Baile de máscaras — Viaje inesperado

Julien Lafleur no pegó ojo esa noche. Daba vueltas por el dormitorio como un león enjaulado. ¿Habrían conseguido sus amigos sacar a los Dragunov de su casa? Se le ocurría mil fallos en el plan, mil cosas que podían haber salido mal. Si había ocurrido el desastre y estaban muertos o presos, no se enteraría hasta varios días después, a su llegada a Eburah. Y eso, con suerte.

Así, sumido en funestos pensamientos, fue pasando la noche y llegó la mañana del sábado. El servicio del hotel llamó a la puerta para servirle el desayuno. Esto le devolvió a la realidad. No podía hacer otra cosa que ceñirse al plan. Su diligencia partía a media mañana hacia Yirath y Eburah. No tenía ni un momento que perder.

Llegaron cuando había pedido ya al conserje que le buscara un coche y mandara recoger sus maletas. Dos agentes de la Orden del Cielo, de paisano, con gesto serio.

—Necesitamos hablar con usted acerca del señor Andrei Dragunov.

Necesitó de todo su autocontrol. Apenas eran las 9 y ya habían llegado hasta él. ¡Algo no había salido bien!

—Que sea breve: he de tomar una diligencia.

El mayor de los agentes se rascó la nuca.

—Sobre eso, señor, debemos pedirle que no abandone Arkángel mientras dure la investigación.

Julien suspiró sonoramente, pero los invitó a pasar al saloncito y a tomar asiento.

—¿En qué puedo ayudarlos?

Fue un interrogatorio educado, pero interrogatorio, al fin y al cabo. Le preguntaron por la cena y por los días anteriores.

—Sobre mis reuniones con el señor Dragunov —dijo, cortando el interrogatorio al rato—, sólo puedo decirles cuándo, dónde y con quién más se celebraron. No me pregunten por su contenido: fueron acuerdos comerciales que afectan a mi gobierno. El contrato se firmó el jueves y anoche tuvimos una cena de celebración y despedida, como les he dicho. Pueden consultar el contrato en la embajada de Gabriel, siguiendo los cauces oportunos. Y, ahora, ¿me quieren explicar qué ocurre? ¿Le ha pasado algo al señor Dragunov?

El oficial lo miró un momento y cerró su libreta.

—Andrei Dragunov fue secuestrado anoche, mientras volvía de la cena. También lo ha sido el resto de su familia. Y el oficial que comandaba su escolta ha sido asesinado.

Un torbellino de emociones sacudió a Julien. La agitación no pasó desapercibida para sus interrogadores, que esperaban encontrar quizás un comportamiento más frío que denotara su implicación.

—Es un testigo importante —continuó el otro agente— y necesitamos poder cotejar con usted los resultados de nuestra investigación. Por eso le pedimos que no abandone Arkángel.

Por supuesto, la embajada protestó de forma oficial. Y Julien agitaba el contrato firmado con Dragunov en cada entrevista o interrogatorio que tuvo que soportar esos días.

—Miren —decía—, yo tengo un contrato firmado por el que mi gobierno iba a comprar un gran número de armas diseñadas por el ingeniero Dragunov. Era un contrato muy lucrativo y, para mí, iba a suponer un ascenso. No hay nadie más interesado que yo en que recuperen a Dragunov.

Al final, le dieron permiso para partir. Tres días después. Demasiado tarde: para cuando llegara a Eburah, sus amigos ya habrían partido.

De nada servía pensar en ello. Terminó de arreglar sus asuntos en la embajada, adquirió pasaje para la primera diligencia de la mañana y volvió al hotel ya anochecido. Antes de entrar, lo abordó un tipo que estaba fumando recostado contra el costado de un coche de alquiler, junto a la puerta. Era un hombre de piel clara, aunque curtida por el viento y el sol. Por las ropas, el cochero.

—¿Teniente Lafleur? —Tenía un fuerte acento, con una forma peculiar de llevar las consonantes.

Julien lo examinó de los pies a la cabeza. Saludó, por educación y por liberar el brazo derecho de la capa por si tocaba tirar de espada, tocándose el ala del sombrero.

—¿Quién pregunta?

—Mi jefe quisiera hablar con usted, señor. Verá, lo hicieron muy bien. Sus chicos, digo. Nos levantaron el paquete delante de nuestras narices. Una jugada fantástica, ya lo creo. —Levantó la mano para tranquilizar a Julien—. Oh, no tenemos mal perder. No buscamos revancha. Pero a mi jefe le preocupa el futuro del señor Dragunov y, como usted es el responsable, le gustaría que le diera algunas garantías. Si fuera tan amable de venir conmigo. Su equipaje ya está en el coche.

Julien no contestó. Miraba por el rabillo del ojo, buscando a los compañeros del cochero. Necesitaba saber a cuántos se enfrentaba.

—Le prometí a una guapa chica que no le tocaría un pelo —dijo Sorensen, adivinando la intención del joven—. Me gustaría cumplir mi palabra, señor.

Julien se encogió de hombros tras pensar un momento, recompuso la capa y aceptó que Sorensen le abriera la puerta del coche. El falso cochero saltó con agilidad al pescante, tomó las riendas e hizo al caballo ponerse en marcha.

*****

El piafar del caballo al detenerse despertó a Julien. Por un momento, se sintió desorientado, mientras recordaba dónde estaba. Bajó del coche sin esperar a que Sorensen le abriera la puerta. La noche olía a campo y tierra húmeda tras la tormenta veraniega de la tarde. El cielo seguía cubierto y no se veían ni luna ni estrellas. A lo lejos, marcaba la línea del horizonte un resplandor que debía pertenecer a Arkángel.

Una sombra con la voz de Sorensen se materializó a su lado.

—Por aquí, señor. Lamento no poder ofrecerle una luz, pero el terreno es firme.

Cruzaron una explanada hasta que una sombra más oscura se cernió sobre ellos. Un granero, quizás. Delante, una escala de cuerda firmemente anclada al suelo con estacas se perdía en la oscuridad.

—Tenga cuidado con la subida, señor. Yo me encargo de su equipaje.

Sin más opción, trepó por la escala. El edificio era alto para ser un granero. Debía tratarse de un viejo molino de viento, sin aspas. Para su sorpresa, la escala no provenía de la parte alta del edificio. Cuando vio que lo había dejado por debajo, sintió como se le hacía un nudo en el estómago. Sobre su cabeza había una sombra oscura que se confundía con el cielo. Siguió trepando.

De la sombra surgieron unas manos que lo ayudaron a entrar en lo que fuera aquello. Notó metal y madera suave. Una voz con un acento similar al del cochero le guio.

—Por aquí, señor. Cuidado con la cabeza.

Una sensación de estrechez. Una puerta se cerró a sus espaldas. Dejó de sentir el húmedo aire nocturno. Ahora era consciente del murmullo artificial de fondo y del calor que irradiaba el suelo enmoquetado. La figura que lo acompañaba lo empujó contra la pared al alargar el brazo. Oyó el inequívoco clic de un picaporte.

—Cuidado con la luz, señor.

La puerta daba a un amplio salón alargado, iluminado con una tenue luz roja. A ambos lados había varias mesas cubiertas de planos, sextantes, compases, reglas de cálculo y otros útiles de navegación. Cortinas tupidas cubrían las paredes y, supuso, las ventanas. Era una estancia extraña y espartana: metal y madera. Las mesas estaban atornilladas al suelo, lo mismo que los bancos de mimbre y tela que las rodeaban, que parecían haber sido diseñados pensando más en la ligereza que en la comodidad.

El hombre que lo acompañaba salió tras el del pasillito y se cuadró. Era un marinero. No reconoció el uniforme, pero estaba impecable y el hombre también estaba aseado, con el pelo corto y la barba afeitada.

El marinero no esperó a que le devolviera el saludo. Pasó delante de él y le guio cruzando el salón. Abrió otra puerta y siguió por un pasillo muy estrecho, de paredes recubiertas de madera. El pasillo tenía puertas a ambos lados, con placas con nombres en ella. Al final había otro salón, éste a dos alturas y con el extremo redondeado. Cubría también las paredes frontales con cortinas. Un marinero montaba allí guardia. Al verlos llegar, salió por una puerta a la derecha. Volvió al poco, acompañado por un oficial. Éste despidió al marinero que había acompañado a Julien, que se volvió por el pasillo. Luego, se acercó al joven.

Era un hombre de mediana edad, moreno y de rostro afable. El uniforme estaba arrugado, como si hubiera estado durmiendo o dormitando con él puesto. Las tres franjas iguales de sus galones lo identificaban como capitán de fragata. El árbol con el lobo a sus pies del escudo lo identificaba como de Lucrecio. Cuando habló, su acento era más neutro.

—Bienvenido a bordo, teniente Lafleur. Soy Jeffrey O’Hare, comandante del Ícaro —le saludó, estrechándole la mano—. Por favor, tome asiento. Es tarde para una cena, pero confío en que tomará un desayuno tempranero conmigo.

A su señal, el marinero que lo había traído desapareció por una puerta disimulada. Al momento, se oyeron ruidos de utensilios de cocina. Ellos dos se sentaron en una de las mesas del salón, que debía ser una zona de esparcimiento. El mobiliario era de mimbre y madera y estaba atornillado al suelo, como el del otro salón.

—Disculpe, señor, pero, ¿qué tipo de nave es ésta? —preguntó un Julien que no salía de su asombro—. ¿Cómo está encima de un molino?

O’Hare rio.

—Entiendo su extrañeza. Es una nave muy especial. Navega por el aire como sus primas lo hacen por los mares y los ríos. Podemos ir a dónde queramos, ya sea a los confines del océano o al pueblo más oculto en el centro del continente. —Julien no pasó por alto la amenaza—. Ah, aquí tenemos el desayuno.

Llegaba el marinero que, en un momento, dispuso la mesa: un fino mantel con el escudo de Lucrecio en su centro, cubiertos de acero, copas de base ancha y tallo corto y tazas de porcelana. Trajo café recién hecho y leche. También una jarra de agua y otra, más pequeña, de ron. Pan del día anterior tostado con mantequilla y dos tipos de mermelada. Y luego, oh, gloria bendita para el rugiente estómago de Julien, que no comía nada desde el mediodía anterior, unos filetes de tres dedos de grueso, acompañados de huevos y puré.

Tras bendecir la mesa, O’Hare atacó el desayuno con evidente hambre. Julien tampoco se contuvo. El comandante evitó hablar de la presencia de Julien allí y, durante unos minutos, conversaron sobre los teatros y salas de concierto de Arkángel y de Chaville.

—Su equipo lo hizo muy bien levantándonos al señor Dragunov —le espetó O’Hare a Lafleur cuando vio que el joven casi había acabado con su bistec.

«Ya está», pensó Julien. «Así me convierto en rehén para un intercambio».

—Trasmitiré sus felicitaciones a mi equipo cuando los vea —consiguió articular.

—Uno de mis hombres está especialmente molesto y lo he tenido que encerrar cuando se enteró de que vendría usted a bordo. Lo veo comprensible, teniendo en cuenta que es hermano del señor Dragunov. Sin embargo, yo me alegro de que su gente lograra sacar a la familia sin violencia. Mi equipo habría entrado por la fuerza y eso hubiera provocado un conflicto muy feo, ¿no cree?

—Entonces, el resultado de esa noche nos vino bien a los dos. Seguro que también podemos llegar a un acuerdo satisfactorio esta noche.

O’Hare sonrió y le llenó la copa a Julien. Un dedo de ron, tres de agua.

—Me está malinterpretando, señor Lafleur. No le he traído para negociar nada. A mí no me interesa el señor Dragunov. Me interesa el bienestar del señor Dragunov. Para su gobierno será mucho más útil su talento que para el mío, no tenga usted duda. Y sé que en Gabriel la Iglesia no tiene la influencia que pueda tener en Abel. Pero si su destino en Gabriel es el mismo que el de Arkángel, vivir encerrados en una casa… —Dejó la mano en el aire.

—En absoluto —negó Julien—. Tendrán que acostumbrarse a vivir en una pequeña ciudad, pero no tendrán restringidos sus movimientos. Le puedo asegurar que no me hubiera involucrado en esta misión ni hubiera traído a mi equipo si las condiciones para la familia Dragunov no fueran buenas.

—Es la respuesta que esperaba oír. Sé que lo cumplirá. Y ahora usted sabe que puedo ir a comprobarlo cuando quiera. Me queda pedirle un favor: en el futuro no dudo que el señor Dragunov… Quiero decir, que mi señor Dragunov querrá saber de su hermano. Confío en que hará lo posible para que puedan verse.

Consultó la hora en un reloj de bolsillo.

—Amanecerá dentro de poco —anunció—. No podemos quedarnos más tiempo aquí. Estoy aún en deuda con usted, pues su equipo capturó y liberó ileso a uno de mis hombres, pese al riesgo que eso suponía para usted. ¿Quiere que le dejemos en algún sitio?

—Bueno… debía tomar la diligencia para Eburah a las 9.

—¿Eburah, dice usted? Nos coge casi de camino. Haré que Sorensen suba su equipaje y le prepare una cabina. También puede quedarse en el salón y disfrutar del paisaje. Pero no salga de esta ala, por favor.

El comandante se levantó, dando por terminado el desayuno, le dio la mano y salió por la misma puerta por la que entrara. Ahora que estaba clareando, Julien pudo ver que daba a un pasadizo exterior que llevaba a otra estructura.

El marinero que había preparado el desayuno volvió a aparecer para retirar la mesa. Apagó luego la luz roja y descorrió las cortinas, dejando al descubierto grandes ventanales. Julien se asomó. A su derecha, una estructura de madera, metal y cristal con una vaga forma de barco colgaba bajo lo que parecía un enorme balón gris ahusado. Él se encontraba en lo que parecía un segundo casco, más pequeño. El suelo y la sombra del molino estaban treinta o cuarenta metros por debajo. Notó como se le inquietaba el desayuno.

Apareció Sorensen por el pasillo de popa. Debía haber subido por la misma escala que él.

—Buenos días, señor. He dejado su equipaje en la segunda cabina de la derecha. El baño está al fondo, cerca de la escotilla por la que subió. No dude en pedir al marinero de guardia lo que necesite. Yo me voy al catre, pero usted debería quedarse a ver el amanecer. Merece la pena.

Y tanto que mereció la pena. Nunca olvidaría Julien su primer viaje en dirigible: el lento cabecear, ganando altura; el Sol, saliendo por encima de las nubes; los campos y ciudades, tan minúsculos allá abajo; y el cielo azul e infinito, al alcance de la mano.

El dirigible voló hacia el sur durante algo más de tres horas, cubierto por una capa de nubes que se dispersaba con rapidez, devorando kilómetros y kilómetros, hasta sobrevolar la gran masa forestal de Avalbane, uno de los mayores bosques del mundo. Descendió casi hasta rozar la copa de los árboles más altos, lo que provocó murmullos de inquietud entre los marineros que, a esa hora, desayunaban en el salón. Para entonces, Julien ya se había dado cuenta de que el vuelo de la aeronave tenía mucho de instrucción, con cadetes aprendiendo a manejarse en aquel monstruo.

Moviéndose sobre las zonas más tupidas de Avalbane, la nave giró hacia el este. En algún punto de aquel mar verde, pararon.

—Nos gusta movernos de noche, para que no puedan vernos —le informó Sorensen cuando se volvieron a ver por la tarde, después de dormir ambos—. Si el comandante ha decidido hacer el vuelo hasta Avalbane a plena luz del día ha sido por usted, señor, para que pudiera ver el paisaje. —Julien no dijo nada, entendía la amenaza velada del comandante—. Ella estará de un humor de perros; menos mal que no tengo nada que hacer en el Centro —dijo, señalando al otro fuselaje.

»El comandante me ha pedido que le diga que seguiremos el vuelo de que anochezca y le dejaremos lo más cerca posible de Eburah de madrugada. Debería poder estar allí al alba.

¡Al alba! ¡Iba a hacer en un día lo que en barco o diligencia le hubiera llevado cuatro o cinco! ¡Qué maravilla de invento! Esperaba que no le pidieran guardar secreto sobre el viaje, iba a necesitar contárselo a alguien.

Tal y como le habían dicho, lo despertaron de madrugada para que recogiera sus cosas. Tuvo que descender por la escala, aunque Sorensen tuvo la deferencia de bajar primero con su equipaje. A pie de la escala se despidieron.

—Siga por este camino y no se despiste, señor, que el Delta es traicionero. ¡Buena suerte!

Tomó Julien el camino a buen paso, mientras echaba cuentas. Colette y los demás, según el calendario previsto, debían llegar durante la mañana, así que pensó en dirigirse a la casa alquilada por el hermano de Michel, que era el punto de reunión que habían acordado.

El alba le sorprendió aún en los arrabales. Y con las primeras luces del sol, oyó el retumbar de un cañón. Luego, el de un segundo. Y, tras unos instantes de silencio, el ronco bramido de una andanada completa. ¡Eso no eran salvas! Echó a correr tan rápido como pudo.

En la ciudad cundía el caos. La gente se asomaba a las ventanas. De la dirección del mar venían huyendo muchas personas, algunas aún con sus ropas de dormir. Las descargas de cañón eran cada vez más espaciadas. Paró a uno de los fugitivos para averiguar qué ocurría.

—¡Los piratas! ¡Los reyes piratas! ¡Están desembarcando!

Baile de máscaras, campaña para Ánima Beyond Fantasy, 2×03. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar).

Coda a la aventura de la extracción para que Alcadizaar pudiera disfrutar de un rato de juego, con cameo del Ícaro y de su comandante que nos sirve, de paso, para juntar al grupo en el momento en que unos inoportunos piratas aparecen para fastidiarles el viaje de vuelta a casa.

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