padres. Iba pensando en el viaje a Aubigne, cuando un comentario de su madre hizo descarrilar sus pensamientos.

—Me he encontrado a Henri de Saint Michel en el funeral —le decía— y lo he invitado a tomar el té esta tarde.

—¡Madre!

****

Henri fue puntual. Tan enorme como siempre, con esa mata de pelo rojizo y rizado que lo hacía parecer coronado de un halo en llamas y su inconfundible voz, tronante y sonora, llenándolo todo. Susurrar debía ser un concepto incomprensible para él. Vestía su habitual atuendo de caza, sencillo y algo ajado.

«Espero que esta mañana llevara algo más apropiado», pensó Colette.

El criado que lo había recibido y acompañado al saloncito hizo una reverencia y se retiró. La madre de Colette, tras saludar a Henri y preguntar por su padre, también salió. Aquello erizó los pelos de la nuca de Colette. ¡Era muy indecoroso que la dejara a solas con un pretendiente! Temiendo lo que iba a ocurrir, saltó como un resorte tras su madre, a tiempo de impedir que ésta cerrase la puerta. Le lanzó una mirada asesina, se aseguró de que la puerta quedaba bien abierta y volvió con un Henri que parecía no haberse dado cuenta del enfrentamiento entre madre e hija.

Tras los saludos iniciales, el joven le entregó a Colette un ramo de flores. Era un ramo peculiar, una mezcla hecha no sin gracia, pero sin las flores perfectas en formas, colores y vitalidad que podían obtenerse en las mejores floristerías de Chaville. Al olfato era más armonioso que a la vista, pero aun así…

Henri observó como Colette escrutaba el ramo y carraspeó, algo azorado.

—Son flores de mis tierras. Las recogí yo mismo ayer, cuando me enteré de vuestra vuelta.

La declaración pilló a Colette por sorpresa y le hizo ver a Henri con ojos más amables. ¡Era la primera vez que alguien cogía flores con sus propias manos para ella! Se sentó y ofreció a Henri té y pastas. Oh, tuvo que volver a contar la historia del viaje otra vez, pero las preguntas del pelirrojo fueron distintas a las que le habían hecho antes. Le preguntaba mucho por sus decisiones y los porqués tras ellas, lo que hizo que ella misma reparase el viaje, viéndolo como algo de lo que aprender para el futuro. En definitiva, la velada fue mucho más agradable de lo que esperaba y se dio cuenta de que el grandullón le caía simpático.

*****

Al día siguiente, otro joven se acercó a tomar el té a casa de los condes de Dunois: Julien Lafleur. Colette estaba de compras y no se enteró. En todo caso, el joven había quedado con su padre, tras un intento previo que tuvo que ser cancelado por la muerte del conde de Gévaudan.

Se reunieron en el despacho del conde. Él, con el mismo aire entre pensativo y ausente que mostraba desde la vuelta de Colette; Julien, intentando controlar su nerviosismo. Tomaron el té y hablaron de la muerte del padre de Michel y de la situación de Chaville. Cuando Jean Baptiste le ofreció un licor, Julien se aclaró la voz y pasó a lo que le había traído allí.

—¿Recordáis el día que vinisteis a mi casa a pedirme que vigilara a Colette?

El conde de Dunois asintió.

—Fue en primavera. Colette nos reveló que estaba enamorada, pero no dijo de quién. Acudí a vos para pedir que fueseis su carabina, pero os negasteis por vuestro trabajo y me recomendasteis a vuestro hermano Jacques. —El rostro de Jean Baptiste se ensombreció. El puñetazo en la mesa de Colette había llevado a la familia al borde de la rotura. Unos meses muy tensos, seguidos de la desaparición de la joven a manos de los piratas y su milagrosa vuelta. Jean Baptiste había tenido tiempo de reflexionar y se arrepentía del episodio de la carabina. Del supuesto amado nunca se había sabido nada y estaba convencido de que había sido una invención de su hija, para forzarlos a él y a la madre a pensar en su futuro.

—Debo pediros disculpas por aquello. No fui sincero en mis motivos para negarme. —Respiró hondo y continuó—. Yo sentía algo por Colette. Si hubiera aceptado, me habría aprovechado de vuestra confianza.

Jean Baptiste frunció el ceño. No le gustaba aquella confesión. Julien casi podía sentir las sospechas y dudas que cruzaban su mente.

—Yo no estaba preparado para confesar mis sentimientos —continuó el joven—. Si ya había alguien en el corazón de Colette, ¿qué podía hacer yo, salvo apartarme? —Aquello suavizó el ceño del conde—. Pero estas semanas pasadas, el ataque de los piratas y el naufragio, me han hecho darme cuenta de que la quiero más que a mi vida y estoy dispuesto a presentar batalla. He hablado primero con mis padres, porque creo que estas cosas hay que hacerlas como es debido y vengo hoy a pediros que me permitáis cortejar a vuestra hija.

El conde de Dunois lo miró un largo rato antes de contestar. Quizás recordando el escándalo que hizo que su familia enviara al joven lejos de Chaville. O las semanas pasadas por Colette sola, en compañía de Michel, de Jacques y de Julien. A lo mejor lo evaluaba como candidato, un heredero a título de conde y conocedor de los secretos de la familia Leclair, comparándolo como el otro pretendiente, favorito de su mujer, Henri Bullion de Saint Michel. O lamentaba que, al intercambiar papeles Noel y Colette para ocultar la enfermedad de aquél, los rumores sobre la supuesta salud enfermiza de Colette habían ahuyentado los pretendientes hasta el punto de que, cumplidos la joven los veinte, sólo dos habían llamado a su puerta.

Con todo eso, y puede que más, en la cabeza, el conde estuvo, como decimos, un rato sin contestar. Luego, dio dos grandes suspiros y asintió.

—Si ella está de acuerdo, me parece bien —dijo, ante el gozo de Julien.

—En ese caso, si me lo permitís, me gustaría decírselo.

—Hoy ha salido con su madre. Podréis hacerlo mañana. Porque supongo que vendréis a acompañarla a casa de los Carbellac, como de costumbre.

Y, al día siguiente, Julien se presentó con un gran ramo de rosas rojas y aguardó el pie del coche. Colette, al ver el ramo, lo entendió todo. Dio un grito y bajó corriendo las escaleras. Se aguantó como pudo las ganas de abrazarlo y tomó el ramo, dejando que él la tomara de la mano para dárselo. Se miraron con una expresión de felicidad tal que el cochero volvió el rostro, ruborizado.

En la entrada, Odile, al ver la escena, quiso decir algo, pero su marido le cortó el paso, cerrando la puerta con suavidad.

—Está enamorada, ¿no lo ves?

*****

Noel llegó por fin el viernes. Venía desde Dupois en barco, siempre más cómodo que la diligencia, y desembarcó pasada la hora de comer, cansado y hambriento. Aquella tarde se reunió toda la familia, en una cena temprana. Y Colette, cómo no, se vio obligada a contar otra vez la aventura de los piratas. Una versión muy resumida, haciendo gestos a Noel de «ya te daré los detalles luego». Y así lo hizo cuando estuvieron los dos solos, en las habitaciones de ella, donde le contó hasta lo vivido en la isla de Pálias.

—¡Estáis locos! ¡Podríais haber muerto! ¡Varias veces! —exclamó Noel.

—¡Chist! ¡No tan alto! —susurró Colette—. Me ha costado varios días tranquilizar a mamá y no me apetece que se entere de lo mal que estuvieron las cosas en realidad. Y mucho menos de cómo de metida estuve en todo.

—Mejor que no, porque en ese caso te ataría a la pata de la cama y no volvería a dejarte salir de casa en lo que te resta de vida.

Colette no respondió a la provocación, sino que se puso seria y lo miró fijamente.

—Tengo que contarte… —Respiró hondo antes de seguir—. He decidido no tomar tu puesto nunca más. No vestirme de ti ni hacerme pasar por ti en fiestas y reuniones. Que te sustituya cuando tienes una crisis sólo es una huida hacia delante. Nuestros padres tienen que entender que tienes que vivir tu vida, que yo no puedo hacerlo por ti y que todo esto también me pasa factura.

Noel se sorprendió, pero menos de lo que esperaba Colette. Una sonrisa triste le afloró en el rostro. ¿Vida? ¿Qué vida? Pero su hermana no era la que debía cargar con el peso.

—Después de la que montaste en primavera, esperaba esto. Supongo que madre también y por eso se dio tanta prisa en buscarte un pretendiente. —Y señaló con el pulgar el ramo de rosas rojas.

Colette se puso colorada. Ya no había escapatoria.

—No son de Henri —dijo con un hilo de voz.

Eso sí sorprendió a Noel.

—¿Tienes un nuevo pretendiente? ¿Los hijos del canciller de Dupois vuelven a la carga?

Colette negó con la cabeza.

—Son de Julien. Le ha pedido permiso a papá para cortejarme.

Noel se tensó ante la respuesta.

—¿Julien? ¿Nuestro Julien? No, ni hablar. ¡No pienso permitirlo! Ahora mismo hablo con padre para que le retire el permiso.

Colette corrió a sujetarlo.

—¡Tú no vas a hablar con nadie y no te vas a meter en esto! ¿Me oyes? Yo le… ¡me gusta mucho! ¡Y no voy a dejar que lo estropees!

—Hermanita, cualquiera menos él. Te hará infeliz, sé cosas.

—¿Qué cosas? –Por un instante, Colette temió que su hermano conociera el secreto de Julien. Pero, ¿cómo?

—Tengo los diarios de nuestro hermano. Julien es un mujeriego, con una larga lista de conquistas a sus espaldas. No te será fiel.

—Por todos los dioses, Noel. Hablas de cosas que ocurrieron hace 4 o 5 años. Julien ya no es así.

—No puedes saberlo. Si hubieses leído lo que yo, no te acercarías a él ni con un palo.

—Claro que lo sé. He viajado a su lado en varias ocasiones. Te recuerdo que, en el viaje a Ourges, me hacía pasar por ti y, por lo tanto, no tenía que esconderse para hacer lo que quisiera. Mientras Jaques y Michel se iban tras cada falda que veían (¡y en una ocasión tras la misma!), él jamás lo hizo.

—Pero tenía muchas amantes.

—Y supongo que nuestro hermano también. ¿Habrías ido a darle el mismo aviso a la muchacha a la que estuviera cortejando?

—No es lo mismo: tú eres mi hermana.

—Y tú mi hermano y sé que, al menos, tienes a Sara Lupe como amante. Sin contar a la sobrina de la duquesa de Ribérac, que algo te traes con ella. Y, bueno, algún escarceo que otro que has tenido por ahí. Y no por eso pienso que vayas a hacer infeliz a la mujer con la que te cases.

—Colette, no lo entiendes…

—¡Basta! Te lo voy a decir lo más claro que puedo. No soy ninguna niña tonta, me gusta Julien y tengo claro que voy a casarme con él. – Ella suspira y baja el tono para proseguir – Noel, él me hace feliz. Sabe quién soy de verdad, se ha enfrentado a sus padres por mí y ha tenido el valor de hablar con papá.

—No voy a conseguir que cambies de opinión ¿verdad?

—No.

—Está bien, espero que te trate como mereces o yo mismo lo mataré.

Colette sonrió con ternura y se dejó abrazar por su gemelo. ¿Se habría puesto igual Jean Baptiste en esa situación? Seguro que no: él habría ido en busca de su mejor amigo con intención de matarlo.

Noel se separó de ella, pero sin soltarla.

—Yo también tengo algo que contarte. Espera. —Se levantó y cerró las ventanas, pese al calor que hacía. También echó el pestillo a la puerta de la antecámara y empujó a su hermana hacia el dormitorio.

—Hermano, me asustas.

—Las paredes oyen y no quiero que nadie se entere, ni los criados ni nuestros padres.

Colette se sentó en la silla del tocador. Noel se acuclilló en el escabel, junto a ella, y continuó en tono conspirador.

—Mientras estabas fuera, descubrí algo que explica el comportamiento de nuestros padres. —Se cuidó mucho de decir que había sido Irène quien le había puesto los documentos sobre la mesa—. Parte de la demanda de los Mazet se basa en que nuestro abuelo es ilegítimo.

—¡Eso es absurdo! Los retratos demuestran lo parecidos que eran él y su padre. Los Mazet no pueden ir diciendo que son falsificaciones.

—No es eso: ponen en duda que fuera hijo de la bisabuela. Afirman que fue hijo de una criada.

—Eso es aún más absurdo. Si eso fuera así, la bisabuela jamás le habría permitido usar el apellido Leclair cuando el bisabuelo lo desheredó.

—Pienso lo mismo. Pero los Mazet tendrán testimonios y documentos, nada firme (aún tenemos el título), pero supongo que a nuestros padres les aterroriza que mi enfermedad les dé aún más munición.

—Lamentablemente, es muy difícil demostrar que es mentira, al igual que lo contrario.

—Tal vez no. Encontré una gacetilla de La Roche donde se mencionaba la muerte por una extraña enfermedad de una joven Leclair hace cien años. Creo que debía ser tía de la bisabuela. Los síntomas que menciona el artículo son similares a los míos. Si fuera una enfermedad de la familia de nuestra bisabuela, ¡el que yo la tenga demostraría que el abuelo era hijo legítimo!

»Me quedé unos días en casa de los Leclair en La Roche, investigando. ¡Por eso he llegado tan tarde! ¿Te acuerdas de la mansión? Padre y madre siempre les hacían una visita cuando íbamos al balneario. Por desgracia, sólo estaban los criados. Fueron muy amables, pero no sabían nada. Todos los archivos familiares, me dijeron, están en la casa principal, en sus tierras. Y, ¿sabes dónde están sus tierras? ¿No? Yo tuve que preguntarlo y, cuando lo vi en un mapa, me llevé una gran sorpresa. ¡Son vecinos de los D’Aubigne!

Colette ahogó un grito.

—¡Qué coincidencia! Julien nos ha invitado a todos a pasar unos días en sus tierras, para olvidarnos del mar y los piratas.

—¡Tengo que ir! —saltó, febril, Noel—. Dime que la invitación me incluye. Debemos ir a casa de los Leclair. Quizás estén ahí las respuestas que necesitamos. ¡Que maravillosa coincidencia!

Qué coincidencia, sí, volvió a pensar Colette, mientras un regusto amargo le subía a la boca. Cien años… cien años hacía del duelo entre el hermano del conde d’Aubigne y De la Croix. ¿Se trataba en verdad de una coincidencia o la enfermedad de Noel y el don de Julien estaban relacionados?

Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy, 2×06. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Completamos aquí la larga sesión de Discord (ha sido un duro trabajo de edición, cortando mucho, uniendo partes y cambiando tiempos verbales). Juro que cuando empecé esta campaña no esperaba que se convirtiera en una historia romántica.

Aunque me resultara agotador, reconozco que nos permitió trabajar en profundidad los personajes, cerrando tramas (Michel), avanzando otras (Jacques) y poniendo en marcha algunas que pedían su oportunidad desde hacía tiempo.

2 comentarios para “Baile de máscaras – La vuelta a casa III

  1. Después de un año de relación secreta, muchas aventuras jugándose el tipo y que casi salte la liebre un par de veces, al fin, parece que los tortolitos van a poder estar juntos. Eso sí, si alguien piensa que el tema está cerrado, que se lo piense mejor, pues entre tanto secreto, maldiciones élficas, intrigas, enemigos, amigos, pretendientes, hermanos y sospechosas coincidencias… El espectáculo sigue estando garantizado.
    Cubano, no seas malo.

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