Baile de máscaras — Susurros

Dejaron atrás la aldea maldita de Grausse tan pronto pudieron. El sacerdote Daniel Magloire ofició el funeral por los dos fallecidos, Johanne Chéron y Roger Parmentier; confiaron las posesiones de ambos, rescatadas del caos del campamento, al alcalde y le encomendaron también dar parte de sus muertes, aconsejándole no mencionarles para evitar problemas con el conde de Malache. Las muertes fueron achacadas a un oso herido y furioso que irrumpió en el campamento y ahí quedó todo.

Los de la aldea no se habían visto tan afectados por la oscuridad del monolito y tampoco el padre Daniel, que había pasado casi todo el tiempo en la aldea, ocupándose de la iglesia. Grausse no tenía párroco y era costumbre que el de Ourges se pasara una vez al mes o así, pero del viejo Bertin no sabían nada desde octubre, lo que inquietaba al joven sacerdote.


De Grausse a Ourges había un día de marcha para un buen andarín: una senda que apenas permitía el paso de un carro cruzaba el bosque y los montes que separaban el cauce alto del Carignan del valle de Sibrud, donde se asentaba el pueblo de Ourges. Contrataron a un arriero de Grausse que hacía la ruta del valle, un tipo parlanchín al que no parecía importarle mucho el desastre del molino y sí el tener compañía para cruzar los bosques.

—La Bestia acecha en lo más profundo del hayedo. He visto el reflejo del sol en sus escamas de plata, ¡oh, sí! Y las huellas de sus garras —bajó la voz y siguió, en tono conspirador—. Sé que al señor Parmentier y a la señora Chéron no los mató un oso. Lo sé, porque vi las escamas de plata ayer por la mañana, alejándose del campamento. ¿Qué otra cosa habría espantado a los zigeuner? Un oso para ellos sólo sería comida.

La mañana transcurrió así, bajo un bosque de pinos con algunas zonas de hayas en el que era muy fácil imaginarse a una bestia infernal tras cada roca, oculta en las covachas o acechando entre los altos helechos del fondo de las cañadas. Después de comer se adentraron en el valle: granjas aquí y allá, zonas de cultivos y de pastos, líneas de chopos marcando los cauces de los riachuelos y el ladrido de los perros al pasar. Bajo el sol de la tarde, era un remanso de paz que volvía aún más irreal los sucesos de Grausse.

Alcanzaron Ourges al caer la noche. Con unas cien casas en el casco urbano y numerosas granjas cercanas, era la principal población de la parte baja del valle. Estaba a la vera del camino, acurrucado contra la montaña, al otro lado del río Davel. Cruzaron el viejo puente de piedra y se dirigieron hacia la posada que se levantaba a su lado. Su tamaño denotaba su importancia. No habían cruzado la cancela cuando un mozo salía ya del edificio principal a recibirlos.

La posada estaba aún en temporada baja y con un personal reducido: la dueña, una hermosa viuda llamada Laora, y un matrimonio de mediana edad con sus dos hijos. Parroquianos tampoco había muchos y la llegada de los jóvenes los convirtió en el centro de atención. Por fortuna, Daniel Magloire, conocido del matrimonio y de alguno de los presentes, absorbió todo el protagonismo y nuestros cuatro amigos pudieron retirarse pronto a descansar. Vino, comida caliente, un baño, sábanas limpias y un colchón recién vareado fueron las recompensas al largo día de marcha. ¿Qué más podían pedir?

*****

Al día siguiente, en el desayuno, tocó hacer planes. Ellos habían venido a Ourges a hablar con los padres de Simon, el asaltante de Eloise de Ferdeine. Eso, descansar unos días y hacerse con unas monturas era su único interés en el pueblo. Bueno, y buscar al hermano de Johanne Chéron para entregarle el diario de su hermana, la única posesión de la fallecida que no habían dejado en Grausse. Como no querían levantar la liebre, en el caso de que hubiera alguna, con preguntas indiscretas, decidieron seguir usando al sacerdote Daniel Magloire: lo acompañarían en sus indagaciones sobre el paradero de su maestro, lo que les permitiría ser presentados a los habitantes el pueblo.

Acompañaron así a Daniel en su visita al alguacil Colinet, un hosco hombre de cincuenta y tantos años que olía a alcohol incluso a esa hora de la mañana. Saludó sin alegría al sacerdote y apenas dedicó un gesto de cabeza a sus acompañantes, pero no tuvo inconveniente en contestar a las preguntas.

—El viejo Bertin se fue volviendo cada vez más arisco, más ermitaño, sobre todo desde la marcha del joven Daniel —les contó—. Cada vez pasaba más tiempo en el bosque, en la casa de la ermita, y sólo bajaba al pueblo para dar misa y comprar provisiones. A finales de otoño desapareció. Llevábamos sin verle unos días, así que la joven Morgaine se acercó a la ermita, pero no lo vio. Dio aviso y organizamos una batida. Sólo encontramos huellas de lobo y un jirón de su abrigo. —Sacudió la cabeza—. Seguramente tuvo una mala caída y fue víctima de las fieras. Esperábamos encontrar sus restos con el deshielo, pero aún no ha sido así.

Las noticias dadas por el alguacil coincidían con lo contado la noche anterior por Laora y los parroquianos. Desde que en Grausse le contaron la falta de noticias del párroco, Daniel había temido hallar una tumba en Ourges, pero no estaba preparado para estas noticias.

—¿Por qué no avisasteis al obispado?

La sorpresa del alguacil parecía genuina.

—Si mandamos a Martin, el marido de Astrig, la molinera, a Dupois en marzo. Al verte pensé que venías a sustituir a tu maestro.

Julien apretó hombro del sacerdote. Era lo mismo que les habían dicho la noche antes en la posada.

—¿Conoces el camino a la ermita? —le preguntó, una vez se hubieron alejado del alguacil.

El sacerdote negó con la cabeza. Mucho tiempo y un bosque poco amigo de extraños.

—¿Y la joven de quien hablaba el alguacil? —apuntó Michel.

—¿Morgaine? Es una niña, hija de Bel, la ganadera. —Daniel esbozó una sonrisa triste, absorto en el pasado—. Prefería llevar la comida a los pastores a aguantar las lecciones de su padre.

Los cuatro jóvenes se miraron entre sí.

—Esa tal Bel, ¿tiene caballos? ¿Para vender? —preguntó Jacques. Habían evitado sacar el tema, pero necesitaban monturas para ir más allá de Ourges y en el valle no había casa de postas.

—Oh, sí. Y vacas, ovejas, cabras… Es una de las familias más importantes del pueblo.

—Pues vayamos a verlos. Le pedimos a Morgaine que nos guíe a la ermita y le compramos monturas a sus padres —terminó Julien, tomándole del brazo.

Ourges, con el sur en la parte superior. En verde, la linde del bosque/monte. En azul, los cursos de agua. 1. La posada del Oso borracho. 2. La herrería de Jard. 3. La plaza del pueblo (iglesia, ayuntamiento, herbolario…). 4. La casa de Bel y Joël. 5. El molino de Astrig. 6. La ermita (por ahí). 7. El castillo abandonado de Sibrud. 8. La granja de los padres de Simon (aprox.).

La casa de Bel era una gran casona de dos plantas, situada en las afueras. La cerca indicaba que la pradera tras la casa y cruzada por un pequeño tributario del Davel también les pertenecía. La señora de la casa resultó ser una mujer robusta de rostro sonrosado, de las que lo mismo te agasajan con un pastel de manzana insuperable que te vuelven la cabeza del revés de un sopapo. Su marido, por el contrario, era un hombre delgado, de nariz aguileña y gafas de montura de oro que olía a libros viejos.

Ambos recordaban al sacerdote y lo recibieron con efusividad y expresando sus condolencias por su maestro. Morgaine no estaba en casa (había ido a llevar la comida a los pastores), pero prometieron avisarla a su vuelta para que estuviera disponible para llevarlos a la ermita al día siguiente. Negociaron también la compra de monturas, pero no tenían arreos para vender y les recomendaron acudir a una comerciante llamada Koleta, una zínner que se había establecido en el pueblo hacía tres o cuatro años.

Así pues, aparcaron el asunto de Bertin hasta el día siguiente y dedicaron la mañana a las compras. La tienda de Koleta estaba bien provista. Casi todo era de segunda mano, pero en buen estado. Compraron no sólo sillas y bridas: también mantas, ropa para sustituir la rota tras las aventuras vividas, cantimploras… todo lo que creyeron que podían necesitar para el viaje hacia Le Drac.

A la vuelta de la tienda había una herboristería regentada por un hombre de mediana edad, apocado y asustadizo, llamado Padrig. Pese a su aspecto, era un hombre instruido y aplicado y tenía su tienda, lo más parecido a una botica que podían encontrar por la zona, bien provista. Colette recorrió los estantes embelesada (algunas plantas y preparados sólo los había visto en libros de texto) y aprovechó para reponer los suministros del maletín que le había proporcionado el doctor Besson.

Mientras estaban en la herboristería, aparecieron por allí tres críos: una muchacha pecosa y de aspecto frágil que rondaría los catorce o quince años y dos niños rubios, uno de seis o siete años y el otro algo mayor. Los niños, unos pillastres, entraron gritando y riendo, ignorando las llamadas de la que parecía su hermana.

—¡Gwen! —llamó el herbolario—. Oí lo de Didiane. ¿Tan difícil fue el parto?

La muchacha rodeó a Jacques mirándolo de reojo y se acercó hasta el mostrador.

—El niño venía de lado. ¡Las ovejas son más fáciles! —contestó con desparpajo.

Colette hizo como que se interesaba por el contenido de unos frascos, mientras seguía, entre escandalizada y divertida, la conversación. Escuchó los pormenores del parto y la situación de la madre mientras la chica iba pidiendo plantas y preparados al herbolario, sintiéndose un poco como un profesor en un examen oral. Cuando la joven se hubo marchado, arrastrando a sus hermanos, le preguntó por ella al herbolario.

—Un poco joven para hacer de matrona, ¿no?

El herbolario rio.

—Joven o no, es una bendición para el pueblo tenerla entre nosotros. Sus padres eran él médico y ella veterinaria y Gwen aprendió de ambos desde bien chica. Tiene un talento natural.

—¿Eran?

—Murieron hace dos años y no tenía parientes que se hicieran cargo. Pero, ahí la ve, luchando, sacando a sus hermanos adelante y sin perder la sonrisa.

Tras las compras, fueron a comer y a descansar un rato, con idea de ir luego a casa del hermano de Johanne Chéron. Justo antes, les entró reparo de entregar un libro de contenido desconocido y decidieron echarle un vistazo. Se encontraron un diario normal, hasta llegar a la construcción del molino. Incluso en una lectura superficial vieron la lenta caída a la locura de la mujer, que les recordó su propio viacrucis:

El molino es para ellos, ¡maldita sea! ¿Por qué se niegan a trabajar en él? Son piedras, por el Amor de Dios.

No me gusta el capataz que ha contratado Roger, no me parece buen profesional.

Maldito Roger. ¿A qué juega, contratando a esos zíngaros? Bueno es que nos traigan los materiales para la obra, pero no valen como albañiles.

Llevo varias noches con pesadillas, me cuesta dormir.

Maldito sea Roger y toda su familia. ¿Qué vería en el mi marido?

Roger está saboteando la obra, estoy segura. No es normal que se inundara así.

Me vigilan.

No recuerdo la última vez que dormí una noche entera.

Roger, Roger, Roger, así te pudras en el Infierno mil veces…

Es él, me ha traicionado. No es justo. Hice los sacrificios, comí de la Carne. ¿Por qué me hacen esto?

La última anotación les puso la piel de gallina. Era perturbadora.

Tras esto, fueron a casa del hermano. Quisiera él o no tener como último recuerdo de su hermana un registro de su caída en la locura, lo que sí sabían los cuatro jóvenes es que ellos no querían conservarlo consigo ni un minuto más.

Fue una visita breve. El sacerdote fue quién más habló. Dijo unas palabras de consuelo, entregaron el diario y se volvieron. La granja estaba casi a una legua del pueblo y, a la vuelta, se desviaron para visitar, guiados como siempre por Daniel, la granja de los padres de Simon, el asaltante de Eloise de Ferdeine.

—Entiendo que quieran hacer sus investigaciones, pero, por favor, recuerden que los padres no son culpables de los pecados de sus hijos y que ya es muy doloroso saber que no volverá.

—No se preocupe, padre —lo tranquilizó Julien—. Diremos lo menos posible.

El padre de Simon, Herbin, recibió la noticia con un silencio tormentoso. La madre, Ysolt, arrugaba nerviosamente el delantal.

—Mi pobre niño —repetía, aún incrédula.

—¿Sabe con quién frecuentaba o a qué se dedicaba en Dupois? —intentó indagar Julien.

—¿En Dupois? ¿Qué hacía mi niño en Dupois? Si él… —Y, otra vez, la mirada de Herbin la hacía callar.

¡Aquello no llevaba a nada! Jacques, exasperado, se levantó para marcharse.

—¿Y la guardia? ¿No hace nada por atrapar a los que mataron a mi niño?

—Señora, su hijo participó en el asalto a unas muchachas inocentes —estalló Jacques—. ¡No era ningún corderito!

Ysolt gritó. Herbin saltó hacia Jacques cerrando sus puños como mazas. Julien y Daniel a duras penas pudieron refrenarlo. Michel levantó despacio, tomó su sombrero y lo sacudió con teatralidad antes de ponérselo, atrayendo todas las miradas.

—Señora, entiendo lo que es el amor de una madre y comprendo su dolor, mas lo que ha dicho mi compañero es cierto. Simon se juntó con malas compañías que lo llevaron por un muy mal camino. Unas compañías —añadió, señalando con un leve gesto del mentón a una cabecita rubia que asomaba discreta por la puerta de la cocina— a las que yo no dejaría acercarse a una muchacha. Discúlpennos, no los molestamos más.

Sus compañeros no pusieron objeciones a la despedida. Aunque era indudable que ocultaban algo, veían en la férrea determinación de Herbin que no obtendrían nada.

Se equivocaron. Al salir, Ysolt se zafó de su marido, o puede que éste la dejara hacer lo que él no podía, y, en la pequeña entradita, le susurró a Michel:

—Simon fue a Chaville, a servir en una casa como mozo de cuadra. Eso es lo que nos dijo la señorita Trouvé.

—¿Quién?

—La señorita Trouvé. Es una amiga de Laora que trabaja en la academia de Astria. Ella se ha llevado a muchas chicas y chicos a Chaville para servir en casas. En casas. No… no… —La voz se le quebró en sollozos y retrocedió en busca de su marido.

Michel contó todo esto a sus amigos mientras abandonaban las tierras de la granja.

—Sabe más de lo que ha contado. El marido la impedía hablar —dijo Julien—. Tienen miedo. Lo he visto en los ojos de ambos.

—¿Es normal que los jóvenes del valle se vayan a la ciudad, padre? —preguntó Jacques.

—Bastante. Los hijos e hijas menores, sobre todo. Entran a servir en las mansiones de veraneo del valle o van a Dupois, a casa de algún pariente. Entre los chicos, no es raro que se vayan a los pueblos mineros: el trabajo es muy duro, pero los salarios son buenos. Pero es la primera vez que oigo que vayan hasta Chaville.

—Trouvé… El caso es que me suena ese apellido —murmuró, pensativo, Michel.

—La única Trouvé que conozco —dijo Colette, tras meditarlo un rato— es Liliane Trouvé. He visto anunciados seminarios suyos de economía y geopolítica y también ha escrito algunos libros. Creo que es profesora en Astria.

—Geopolítica… Hay que ver lo que enseñan en los internados de señoritas —rio Jacques.

—Astria tiene también estudios superiores —le cortó Colette—. Pero nada de eso explica la relación que hay entre Trouvé y la dueña de la posada.

—Puede ser la amistad entre una cliente habitual y su posadera: Ourges es parada en el camino a Astria, si no me equivoco —repuso Michel—. Pero, ¿cómo encaja la banda de La Víbora en todo esto? ¿Qué une a una banda de trata de mujeres, a una profesora universitaria y a la dueña de una posada en mitad de las montañas? Padre, ¿qué nos podéis contar de Laora?

Daniel se encogió de hombros.

—Llegó a Ourges pocas semanas antes de que yo me fuera. Ella y su marido. Eran de Moth, creo. Empezaron a trabajar en la posada, que entonces no se llamaba El oso borracho. Era muy guapa, tanto como ahora, y atraía a los hombres. Su marido era un buen hombre, muy religioso. Iba a misa y con él sí llegué a hablar. Anoche me enteré de que él murió, ella regenta El oso borracho y tiene como empleados a los dueños de la otra posada que había en el pueblo.

Hablando así llegaron a la fonda. Antes de entrar, Michel se volvió hacia sus compañeros.

—Dejadme a Laora a mí.

El sol se había puesto hacía rato y quedaban en el cielo las últimas luces del crepúsculo. Había bastante gente en el salón: antiguos conocidos de Daniel que se habían enterado de su llegada y querían saludarlo, vecinos con ganas de enterarse de noticias de Dupois y un par de milicianos.

Una guapa muchacha, uno o dos años menor que Colette, de piel bronceada y manos trabajadoras, se les acercó corriendo al verlos llegar.

—¡Madre mía, Morgaine, sí que has crecido! —exclamó el sacerdote al reconocerla.

Pidieron de cenar e invitaron a la hija de Bel. La muchacha llevaba un buen rato esperándolos, enviada por sus padres, y no puso pegas en guiarlos hasta la ermita al día siguiente. Era una chica muy leída y les bombardeó a preguntas sobre Chaville, Dupois y su viaje. La conversación, como no podía ser de otra forma, también versó sobre la bestia.

—Si preguntáis a los presentes —dijo, señalando a los parroquianos—, la mitad asegurará haberla visto o tener un primo o un hermano que la ha visto. Mienten. Del único que me creo algo es de un cazador de más al norte que me dijo el verano pasado que había visto como un reflejo de plata y luego encontró sus huellas.

»Las huellas… las huellas son otra cosa. Los pastores de mi padre las han visto en varias ocasiones y me las han enseñado. Son huellas como de lobo, pero del tamaño de las de un oso —susurró en tono conspirador.

—¿Y tus padres te dejan salir al monte con semejante monstruo cerca? —se interesó Colette.

—Las huellas no se ven cerca del pueblo. Y un animal solo rara vez ataca al hombre. Además, mis padres no creen que exista.

—¿Creéis que esa bestia pudo matar al padre Bertin? —preguntó Julien.

Morgaine empapó un buen trozo de pan en el estofado antes de contestar.

—No sé lo que pasó. No vimos huellas de la bestia ni de lobos esos días cerca de la ermita. Pero el padre solía adentrarse en el bosque y, además, era temporada de setas. Quizás se cayó o se tropezó con un jabalí o un oso, más allá de donde lo buscamos.

Así estuvieron un buen rato, disfrutando de la comida y de una entretenida sobremesa. Jacques, como no podía ser de otra forma, coqueteó con la muchacha. Los elegantes galanteos del joven, tan distintos a los modales de los jóvenes del pueblo, desarmaron a Morgaine. Cuando la chica, un rato después de que el sacerdote se hubiera retirado, anunció que se iba, Jacques se ofreció de inmediato a acompañarla ante la sonrisa socarrona de Michel.

Julien también salió al poco. Llevaba un rato observando a un fornido joven con el distintivo de la milicia al brazo (un pañuelo verde) que llevaba toda la velada rodeado de chicas que competían por servirlo y llamar su atención. El joven no les quitaba ojo de encima, o quizás era a Morgaine a quien vigilaba, y había salido de la posada justo después de que la chica y Jacques lo hicieran. La mirada que había visto en sus ojos no le había gustado nada, así que había tomado su espada y se había despedido de sus compañeros con un «Voy a asegurarme de que mi hermano no nos mete en más líos.»

Colette se retiró también. Estaba cansada y ardía en deseos de quitarse la venda que le oprimía el pecho. Por lo menos, en la posada tenía un cuarto para ella sola y podía relajarse sin miedo a ser descubierta.

Un ruido la alertó al poco de meterse en la cama. Se levantó con cuidado, apagó la luz y entreabrió la contraventana. Vio a Michel descolgarse de su cuarto y cruzar el patio hacia una ventana invitadoramente abierta del ala de la vivienda del servicio. Recordó que, durante la cena, Michel había estado más pendiente de Laora que de ellos, alabándola, ayudándola y tonteando con ella.

—Ya os vale. «Dejadme a Laora a mí.» «Te acompaño, que es muy tarde.» ¡Es que no podéis tener vuestras braguetas quietas!

Baile de máscaras, 1×05. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Primera parte de la adaptación (libre) de Susurros, módulo de José Manuel Palacios para Las sombras de Esteren. Le tenía ganas a este módulo desde hace tiempo, pero al final lo infrautilicé (a la hora de partida se me ocurrió cómo debía haberlo planteado… ¡qué se le va a hacer!). No es un El Dorado, pero nos ha dado un Río Lobo y material para alguna aventura más.

Nota: el 4 es, realmente, el aserradero. Pero apenas lo mencioné en la partida y aquí no aparece, así que nos vale como casa de Bel.

2 comentarios para “Baile de máscaras — Susurros

  1. La calma de este relato muestra sin duda que estábamos ya en el ojo del huracán. Tocará ponerse lo cinturones, porque ahora vienen curvas ~

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