Sakura — Un asunto de honor

Se pusieron en marcha bien avanzado abril. Ishikawa Reiko, Hosoda Genji, Kato Misaki y Hitomi, con caballos y dos mulas con la impedimenta. Rumbo al norte, esperando encontrar las tierras del clan Shimazaki, en el misterioso Bosque de Karasu, en tierras del clan Karasuma. El tiempo seguía imprevisible, una pugna entre el sol de primavera y el ritual del invierno que tan pronto traía nevadas como lluvias o días de temperatura agradable, que provocaban aludes y crecidas en los ríos; por la noche, las heladas acababan con las pocas plantas que se atrevían a brotar. Los campesinos estaban asustados, más que de costumbre, y se echaban a temblar ante las nevadas, ante el sol que calentaba, ante los samuráis que pasaban y ante los lobos que aullaban cada vez más cerca.

En el descanso de medio día los alcanzó un mensajero, un compañero de la patrulla de Kato que saludó con la leve reverencia propia de un militar en el campo de batalla.

—Feliz me hallo de encontraros, señor. Llevo mensaje a las patrullas del norte y otro para vos y vuestro grupo. Un grupo numeroso de ronin vino por el paso. Unos veinte. Ayer por la tarde. Al ver la patrulla, cambiaron de dirección y se internaron en los bosques. Se dirigen, sin duda, hacia el norte, bordeando nuestras tierras.

—¿Cómo era quien los guiaba? —preguntó Reiko.

No estaban acostumbrados en el norte a las mujeres de trato tan directo y menos cuando, según la identidad proporcionada por el señor Saito, pertenecían a un clan menor, así que Kato tuvo que repetir la pregunta.

—Un hombre alto, de fuerte presencia, con el cabello recogido en una coleta. Llevada daisho y varias piezas de armadura.

Reiko y Genji intercambiaron miradas; Hitomi se echó a temblar.

—Honjo Satoshi, el jefe de la banda de ronin y bandidos que lleva meses amenazando la carretera de Setsu. Es muy peligroso —dijo, sombrío, Genji.

—Puede llamar a onis para que luchen a su lado —siguió Reiko. El mensajero abrió mucho los ojos. Kato, que ya había escuchado la historia, tocó la empuñadura de Matsukaze. ¡Semejante enemigo a las puertas de su casa y él tenía que irse!—. No os enfrentéis a él. Seguramente van tras nuestro rastro. Dejadles continuar y, si fuera preciso, informadles de nuestra ruta.

—¡El clan Masaki sabe luchar! ¡No nos plegaremos a unos ronin!

—¡Harás lo que te ha dicho! —rugió Kato—. Nuestro principal problema son los Shiki. De nada ayudará al clan perder hombres en una pelea estéril. Dejádnoslos a nosotros.

De la situación con los Shiki supieron más esa noche, en el fuerte fronterizo donde hicieron alto. El oficial, Kisaichi, los puso al tanto.

—Tras la muerte de Mikoshi Tadanobu se han vuelto osados. Sus patrullas ya no se mueven sólo por nuestra frontera con ellos: se han extendido y recorren casi todo el límite de nuestro territorio, salvo nuestra retaguardia, protegida por las montañas. Impiden a los comerciantes acercarse y están presionando a nuestros vecinos para conseguir su apoyo. ¡Es un bloqueo en toda regla!

—Había pensado ir por bosque para salir al camino del norte más allá del territorio Shiki. Allí ya no tendremos problemas con ellos ni con otros vasallos de los Takashi.

—Tened cuidado: os meteréis directamente en territorio Karasuma. Nos han llegado noticias extrañas de allí. Puede que no os dejen pasar.

Partieron antes del alba, tras unas pocas horas de sueño. Hosoda, aún no recuperado de sus heridas, lo sufrió estoico y no permitió que ningún gesto trasluciera el dolor que sentía. Reiko, tras hablarlo primero con Genji, ordenó una parada en cuanto se hubieron alejado del fuerte en la que desveló a Kato sus verdaderas identidades y su historia. Al samurái no le gustó la mentira, aunque entendió el motivo y renovó su promesa de seguir a Reiko contra Arata y los suyos.

Los Shiki sabían montar patrullas y los bosques por los que querían cruzar, a fin de cuentas, eran suyos. A media mañana eran interceptados por una patrulla de ocho samuráis y cuatro escuderos y mensajeros. Al frente iba un hombre atractivo, de veintipocos años que se presentó como Nakano Hisao. Reiko intentó convencerlo de que los dejaran pasar, apelando a su misión y a que no tenían nada que ver con los Masaki, pero Nakano había reconocido a Kato.

—¡Kato Misaki! Descubristeis la traición de los Mikoshi, echando por tierra los planes de mi señor. Hicisteis un gran trabajo y os alabo por ello, aunque por vuestra culpa, habrá un enfrentamiento abierto que costará muchas vidas. Dicen que matasteis a Mikoshi Ichitaro y a Mikoshi Yotaro. Los tres teníais fama de ser las mejores espadas del territorio. Ahora sólo quedáis vos. Si os venzo, el título del más fuerte de los Nanashiyama será mío por derecho.

Kato quiso declinar el duelo, apelando a la urgencia de la misión de Reiko y Genji, pero Nakano no aceptaba un no por respuesta.

—Combatiremos solos los dos. Si os venzo, yo mismo escoltaré a vuestros compañeros hasta que abandonen territorio Shiki. Si me vencéis, podréis continuar camino sin ser importunados.

Deseoso de evitar un enfrentamiento inútil con toda la patrulla, Kato terminó aceptando. Un pequeño claro fue el escenario elegido. Ambos llevaban sus armaduras y, desde el primer instante, quedó claro que Nakano era un peligroso oponente. Su postura era perfecta y sus movimientos, muy precisos. Los primeros ataques hicieron retroceder a Kato entre vítores de los Shiki. La mano de Genji se crispó sobre la empuñadura de Yukikaze. Reiko, a su lado, sonrió, segura del desenlace del combate. Ya había visto luchar al gigante contra los hermanos Mikoshi y empezaba a entender su táctica: tenía una defensa sólida que combinaba con unos ataques y fintas falsamente torpes, destinados a entender la defensa de su oponente, la fuerza de sus bloqueos, hacia donde retrocedía, las aberturas de su defensa. Luego, se movía con una rapidez insospechada en alguien tan grande para picotear el brazo o la pierna de su oponente, buscando cortar tendones e inutilizarlo de una forma quirúrgica.

Nakano era correoso y la armadura hacía inútiles los ataques sutiles. Kato abrió la defensa de su rival por fuerza bruta, con un ataque a la katana que lo desequilibró y luego tiró a fondo hasta que sintió que cortaba carne. Nakano soltó el arma y cayó de rodillas, con la sangre manando bajo la armadura. Sus samuráis desenvainaron sus armas como un solo hombre, pero él les paró con un gesto. No era sólo que hubiera dado su palabra, también sabía que irían a una muerte sin remedio.

Por indicación de Reiko, y con permiso del propio Nakano, Hitomi atendió sus heridas. También le dieron uno de los bebedizos de los ninja, que restañó de inmediato la hemorragia. Luego, como había prometido, pudieron continuar con su viaje sin impedimentos.

Sin impedimentos más allá de los propios del bosque, claro. Ninguno conocía la zona y, en su intento de evitar más patrullas yendo por terreno más difícil, tuvieron que desandar en más de una ocasión camino y buscar zonas más accesibles. Al final, la noche se les echó encima sin saber si habían salido del territorio Shiki o si, por el contrario, se habían adentrado más. Así que, cuando encontraron la casa de un samurái, no se lo pensaron y pidieron hospitalidad.

La casa era coqueta, muy bien cuidada, sin ser grande: la casa principal, dos almacenes, los establos y los corrales, protegidos de animales salvajes por una cerca de madera cubierta por una enredadera. Fueron recibidos por una mujer joven con ropas de mujer casada. No había samuráis en la casa y el servicio estaba reducido a un matrimonio y su hijo de doce o trece años y la criada personal de la señora. Durante la cena, vieron a un niño de tres años correteando por el salón, que enseguida se encariñó de Kato.

—Es Nakano Ichiro, mi hijo.

El apellido cayó como una losa. Ya era casualidad terminar en la casa del samurái con el que habían luchado esa mañana. O una broma cruel del destino. Se excusaron en cuanto pudieron y se retiraron a descansar. Al día siguiente, salieron temprano, tras agradecer de nuevo la hospitalidad recibida.

No podían sospechar que esa noche volverían a la casa.

Fue a medio día. Ya habían cruzado el camino del norte, por lo que estaban en tierras Karasuma o de alguno de sus vasallos. Recordando la advertencia del oficial Kisaichi, evitaron el camino y siguieron por el bosque. Por eso, mientras comían los onigiris dados por la señora Nakano Kiyoko, Reiko pudo sentir sus mentes. Muchas, no muy lejos de ellos. Enviaron a Hosoda a investigar, pues era el más sigiloso. Volvió un cuarto de hora después, pálido como un cadáver.

—Era el grupo de Honjo. Estaban comiendo. Mientras les observaba, llegó un mensajero. No me gusta lo que oí:

»—Señor Honjo —dijo el mensajero—, Gonbu-dono lo espera en el monte Miwa. La presa se ha reunido con su manada.

»—Necesitaremos renovar provisiones —interrumpió uno de los hombres de Honjo—. He visto granjas en las cercanías.

»—Los campesinos tienen poco a estas alturas del año. Pero ayer pasamos cerca de la casa de un samurái sin fortificar. Tendrá una buena despensa. Koji, toma diez hombres y atacarla. Luego nos dais alcance.

—Ésa debe ser la casa de Nakano. Es la única que hemos visto en el día —dijo Kato.

—Gonbu… Uno de los shugenjas del grupo de Arata tomaba el nombre de la gran tortuga. ¿Dónde estará el monte Minwa? —reflexionó Reiko.

—Creo que cerca de las tierras de los Shimazaki —apuntó Hitomi—. Recuerdo que la Señora del Verano nos contó que jugaba en sus laderas de niña.

—Entonces, las palabras del tal Gonbu sólo pueden significar que Shimazaki Eri se ha reunido con los suyos y que se preparan para atacarlos. Si no nos damos prisa, perderemos el tanto del verano —dijo Genji.

—Pero, si seguimos hacia el norte, condenamos a la señora Nakano y a su hijo. El honor… —murmuró Kato.

—El honor nos obliga a volver —terminó Reiko, resumiendo el sentir de todos—. Vamos, démonos prisa. Debemos adelantarnos y preparar la defensa.

El ataque fue de noche, por la trasera de la casa. Por fortuna, habían tenido tiempo de preparar la defensa: al hijo de los criados lo habían mandado con el caballo de Nakano Kiyoko en busca de su marido; la propia Nakano había tomado un nagamaki y un arco; Genji se ocultó en los arrozales, con su arco; Kato, que en un principio iba a estar con él, prefirió emboscarse en uno de los almacenes, lo que estuvo a punto de costar caro a Genji; Reiko, por su parte, esperó en la casa. Distribuyeron los abrojos que tenían, suministrados por los ninjas que habían ido derrotando, a lo largo de la tapia. Un abrojo no mata, pero vuelve prudente a quien se lo clava en el pie y resultaron providenciales al separar al grupo de ronin de forma que no pudieron hacer uso de su superioridad numérica.

Tras un corto e intenso combate, seis de los ronin fueron muertos y los otros cuatro, capturados. Hitomi reconoció a dos de los prisioneros y, por cómo temblaba, quedó claro para Reiko y Genji de qué. Genji los arrastró fuera de la casa y los decapitó.

Al día siguiente, tras dejar a los dos prisioneros a cargo de la señora Kiyoko, partieron de nuevo. Durante el camino decidieron su próximo movimiento: intentar acabar con el grupo de Honjo antes de que pudiera reunirse con el de Gonbu. Supusieron que Honjo avanzaría lento o buscaría un refugio seguro donde esperar a sus hombres y, también, que no esperaría mucho. Siguieron su rastro hasta un monte de fácil defensa, lo rodearon y acamparon al norte, el camino que deberían seguir, dispuestos a emboscarlos.

No se movieron hasta el segundo día. El camino más seguro para bajar del monte era una cañada, que los mantenía a cubierto de miradas indiscretas y era, a la vez, de fácil defensa. Dejaron a Hitomi con los caballos y corrieron a preparar la emboscada.

Descubrieron que el grupo tenía un ninja que iba de avanzadilla e intentaron atraparlo. Pudieron acabar con él sin que diera la voz de alarma, pero uno de sus dardos envenenados alcanzó a Genji, que quedó paralizado durante un largo rato.

Antes de que pudieran recomponerse, el grupo de Honjo apareció por la cañada. Combatirlos era ahora impensable. Tocaba retirarse. Reiko, furiosa, enfocó todo su poder mental en el samurái renegado, que se llevó las manos a la cabeza y se desplomó. Luego, se reunió con Kato, que ya se iba con Genji en brazos.

Reiko, sin embargo, no estaba dispuesta a cejar en sus planes y se vistió con las ropas del ninja, infiltrarse en el grupo de Honjo y rematarlo ahora que estaba incapacitado. Kato se había dado cuenta de que algo había pasado (los gritos de los subordinados de Honjo se debían haber oído en medio bosque), pero la joven había respondido con evasivas.

—Le vi caer de pronto, como afectado por una apoplejía. No voy a dejar pasar esta oportunidad.

—No lo puedo permitir. Si os pasara algo, el señor Hosoda me arrancaría la piel a tiras.

Kato no dio su brazo a torcer y tuvieron que esperar más de una hora hasta que Genji recuperara parte de la movilidad. No fue posible retenerla más.

Cuando volvieron, el grupo de Honjo se batía en retirada monte arriba. Se veía que, tras atender como pudieron al samurái, habían fabricado unas parihuelas para moverlo. Reiko no dudó y ordenó a sus compañeros que atacasen, para crear el caos y permitirla llegar hasta el herido aprovechando su disfraz.

Fue un combate bronco. Genji pudo herir a un par de ronin con su arco, antes de verse obligado a empuñar la katana. Aún notaba los efectos del veneno y sus movimientos eran torpes, sudó para librarse de su oponente. Kato también fue parado en seco. Reiko, por su parte, pudo acercarse hasta el grupo que protegía a Honjo lo suficiente para saltar sobre él.

Antes de que pudiera hacerlo, piedras, ramas, un saco de arroz, ¡de sus provisiones!, y piezas de vajilla cayeron sobre ella y sobre los ronin. Una voz gritó desde lo alto:

—¡Basta ya, niños! ¡Montáis mucho escándalo! ¡Id a jugar a otro bosque!

Reiko apenas tuvo tiempo de girar la cabeza y ver la figura de un tengu abalanzarse sobre ella. En un instante, estaba volando, atrapada por sus garras. Otro tengu, más al norte, tenía otra agarrada otra figura. Hitomi, reconoció por el hakama rojo. Abajo, en la cañada, vio a Genji caído en tierra, envuelto en una red.

Sakura, un cuento de Lannet 2×10. Con Hosoda Genji (Menxar), Ishikawa Reiko (Charlie) y Kato Misaki (Aophis).

Partida para olvidar. Sobre el papel no me parecía tan mala, dos escenas (duelo y casa) para dar algo de profundidad a Kato. Sin embargo, a la hora de dirigirla, no fui capaz de meterme en ella. No funcionaba y terminé a algo menos de medio gas, muy desconectado, hasta el punto de faltar al respeto a los jugadores. Para rematar, la belicosidad de Charlie volvió a descolocarme (mira que ya lleva años en mi mesa… Pues aún lo consigue) y estuvo a punto de terminar la cosa mal. Mal para mí, con la muerte de Honjo en una aventura sin relevancia para la trama.

Al final corté antes de que la cosa fuera a mayores y la siguiente sesión adelanté la llegada de los tengu una escena (una que, en el fondo, era una repetición del banquete tengu, más cercano a la aventura original de Runequest).

Fue la segunda y última sesión de Aophis, lo que confirma que, más allá de la quinta o sexta sesión, no puedo meter a nadie nuevo en una campaña. Tanto a los jugadores como a mí nos cuesta la misma vida cambiar la rutina ya establecida para dar entrada al nuevo y, al final, no resulta bien.

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