Baile de máscaras — En casa del conde de Carbellac

En la tarde del 15 de marzo de 987, un jinete solitario entró en el parque de la mansión que el conde de Carbellac tenía en las afueras de Chaville, la capital de Gabriel, sobre una cala privada. No tenía nada de especial que llegara alguien, ya fuera a caballo o en carruaje, pues la casa del señor de Carbellac siempre estaba concurrida, ya fueran alumnos de su afamada escuela de esgrima, la Compañía de la Vera Cruz, alumnos de su mujer, que preparaba a los y las jóvenes para los eventos de la alta sociedad, o invitados, tertulianos y visitantes en general, que acudían a su biblioteca, sus simposios, conciertos y exposiciones.

El jinete vestía de uniforme. No los vistosos uniformes que se veían en la ciudad, con sus dueños pavoneándose envueltos en escarlata o azul: el suyo era de un sufrido pardo que podía ser confundido con el de una milicia o guardia de una pequeña ciudad. El ojo conocedor, empero, reconocería el tono como el usado por la infantería ligera, los cazadores u otros escaramuzadores, las únicas tropas de tierra del principado con experiencia real en combate, acostumbrados a lidiar con bandidos, contrabandistas y saqueadores de la frontera. La espada de hoja recta lo identificaba como perteneciente al primer cuerpo; su porte al montar y al desmontar, el aplomo con el que entregó las riendas de su montura al criado y se encaminó a las escaleras de entrada denotaban a alguien de noble cuna, acostumbrado a mandar y ser obedecido; la falta de galones vistosos indicaba, incluso antes de verle el rostro noble, apenas bronceado por el sol y el viento, que se trataba de un joven de veintipocos años, un alférez con poco tiempo en el ejército; y la forma en que escudriñaba los rincones con sus hermosos ojos verdes lo delataban como veterano.


Como decíamos, el joven militar habíase llegado ya a las escaleras de la mansión. El mayordomo se materializó en la puerta, como sólo saben hacerlo los mayordomos. Más alto que el joven, calvo y de grandes mostachos blancos, su rostro se ensanchó en una cálida sonrisa al descubrirse el militar. En cuanto lo tuvo a su altura, lo abrazó con gran familiaridad y le palmeó la espalda.

—¿Qué ven mis ojos? El señorito D’Aubigne en persona. ¿Cuánto hace? ¿Dos años?

—Tres, mi buen Jacob. ¿Está mi hermano?

—Como todos los jueves. Está arriba, en su clase. —Entraron los dos en la casa. Un criado tomó el sombrero y la capa del joven y otro le ayudó a cambiar las polvorientas botas de montar por un calzado más acorde—. Supongo que se quedará a cenar.

—No ha habido noche en estos tres años que no haya soñado con la mesa del conde de Carbellac, Jacob.

Tras despedirse el mayordomo, subió al primer piso por las grandes escaleras de mármol. Tomó el pasillo de su izquierda, dejando a la otra mano el ala de la familia. De uno de los salones salía el sonido de un piano y la voz severa de la señora de Carbellac. Tomó la siguiente puerta, al lado contrario, y entró en un salón de tamaño medio, despejado, con una pared cubierta de espejos. Una docena de jóvenes de trece a quince años, de blanco y con floretes, adoptaban las posiciones básicas de esgrima a la voz de uno de los instructores de la Vera Cruz. Durante unos instantes, contempló la clase con aire melancólico, hasta que el instructor reparó en él, saludándolo con la mano —había sido también profesor suyo— e indicándole una puertecita disimulada tras una cortina. Devolviéndole el saludo, D’Aubigne cruzó el salón y se llegó a la puerta. Llamó con suavidad y, sin esperar respuesta, entró.

Se encontró en un saloncito más largo que ancho, de paredes acolchadas y suelo cubierto por una gruesa alfombra. Estaban en él cuatro hombres. Dos, equipados con las pertinentes protecciones, cruzaban en esos momentos los aceros. El más alto de ellos era un auténtico torbellino. Su brazo y su acero se movían a una velocidad endiablada, acompañados de un mareante juego de pies. Pero en esa velocidad había aberturas y su oponente supo esperar y atacar.

—¡2 a 1! ¡Laffount gana! —exclamó el tercer hombre, un joven de la edad de D’Aubigne o un poco mayor, con el cabello negro recogido en una pequeña coleta y la zona de las uñas manchadas de tinta—. No sé cómo habéis podido seguir el ritmo de Lafleur. Yo no era capaz de distinguir su brazo, mucho menos su espada.

—Cuando uno se enfrenta a un oponente tan veloz, señor Duchamp, hay dos defensas posibles: experiencia o buenos sentidos. Y el señor de Gévaudan anda bien provisto de lo segundo —dijo el cuarto hombre, el más alto de la sala, de mediana edad y ojos azules y dulces. Sólo entonces reparó en el visitante—. ¡Ah, señor D’Aubigne, es un placer tenerlo de vuelta entre nosotros!

Los otros tres se volvieron hacia el recién llegado.

—Señor de Carbellac, me alegro de volver a verlo —saludó al mayor, para seguir con los otros tres—. Duchamp, Laffount, hermano.

Este último se quitó la careta y saludó, visiblemente incómodo. No podía negar la semejanza: los rasgos familiares estaban ahí, en una versión más fina y juvenil. Tenía el cabello igualmente castaño, pero largo, a la moda de Chaville, y ahora apegotonado por el sudor y sus ojos eran grises, no verdes, entre inquietantes y cautivadores, ensombrecidos por una nube de preocupación.

—No sabía que venías. ¿Están enterados padre y madre?

—He llegado hoy, con la posta. Les mandé un mensaje tan pronto pisé Chaville, avisando de mi llegada y pidiéndoles que me enviaran un caballo. Con el que he venido, pues supuse que estarías aquí.

—Entonces, estaréis fatigado, polvoriento y sudoroso —interrumpió el señor de Carbellac—. Lo mismo que mis pupilos. Id los cuatro a tomar un baño y luego bajad al Salón Azul, a tomar un tentempié antes de la cena.

Siguieron el consejo del señor de Carbellac y pronto estuvieron los cuatro disfrutando de una sauna y poniendo al recién llegado al día.

—¿Cómo está vuestro hermano? —preguntó a Duchamp. Eran amigos de antiguo. Los Lafleur, Julien, el mayor, y Jacques, el menor, eran hijos del conde d’Aubigne, uno de los títulos más antiguos de la zona de Chaville. Los Duchamp eran de Dupois. Fernand Duchamp padre, caballero, había querido que sus hijos recibieran la mejor educación posible en la universidad de Chaville. Como alojamiento, habían alquilado un apartamento a la familia Lafleur. Así, Fernand hijo se había convertido en un hermano mayor para Julien y Jacques. A su marcha, llegó Émilien. De edad similar a Julien, hicieron muy buenas migas, convirtiéndose en compañeros de correrías, juergas y tropelías. Por lo menos, hasta que los padres de Julien se cansaron de su hijo descarriado y lo enviaron al ejército, esperando que se reformara.

—Es un señor abogado en Dupois, con su propio bufete —contestó Émilien—. Cada poco intenta convencerme de que me asocie con él.

—A lo que nuestro joven amigo se niega, con mucho tino: es el procurador más joven de Chaville y tiene una prometedora carrera por delante —interrumpió el cuarto de la sauna, Michel Laffount. Era hijo de una familia de nuevos ricos. Su padre no los toleraba (decía que la tinta del título familiar, condes de Gévaudan, aún estaba húmeda). Quizás por eso Julien se hizo tan amigo de Michel, para fastidiar. Se conocieron en las clases de Carbellac. Por lo que él sabía, Michel se había criado fuera de Gabriel y tenía dos hermanos mayores: uno en la treintena larga y otro en la Iglesia. Michel también había sido compañero de francachelas. Un compañero terrorífico. Era guapo, muy guapo, sin resultar afeminado: piel blanca, manos finas, facciones regulares; el cuerpo bien proporcionado, que mantenía en forma, sin que el exceso de musculatura o su falta echasen a perder su percha; los ojos de un verde casi trasparente, rendijas de luz cuando entrecerraba los ojos. La naturaleza le había otorgado también una buena memoria y un hígado a prueba de bombas; sus padres, de una sólida educación. Ahora que pensaba en ello, resultaba alarmante que se llevara tan bien con su hermano.

—Llega en la diligencia de esta tarde —continuó Duchamp—: tiene que resolver algunas cosas. ¿Por qué no quedamos para almorzar? Será como en los viejos tiempos.

—Se lo podemos decir también a Leclair —sugirió Michel.

Un silencio triste cayó en la sauna. Durante unos momentos, los cuatro evitaron mirarse entre ellos. Más doloroso era para Julien. Tres años ha que se despidió de él, al partir al ejército. Luego, la carta. Jean Baptiste Leclair de Dunois, el cuarto del grupo, el mejor de todos ellos y el primero en partir. Y no de un duelo honorable, de esos de los que se componen coplillas. No: de una maldita mala caída de caballo. Pero, claro, Michel no hablaba de un fantasma.

—Noel, ¿no? Madre de Cristo. La última vez que lo vi tendría catorce o quince años. Un muchacho delgado y pequeño que costaba distinguir de su hermana, pura energía. Debe haber crecido un montón.

Los otros tres se miraron entre sí y no pudieron evitar la risa.

—Sigue igual de delgado e igual de bajito —apuntó su hermano Jacques—. Y de igual de igual que su hermana: como lleven abrigo, sólo los distingues por el peinado.

—Ha cambiado desde la muerte de su hermano. Sale poco. Casi no viene a las clases de esgrima. —Michel se encogió de hombros—. Supongo que el peso de ser ahora el heredero. A la hermana tampoco la vemos mucho, ahora que está estudiando Medicina.

—A las de baile sí viene más: esta tarde lo he visto —dijo Émilien—. Igual es que aprovecha para cortejar a la señorita de Carbellac.

Michel bufó.

—Esos son amigos de la infancia. Los tres: los dos Leclair y Chloé. Y no veo a Chloé saliendo con alguien que es un calco de su mejor amiga.

En estas, Émilien se incorporó para salir de la sauna. Julien le hizo un leve gesto a Michel que éste interpretó como que los hermanos querían estar solos, así que se disculpó y salió también. Ambos se vistieron y bajaron. Una vez en el vestíbulo, Émilien se dirigió a la salida.

—¿Cómo? ¿Nos dejáis?

—Disculpadme ante los señores de Carbellac. Ya he quedado esta noche.

—Con una mujer. —Al ver cómo el rubor subía al rostro de su amigo, Michel atacó a fondo—. ¡Qué callado os lo teníais! Apuesto a que ése es el motivo real tras las excusas de las últimas veces.

—¡Demonio, como para no! Ella es una auténtica dama y yo el hijo de un caballero. ¿Qué posibilidades tendría con vos y Lafleur acechando como tiburones? —Ambos rieron—. Esta noche ceno con ella y con su padre. Os la presentaré la próxima vez.

Hablando así, habían salido de la casa. Émilien tomó el caballo que le traía un criado y se despidió de su amigo. Michel espero a verle cruzar las cancelas y volvió al interior. Se dirigía al Salón Azul cuando unas voces que bajaban por la escalera le hicieron darse la vuelta.

—Señorita de Carbellac, señor Leclair —saludó.

*****

El salón de baile era la estancia más luminosa del primer piso, de grandes ventanales con las cortinas abiertas y una de las paredes cortas cubierta de espejo. Cinco jóvenes parejas bailaban un vals interpretado por una pianista bajo la severa mirada de la señora de Carbellac. Tres chicas sin pareja en un lateral cuchicheaban entre ellas sobre los bailarines.

Una pareja despuntaba sobre las demás: ella, de tez morena con algunas pecas, pelo corto, como el de un muchacho, graciosa naricilla respingona y ojos de un miel claro, casi del mismo tono que su piel, era más alta que él —los zapatos con algo de tacón de él lo disimulaban, pero no lo suficiente—. Los brazos torneados, las uñas romas y las marcas de cicatrices leves que se entreveían en sus muñecas y manos mostraban que, pese a su edad, aún era de las que trepaban a árboles y se deslizaban entre arbustos sin que ningún muchacho pudiera hacerle frente.

Él, por el contrario, era de piel blanca y sin manchas, de rasgos finos y manos delicadas con una elegante manicura. Miraba con concentración al frente, con unos hermosos ojos azules enmarcados por largas pestañas, mientras se mordía sin darse cuenta el labio inferior, un detalle de perlas entre coral. El cabello rubio lo llevaba largo, más de lo que marcaba la moda masculina, y recogido en una cola. Apenas medía un metro sesenta y su delgadez quedaba acentuada por la falta de anchura de sus espaldas, algo que ni las hombreras de su casaca de buen paño lograban ocultar.

Entre el aire de niño de la primera y el aspecto aniñado del segundo, no es raro que la pareja despertase los suspiros de las alumnas mayores, ya casaderas o incluso casadas.

En estas, el joven equivocó un paso. Su pareja le susurró al oído, con tono guasón:

—Cuidado, Colette. Recuerda que hoy llevas tú.

Terminó el vals y con él, la clase. Hubo corteses aplausos de agradecimiento a la pianista; la señora de Carbellac aprovechó para hacer algunos comentarios a varios alumnos y el resto fue saliendo camino de los baños. La pintoresca pareja se deslizó inadvertida al ala de la familia. Con la seguridad de quien vive ahí, la morena dirigió a su pareja a uno de los dormitorios. Allí, sin poder contenerse más, se echó riendo sobre la cama.

—Ya te vale, Chloé —protestó su acompañante con un mohín—. Bastante malo es bailar de hombre para, encima, aguantar que te metas conmigo.

—Lo siento, Colette. —Sus ojos no mostraban ningún arrepentimiento—. Me divierte verte vestida así, eso es todo.

La muchacha se levantó y se acercó a su compañera buscando ayuda para quitarse el vestido. El servicio había dejado preparado un par de jofainas, varios aguamaniles con agua templada y toallas: no era la primera vez que la chica vestida de chico terminaba allí después de clase.

—Voy a cumplir los dieciocho y ya mis padres están hablando de pretendientes y de bailes —continuó mientras se desvestía—. Hay días que te envidio.

—No es tan malo. Me tengo que dejar ver como mi hermano un par de veces en semana, y una es aquí —contestó Colette, desnudándose a su vez tras terminar de ayudar a su amiga. Lo mejor de esta ropa, pensó para sí, es que puedo vestirme sola. O casi—. Y la universidad es mucho más interesante que ir de bailes, teatros y tertulias. —Se calló al ver cómo la miraba Chloé.

—¿De verdad tienes para necesitar vendarte? —preguntó la morena con picardía.

Una almohada lanzada con pericia acalló sus risas. Colette, con cómicos aires de dignidad ultrajada, fue a la segunda jofaina a refrescarse y quitarse el sudor de la clase.

—Tú tendrías menos problemas para hacer de chico. En el fondo, casi que ya lo eres.

Mientras se secaba, Chloé se puso seria de repente.

—¿Cómo está tu hermano?

La frente de Colette se nubló.

—Ya está muy recuperado de su último ataque, pero el doctor Besson no quiere que salga hasta que no entre la primavera, por el frío. Está muy pendiente de Noel. Sin él, no sé qué habríamos hecho. Pero aún no sabe cuál es el mal que le aqueja. —Tomaron ropa limpia del vestidor, tan provista de ropa femenina como masculina y se ayudaron mutuamente a vestirse—. Con suerte, este verano podremos hacer él de él y yo de mí.

Salieron del dormitorio y se dirigieron al Salón Azul sin dejar de hablar. Desde las escaleras, vieron a Michel Laffount entrar en el vestíbulo.

*****

Los hermanos Lafleur quedaron en silencio al salir Michel y Émilien. Fue como si la temperatura de la sauna descendiera de golpe y el vapor se convirtiera en fría niebla de invierno. Finalmente, Julien rompió el silencio.

—Partí en cuanto leí tu carta. Por fortuna, me quedaba poco tiempo y me debían favores. ¿Es tan grave? —Ante el silencio de su hermano, que también le esquivaba la mirada, el corazón se le encogió—. Cuéntamelo todo.

Y Jacques habló. En tono monocorde y con la mirada perdida en su memoria. No fue una historia extraña ni nada que Julien no hubiera visto ya. Se hablaba de los bajos fondos de Chaville, pero las noches de la alta sociedad eran igualmente peligrosas. Matones con la sensación de impunidad que da el poder. Depredadores en la noche en busca de presas mientras los débiles, como en la naturaleza, buscan la protección de la manada. Y cuando una presa es aislada del grupo, el resto huye, ocultando su vergüenza y alegrándose por no haber sido ellos esa vez.

Y, a veces, otro depredador aparece para disputar la presa. O, en el mundo de los hombres, puede que para ayudarla. Ése había sido el papel de Jacques. Su hermano sólo tenía una cosa que reprocharle.

—Un duelo. ¿Por qué no lo retaste a un duelo?

—Ese desgraciado no se merecía un duelo —escupió Jacques.

—No por él, sino por ti. En un duelo puedes matar de forma legal. En un callejón oscuro, con un cuchillo, acuchillándolo una y otra vez… Eso tiene un nombre. Si llega a saberse… Si padre se entera…

—No se sabrá. No hay testigos.

—Hay uno: la chica, Véronique. Tarde o temprano, llegarán a ella. Más rápido, si se lo sonsacan a tus amigos (sólo necesitan averiguar quiénes ibais en el grupo e ir interrogando uno a uno) o, más lento, por lo que sepan los del muerto. Y ella hablará. —El hermano negó con vehemencia—. Hablará porque la amenazarán. O amenazarán a su familia. O la comprarán con oro. No puedes protegerla sin levantar sospechas y, por muy agradecida que pueda estarte, eres un extraño para ella. Nada os ata. Salvo… —hizo una pausa—. Salvo que os caséis. Entonces, no serás un extraño para ella, sino su familia. Te deberá lealtad y podrás protegerla. Oh, habrá rumores. Pero no podrán probar nada.

—No pienso casarme con ella, hermano, y sé que no hablará. Y puedes…

El ruido de voces los interrumpió. Las clases habían terminado y los baños se llenaban de alumnos sudorosos.

—Ya hablaremos. De momento, me quedaré un tiempo en Chaville y no te voy a perder de vista —cortó Julien, antes de que alguien pudiera oírlos.

—¿Dónde te vas a quedar?

—En el apartamento.

—¡Ahí vivo yo!

—Bien.

El Salón Azul, en la planta baja, era una sala de tamaño medio que debía su nombre al color de las cortinas y del tapizado de sillas y sillones. Era zona habitual de tertulia los días de clase, donde esperaban padres, hermanos y hermanas de los alumnos. No faltaba el té, el café y las bandejas de dulces y pastelitos ni, a partir de las 7 de la tarde, el jerez y otros licores; grandes puertas acristaladas daban acceso a una terraza con vistas al mar donde se había levantado un cuco cenador donde poder fumar a resguardo.

Cuando los hermanos Lafleur llegaron, Michel Laffount, Chloé de Carbellac y Colette Leclair, aún haciéndose pasar por su hermano Noel, llevaban allí ya un rato, picoteando de las distintas conversaciones: se recitaban coplillas y poemas de moda; se comentaban los últimos estrenos de los teatros o los músicos de moda en los salones más exclusivos; se hablaba de comercio y de política; y la estrella: el eclipse total de Luna que se esperaba para la noche del sábado, charla que comenzó con temas puramente astronómicos y de mecánica celeste y terminó con una disertación de la influencia de la Luna en la mitología y el folclore (hombres lobo, aquelarres, sacrificios y un largo etcétera) a cargo de un tal profesor Loupe, un tipo robusto tirando a grueso, de pelo blanco y gafas pequeñas de montura metálica. Los cinco jóvenes terminaron arrastrados por esta charla, formando un corrillo alrededor de los tertulianos.

—Mis padres han organizado una velada el sábado para presenciar el eclipse desde el observatorio —les comentó Chloé en voz baja—. ¿Por qué no venís también? Seguro que el profesor Loupe se guarda más historias para no dormir para esa noche.

Conforme el sol se fue poniendo, el salón se fue vaciando: se fueron alumnos y cuidadores. Quedaron un pequeño grupo de invitados, no más de veinte personas que, al aviso del servicio, fueron pasando al comedor a cenar. Chloé fue a sentarse con sus padres y a Colette no le quedó otra que hacerlo con Michel y los hermanos Lafleur. Fue el momento de encontrarse formalmente con Julien, intercambiar saludos y recibir el pésame por el hermano muerto. También, siempre confundiéndola con su hermano, la informaron del almuerzo del día siguiente con los hermanos Duchamp.

—Esperamos que vengáis también —dijo Jacques—. Apenas pasáis ya por las clases de esgrima y no vamos a tener mejor ocasión de juntarnos todos.

Colette suspiró. No podía negarse sin ser descortés, así que se resignó a pasar el viernes en compañía de los amigos de su hermano.

Habían dado cuenta ya de la sopa de marisco y estaban en pleno ataque al estofado de venado con patatas, nabos y cebollas asadas, cuando entró en el comedor un hombre de treinta y pocos años y movimientos ágiles, de rostro agradable y sienes prematuramente plateadas. Al verlo, los comensales lo saludaron.

—¡Eh, si es el marqués de l’Aigle Couronné! ¡Llegáis tarde! ¡Aquí, marqués!

El interpelado saludó a los presentes, tomó una silla y se sentó, a presión, entre Jacques y Michel. Al momento, un criado le ponía el cubierto.

—¿Y bien, señor de Guignes? —preguntó el conde de Carbellac desde la cabecera de la mesa—. ¿Un duelo os ha retrasado?

—Iba de padrino —se excusó el marqués— y la cosa se alargó. Gracias a eso pude ver los duelos del conde de la Fethe y del joven Fortune d’Avernne… ganaron ambos. —Algo de oro cambió discretamente de manos—. También se batía hoy el marqués de la Tour d’Azur. Un iluso que creyó haber dado con la defensa contra la estocada del marqués.

El conde de la Fethe y Fortune d’Avernne de la Orden de Justine y los marqueses de l’Aigle Couronné y de la Tour d’Azur eran tenidos por las cuatro mejores espadas de Chaville y eran habituales en duelos, aunque evitaban enfrentarse entre ellos. Las noticias frescas sobre los resultados del día eran recibidas con avidez en cualquier salón que se preciase.

Volviéndose hacia Colette, preguntó:

—Ah, señor Leclair. Hacía tiempo que no coincidíamos. ¿Cómo se encuentra su hermana?

Colette contestó con las frases corteses de rigor. Sabía que el marqués tenía fama de juerguista y mujeriego y que Michel, Jacques y Émilien, y antes Julien, Fernand y su propio hermano Jean Baptiste lo acompañaban a veces en sus correrías y prefería mantener las distancias, tanto ella como en nombre de su hermano.

—Señor D’Aubigne, las noticias de sus hazañas han llegado hasta Chaville. —Ante la mirada inquisitiva de los otros, el marqués se explicó—. Su escuadra cayó en una emboscada y nuestro joven Julien fue gravemente herido. Pero, con gran coraje, se levantó y luchó con tal bravía que los bandidos huyeron. Señor D’Aubigne, si tiene pensado seguir la carrera militar y necesita cartas de recomendación para obtener un buen destino, no dude en acudir a mí.

Hablando así llegaron a los postres, momento en que el conde de Carbellac se levantó y fue recorriendo la mesa, entregando a los comensales unos sobres de exquisito papel y letras doradas. A Colette le entregó dos —uno para cada hermano— y se quedó mirando al grupo con otro sobre en la mano.

—¿El señor Duchamp no había venido hoy?

—Se tuvo que marchar —contestó Michel—. Tenía una cita. Pero mañana hemos quedado con él. Si le parece bien…

El conde asintió y le dejó el sobre de Duchamp. Luego, se dirigió a todos con voz sonora, agradeciéndoles su presencia en la cena, intercambiando palabras y brindis corteses con los comensales.

—Como sabéis —continuó—, la familia de Carbellac, como una de las familias más antiguas de Dupois, patrocina el Gran Baile de Máscaras que se celebra tras la «Lluvia de plumas», la migración de los cisnes que invernan en nuestra bella ciudad y que tan ligados están a sus orígenes. Las fiestas con las que honramos tan magno evento no tienen igual en toda Gaïa, me van a permitir que lo diga, y el Gan Baile es el broche de oro. Como organizador, deseo invitarlos al baile.

El conde no había entregado invitaciones a todos los comensales, sólo a los más jóvenes o a los de menor rango. Los demás ya habrían obtenido las suyas por otros medios: relaciones, amistades o el peso del propio apellido. El baile no sólo era el final de las grandes fiestas de Dupois, también era punto de reunión de lo más selecto de la sociedad gabrielense y contaba con la asistencia del mismísimo archicanciller. Conseguir una invitación para alguien como Michel —tercer hijo de un nuevo noble—, Émilien —hijo de un caballero— o Colette —apenas con dieciocho años— era un sueño hecho realidad.

Con eso terminó la velada y los invitados empezaron a marcharse. Michel, Colette y los hermanos Lafleur se despidieron tras recordarse el almuerzo del día siguiente y cada cual volvió a su casa.

Un almuerzo que nunca se produjo.

Baile de máscaras, 0x01. Con Julien Lafleur d’Aubigne (Alcadizaar) y su hermano Jacques (Aldarion), Colette/Noel Leclair de Dunois (Menxar) y Michel Laffount de Gévaudan (Charlie).

Me llevó más tiempo (mucho más tiempo) del esperado soltar Sakura para encarar una nueva historia (entre medias, algún oneshot y un gatillazo). Pero, por fin, el piloto de la campaña (aquí el turno de mañana, con presentación de personajes jugadores y no jugadores). Cuatro jugadores, dos nuevos (con Alcadizaar había jugado ya un par de partidas sueltas, pero ésta es la primera campaña). Empezamos algo titubeantes, como no podía ser de otra forma: nueva campaña, nuevos personajes, nuevo grupo de juego.

El tiempo dirá hasta dónde llegamos.

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