Sakura — El bosque encantado

Grandes coníferas cuyos troncos ni seis hombres podrían abarcar; helechos que superaban la altura de un caballo; pájaros fantásticos volando de rama en rama; kodamas, con su extraña mueca, asomándose tras los troncos; una humedad pegajosa que hacía que les gotease ya el cabello y la punta de la nariz y unos colores tan vivos que hacían daños a los ojos. Ni rastro ya de los yermos del Sendero del Bushido ni del portal que habían cruzado cinco minutos antes. Habían llegado y todos esperaban que fuera el destino buscado.

Hitomi y Reiko aprovecharon para refrescarse en un arroyo y quitarse el polvo del camino. Genji se ocupó de las monturas y Kato se adelantó, buscando un camino, un sendero, algún rastro de civilización.

El bosque tenía algo de santuario, pensó Reiko. Había paz allí, en la leve brisa, en el canto de los kodamas, en la risa de Hitomi mientras se limpiaba y en las palabras dulces de Genji a su caballo. Había vida allí, tanta que sobrecargaba sus sentidos. Un ruido blanco de fondo que apantallaba las mentes individuales. Apenas sentía la de Genji y la de Kato era un débil eco… Un débil eco rodeado de otros complicados zarcillos mentales, propios de seres inteligentes. No podía saber cuántos eran, pero la forma de moverse era inconfundible: lenta, cuidadosa, en silencio. Podía imaginarse la mano en el arco, la otra en la flecha.

—Señor Kato, ¿podría ayudarnos? —Intentó que la voz le saliera lo más natural posible. Gonbu, el shugenja oscuro que esperaba en el Monte Miwa, de pronto era una amenaza muy real.

Cuarenta metros más allá, Hosoda Genji apenas giró la cabeza al escuchar a su señora. Disimulando, dio la vuelta a la katana, dejándola con el filo hacia arriba, y siguió con los caballos.

Cuando Kato llegó hasta ella, Reiko le hizo un gesto para que protegiera a Hitomi. Luego, sujetando con fuerza el tanto de Minako-hime bajo el kimono, gritó al bosque:

—¡Mostraos! Venimos en paz y ningún mal os queremos.

Tras un momento, varias formas se dejaron ver, saltando de las ramas o surgiendo tras troncos o bajo helechos. Todas vestían capas que les permitían confundirse con el entorno hasta el punto de que, incluso sabiendo dónde estaban, era fácil perderlas de vista.

Una de las figuras se adelantó unos pasos y echó la capucha hacia atrás, mostrando un rostro femenino, de rasgos afilados y fieros. Las orejas eran grandes y puntiagudas. El cabello, recogido en una larga trenza, era de un hermoso atigrado anaranjado. Sus ojos verdes y de pupila rasgada devoraron a Reiko. La joven sintió un escalofrío: era la mirada de un depredador a su presa. Reuniendo toda su fuerza de voluntad, intentó que no le temblara la voz. Había reconocido en la mujer a una daimah: habían llegado a donde se proponían.

—Me llamo Mifune Rei. Busco al clan Shimazaki.

La mujer se movió, más rápido casi de lo que el ojo podía seguirla: un borrón, un salto, dos pasos y tenía a Reiko sujeta por el talle, con su boca rozándole la oreja.

—¿Qué es lo que trae al ratoncito a la guarida de los gatos? ¿Qué…?

Sensación de movimiento, el gemir de una rama y un wakizashi envainado las separó. Genji lo sujetaba por la punta con la siniestra, la diestra lista para desenvainar Yukikaze. La mujer saltó hacia atrás, volviendo a su posición original. Examinó al samurái. Había sorpresa y también un brillo divertido en su mirada. Reiko miró a su compañero como si fuera la primera vez que lo veía. Genji estaba demasiado lejos; era imposible que se hubiera movido tan rápido.

—No sois ratoncitos, sino gatitos traviesos —dijo la mujer—. Gatitos traviesos y sorprendentes. Muy bien, ¡os habéis ganado la atención del clan Shimazaki! Soy Shimazaki Fumiko, capitana de exploradores. ¡Venid! Os llevaré al pueblo y escucharé lo que tengáis que decir.

Fue algo más de media hora de trayecto bajo aquel impenetrable bosque. La mujer, Fumiko, dejó las preguntas para después y, salvo algún comentario sobre el bosque, como señalar un árbol pintoresco o alabar el agua de un manantial, guio a la comitiva en silencio. Reiko marchaba detrás con gran aplomo: ya había visto una daimah antes, el día que vio a través de la ilusión de Okuzaki Akira. Hitomi avanzaba como en un sueño, con la boca abierta y Hosoda y Kato intentaban mantener la compostura y no observar con demasiado descaro a su escolta.

No descubrieron el pueblo hasta que estaban en él. Era un poblado aéreo, con las casas construidas alrededor de los troncos o entre las ramas más gruesas, con pasarelas que las unían, subiendo en caracol por los troncos o cruzando de un árbol a otro, con cuerdas colocadas aquí y allá para los más audaces. En el suelo sólo había unas pocas edificaciones: almacenes, graneros, corrales, principalmente. Pronto, fueron el centro de atención de todos los desocupados. Como siempre, los niños eran los más descarados y Genji debía esforzarse para mantenerlos alejados de los caballos de guerra.

Fumiko los condujo a una modesta casa en un claro, casi en el centro del pueblo. Era una casa de invitados, con poco mobiliario y en buen estado y con ese aire melancólico propio de las casas que pasan mucho tiempo vacías. Además del edificio principal, tenía un baño y establos.

La propia capitana de exploradores les enseñó la vivienda, tras despedir a sus hombres. Luego, mientras Hitomi y Kato colocaban descargaban la impedimenta y Genji atendía a las monturas, se llevó a un aparte a Reiko.

—Muy bien, señorita, decidme sin ambages: ¿quiénes sois, cómo habéis llegado hasta tierras de los Shimazaki y qué os trae a ellas? El apellido Mifune no me es desconocido: un pequeño clan vasallo de la familia Kurokami. Tienen fama de buenos guerreros, pero no he oído hablar de nadie con la destreza de vuestro guardaespaldas.

Reiko se mordió el labio, pensando qué contestar. La traición de Okuzaki Jin la hacía reacia a dar su verdadero nombre. También sabía que sin sinceridad no conseguiría la ayuda de los Shimazaki y era consciente de la advertencia implícita en las palabras de Fumiko.

—Soy Ishikawa Reiko, hija de un daimio del sur. —La expresión de Fumiko le indicó que el nombre no le era desconocido—. Mi guardaespaldas es Hosoda Genji, vasallo de mi clan. El alto es Kato Misaki, de los Masaki de los montes Nanasiyama. La muchacha es Hitomi, miko del Templo de las Cuatro Estaciones de Tsukikage. Los tengu del clan Zenkibo nos ayudaron, abriéndonos el Sendero del Bushido. Teníamos que venir lo antes posible. Necesitamos vuestra ayuda. También traigo un mensaje de aviso, pues un gran peligro os acecha.

Hizo una profunda reverencia, hasta apoyar su frente sobre el dorso de sus manos. Fumiko sonrió y contestó con otra reverencia.

—Gracias por vuestra sinceridad, Ishikawa Reiko. Avisaré a mi señor Shimazaki Kyuso de vuestra presencia y me aseguraré de que os reciba esta tarde.

—Por favor, mi señora, ser discreta con nuestros nombres. Airearlos sólo puede traernos problemas a todos.

—Perded cuidado. Dejadlo en mis manos y descansad.

Dicho esto, Fumiko se levantó y se marchó. En la puerta de la casa echó una mirada a Genji.

—Así que éste es ese Hosoda —murmuró para sí.

La capitana de exploradores mandó a varias mujeres a la casa para hacerse cargo de los huéspedes. Enseguida encendieron el fuego del hogar para calentar la casa, preparar té y un almuerzo ligero a base de arroz, cecina y encurtidos. Luego, airearon los futones y limpiaron los tatamis de los dormitorios; dieron al grupo unos cómodos yukatas y se llevaron sus ropas para limpiarlas y zurcirlas.

Fumiko volvió un par de horas después, acompañada de otras dos mujeres cargadas de bultos.

—Mi señor os recibirá esta tarde, antes de la cena, junto con los notables del clan. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está la señorita Ish… Mifune? Traigo ropa de corte y maquillaje.

—Tomando un baño. El polvo del Sendero del Bushido hace añorar los placeres más sencillos.

—Avisadla entonces de que vendré a buscaros una hora antes de la puesta de sol. —Cogió un paquete cuidadosamente envuelto en seda que había dejado a su espalda y se lo ofreció al samurái—. Por favor, aceptad este pequeño obsequio.

Genji lo recibió con una reverencia y lo abrió con curiosidad. Era una caja con cuatro botellitas de sake cuidadosamente empacadas. Sacó una y contuvo una exclamación: era el mismo sake que se había servido en la mesa de la nobleza en la segunda boda del señor Ishikawa.

—He oído que vencisteis a Okuzaki Akira en un mano a mano durante la boda. Tomad esto como un recuerdo de tan magnífica victoria —como Hosoda tenía cara de no entender nada, continuó—. Mi difunto marido era hermano de Okuzaki Akira y la historia de vuestra hazaña ha llegado hasta el lejano norte.

—Mi señora, agradezco vuestro obsequio y espero lo compartáis conmigo antes de que nos vayamos.

*****

Cuando Hitomi y Reiko volvieron del baño, Genji seguía contemplando sus botellas de sake. El samurái les puso al tanto de lo dicho por Fumiko y les señaló la ropa que habían traído para ellas. Reiko desenvolvió el paquete y extendió un kimono, obi, sandalias… Cogió extrañada el kimono: el dibujo y el corte de las mangas eran inequívocamente femeninos, pero era muy corto, hasta medio muslo como mucho. Y no había hakama que lo acompañara, sólo un calzón corto oscuro de corte ajustado. La perplejidad fue dejando paso a la vergüenza. Su incomodidad fue tan evidente que Genji abandonó la casa para no verla y avergonzarla más. Kato, más directo, enseñó los calzones cortos que iban también en su paquete de ropa.

—Me he fijado que aquí todo el mundo lleva kimono corto y esto: niños, niñas, hombres y mujeres. Creo que un hakama o un kimono largo debe ser una molestia para moverse por las escaleras y plataformas aéreas.

—¡Muy bien! —Reiko recogió con brusquedad la ropa, para irse al dormitorio a cambiarse—. Si esto es lo que visten aquí, lo llevaremos, ¿verdad, Hitomi?

La muchacha apenas acertó a esconder sus ropas a su espalda. Le habían dado ropas de miko, incluyendo el largo hakama rojo tradicional.

Cuando la capitana de exploradores se presentó, ya estaban preparados. Fumiko los guio por unas escaleras que rodeaban el tronco del árbol frente a la casa, una subida eterna que los dejó a más de treinta metros sobre el suelo, frente a una pasarela que llevaba a otro árbol. El grupo miró con estupor la pasarela: estaba formada por travesaños de bambú, al igual que la escalera, pero, sin duda para ser más ligera, éstos estaban separados cerca de veinte centímetros unos de otros.

La daimah cruzó la pasarela con gráciles pasos, apenas apoyando la punta del pie, y esperó al otro lado. Genji tanteó el terreno. La pasarela era firme y apenas cimbreaba. El problema era la superficie curva y algo húmeda del bambú y la exagerada separación entre los travesaños. Para los daimah no sería más que un juego de niños; para ellos, un obstáculo en verdad difícil.

—Hime-dono, es peligroso. Os puedo coger y pasaros —susurró a Reiko.

—No. Esto es una prueba y no pienso fallar.

La joven avanzó con cuidado, agarrándose con fuerza al pasamanos, tanteando el siguiente bambú y apoyando el pie de lado. Avanzó bien hasta pasado la mitad del camino, cuando un resbalón le hizo perder pie y quedó sentada, con una pierna colgando, intentando recuperar el resuello. Genji acudió hasta ella y la ayudó a levantarse.

—Por favor, hime-dono, tomad mi brazo al menos.

Con la guía de Genji, Reiko cruzó hasta el otro árbol sin más contratiempos, pasó ante la sonrisa de Fumiko y apoyó la espalda contra el tronco, recuperando el aliento. Genji se volvió hacia Kato y Hitomi y les preguntó si necesitaban ayuda. El samurái negó con la cabeza y tomó a la muchacha a caballito. Como era tan grande, podía apoyar el pie con cierta seguridad sobre dos travesaños a la vez. De haber ido solo, no habría tenido problemas. Con Hitomi desequilibrándolo, avanzó dando bandazos y, en una de ésas, se fue tan fuerte contra la barandilla que toda la estructura crujió y pareció, por un momento, que se iban los dos al suelo. Cuando terminaron de cruzar, Hitomi estaba pálida como un cadáver y se agarró a Reiko e incluso Kato parecía afectado: se apoyó unos instantes en el tronco del árbol y secó el sudor de su frente.

Ya reunidos, Fumiko los llevó por la pasarela que rodeaba el gran árbol. Por fortuna, ésta, bien anclada al tronco, no necesitaba ser tan ligera y los travesaños apenas tenían uno o dos centímetros de separación. Tras unas cortas escaleras, llegaron a una gran plataforma triangular que se extendía entre las ramas de tres árboles. En el centro, se levantaba un sencillo a la par que elegante edificio rectangular, con estructura de bambú y paredes de paneles de papel de arroz: la sala del consejo, les explicó Fumiko.

—Estarán presentes los señores de las principales familias —continuó—. Aunque, por tradición, todos compartimos el mismo apellido, la relación del señor Kyuso con ellos es la misma que la de uno de vuestros daimios con sus hatamotos y vasallos principales —meditó un momento—. Más ruidosa. Me temo que sólo un banquete tengu es más ruidoso que una reunión del consejo Shimazaki.

Siguiendo a la capitana de exploradores, entraron en el edificio, que tenía una única estancia. Una veintena de daimah de ambos sexos flanqueaban la sala, algunos con un asistente sentado detrás de ellos. Un estandarte con el lema familiar a modo de escudo heráldico marcaba cada sitio. Al fondo, sobre un estrado, estaba un daimah de rostro grave y cabello entrecano que le daba cierto aire de tigre al acecho. A su derecha, una muchacha de cara traviesa y ojos pícaros casi desaparecía bajo un elaborado vestido ceremonial. Un daimah con el cabello negro como el ala de un cuervo recogido en una larga cola de caballo se sentaba al fondo del estrado, detrás y a la derecha de la muchacha. Nada más verlo, Genji lo reconoció como un igual.

Al entrar, cesaron las conversaciones y todos los presentes examinaron a los recién llegados. A falta de heraldo, Fumiko hizo las presentaciones:

—Gran señor Kyuso, Protector de los Shimazaki, Soberano del Bosque, Vasallo Predilecto del Emperador; mi señora Eri, Señora del Verano; nobles señores: traigo a vuestra presencia a Mifune Rei, Sato Gennosuke, Kato Misaki y la miko Hitomi. Han hecho un largo viaje, lleno de peligros, para acudir a este consejo y ruego los escuchéis.

Reiko y sus compañeros hicieron una profunda reverencia al ser nombrados. Shimazaki Kyuso y sus vasallos contestaron con otra reverencia. La gravedad de la presentación, empero, quedó rota cuando la joven Eri reconoció a Hitomi y la saludó con grandes aspavientos y una sonrisa franca que dejaba al descubierto su perfecta dentadura y sus afilados colmillos. El suspiro casi audible de su padre y los comentarios desaprobadores de los vasallos indicaron a Reiko que el pintoresco comportamiento de la chica era la norma.

A indicación del señor Kyuso, avanzaron hasta situarse frente al estrado. Se arrodillaron, hicieron otra reverencia y colocaron sus espadas a su derecha, con el filo hacia adentro. Las miradas que el señor y los vasallos que estaban sentados más cerca echaron a las katanas les indicó que habían reconocido a Yukikaze y a Matsukaze.

—Hablad y contadnos qué os trae a este consejo —ordenó el señor Kyuso.

—Mi señor, seré breve, pues no quiero abusar de la paciencia de este consejo. En Tsukikage, agentes del Dios Insidioso nos engañaron y nos hicieron participar en un ritual para mantener el invierno, creyendo que lo que hacíamos era traer la primavera. Los mismos que, en Año Nuevo, atacaron el Templo de las Cuatro Estaciones.

La interrumpieron varios de los vasallos, con voces y exclamaciones.

—¡Oh, vamos, jovencita! ¿Qué tontería es ésa? No eres sacerdotisa ni tienes talento para la magia. ¿Qué importancia tiene que participases en ese ritual?

Reiko, como toda respuesta, tomó el tanto de Minako-hime, desenvainó hasta la mitad de la hoja, para que se viera bien la filigrana del zorro y depositó en el suelo frente a ella, donde el señor Kyuso pudiera verlo con claridad. Eri, aunque también podía verlo desde su sitio, se estiró exageradamente.

—¡El tanto del invierno! —susurró en voz alta—. Y no es el de los Okuzaki.

Las palabras de la sacerdotisa causaron mayor revuelo. Algunos de los notables estaban escandalizados; otros parecían temerosos.

—¿Qué hace el símbolo del invierno en casa del verano? ¿Por qué se les ha permitido entrar? Es un signo de mal agüero —decían.

El señor Kyuso dio un golpe en el tatami para cortar la discusión y pidió a Reiko que continuara.

—Como os decía, no nos dimos cuenta de lo que hacíamos hasta que fue demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Intentamos enmendar nuestro error desde entonces. El sacerdote renegado que nos engañó nos confesó, antes de morir, que necesitaríamos armas del invierno y del verano para deshacer el ritual. El ermitaño de Montaña Blanca nos contó lo mismo. Venimos a vuestras tierras a pedir ayuda a la Señora del Verano para acabar con la maldición del invierno. Necesitamos el tanto del verano —levantó la voz para hacerse oír sobre las exclamaciones y gritos de los vasallos, con ese timbre de persona acostumbrada a mandar y ser obedecida que le salía tan natural—. Como podéis ver, viene conmigo Yukizake, arma del invierno, que también estuvo en el ritual maldito. El clan Masaki nos ha confiado a Matsukaze, arma del verano. Su portador, Kato Misaki, es la mejor espada del clan. Sólo nos falta el tanto del verano para poder volver a Tsukikage a realizar el ritual que rompa el anterior y restaure el normal transcurrir de las estaciones.

Con un ademán interrumpió al señor Kyuso. Su voz se hizo más profunda y sonora, llenando toda la estancia.

—Pero hay algo que urge más —continuó—: viniendo hacia vuestras tierras, al sur del Bosque de Karasu, casi nos dimos de bruces con un grupo de yogoreta comandados por el samurái renegado Honjo Satoshi. El mismo que comandó el asalto al Templo de las Cuatro Estaciones, mató a muchos de los vuestros y secuestró a las miko supervivientes. —Señaló a Hitomi—. Evitamos el encuentro ocultándonos y, así, fuimos testigos de la llegada de un mensajero que decía ir de parte de Gonbu, un shugenja oscuro de gran poder que mancilla el honor de la Gran Tortuga. El mensajero conminó a Honjo a reunirse con Gonbu lo antes posible: «La presa se ha reunido con la manada —dijo—. Gonbu-dono lo espera en el monte Miwa».

Esta vez la algarabía no la dejó continuar. Parecía que un tornado pasara por la sala. Al señor Kyuso le llevó varios minutos conseguir silencio.

—El monte Miwa está en nuestras tierras, muy cerca de aquí. Decidme, ¿cuánta ventaja creéis que habéis sacado al grupo de Honjo? ¿De cuánto tiempo disponemos antes de que se reúnan?

—Mi señor, no creo que el grupo de Honjo llegue a acudir: después del encuentro con el mensajero, se dividieron para forrajear y los atacamos. Perdieron dos tercios de sus efectivos, el propio Honjo quedó fuera de combate y estaban casi sin provisiones. No creo que se atrevan a venir. Lo que no os puedo decir es cuánto esperará el shugenja o si ya está al tanto de lo ocurrido.

—Capitana de exploradores —llamó el señor Kyuso, tras meditar en silencio unos instantes—, enviad de inmediato una patrulla al monte Miwa: necesitamos saber a qué nos enfrentamos. Quiero un informe antes del alba. Capitán de la guardia, doblad la guardia de esta noche y estad atento a cualquier espía que intente infiltrarse. Todos, corred la voz del peligro que nos acecha. Que todo el mundo tenga las armas dispuestas. En cuanto los exploradores entreguen su informe, prepararemos el plan de ataque y expulsaremos a esos invasores de nuestras tierras.

—Mi señor —pidió Reiko—, nos gustaría participar en el ataque.

Eri se inclinó hacia su padre, tirándole de la manga del kimono. Kyuso, que parecía iba a rechazar la petición de la samurái, aceptó el ruego de su hija.

—Os mandaré llamar al alba, para participar en el plan de ataque. Ahora, retiraos.

Guiados por Fumiko, descendieron hasta la casa. Esta vez, Reiko no puso objeción a que Genji la tomara en brazos y la cruzara la pasarela. El joven también llevó a Hitomi. Ya en la casa, el agradable aroma de la comida recién hecha los envolvió. Invitaron a cenar a Fumiko, pero la capitana se excusó.

—Debo enviar las patrullas al monte Miwa.

Reiko se llevó a un aparte a la capitana y le pidió que pusiera guardas en la casa.

—Hemos puesto al descubierto nuestras armas, tan codiciadas por el enemigo. Temo que haya espías infiltrados en la aldea que puedan intentar un golpe de mano. Ruego no se ofenda por mis palabras si traslucen desconfianza hacia su clan: es el trauma que nos produjo ser traicionados por un Okuzaki.

Fumiko envió a cinco de sus hombres para guardar la casa y prometió venir a recoger al grupo al alba para llevarlos de vuelta al consejo.

El grupo se relajó en la casa. La cena fue excelente y, una vez recogida la vajilla y extendidos los futones, las mujeres que la capitana había puesto a su servicio se retiraron. Genji aprovechó para sacar las botellas de sake y tomar algunas copas con sus compañeros. Era, en verdad, un sake sin igual. Reiko sólo tomó una copa y, tras recomendarles que no bebieran demasiado, se retiró pronto a descansar. Hitomi y Kato la seguirían poco después, dejando al samurái solo, observando la Luna entre los árboles. Finalmente, tras vaciar la segunda botella, también se fue a acostar, dejando a Yukikaze junto a él, al lado del futón.

*****

Una gran algarabía le despertó. Estaba aún oscuro. Saltó de la cama como impulsado por un resorte: eran ruidos de lucha y gritos de alerta. Despertó a Kato de un puntapié y corrió hacia el porche, llamando a Reiko a gritos. Abrió las puertas. Los guardias se habían agrupado frente a la casa, con los aceros desenvainados. Allá al fondo, bajo un extraño resplandor azul, se distinguían formas, pocas de ellas humanas, que corrían hacía el corazón de la aldea y trepaban ya por los árboles. El ataque de Gonbu había comenzado.

El resplandor azul, un disco crepitante, avanzaba al ritmo de un caballo al galope. Cuando alcanzó la casa, Genji sintió que todas sus terminaciones nerviosas aullaban de dolor y todo su ser se retorcía en todas las direcciones imaginables a la vez. Su mente, sobrecargada, fue incapaz de reaccionar y todo se volvió oscuridad.

Sakura, un cuento de Lannet 2×12. Con Hosoda Genji (Menxar) e Ishikawa Reiko (Charlie).

La escena de la pasarela está sacada de El desquite de Sandokán, cuando llegan al poblado de los negritos:

«La estructura era muy robusta y estaba apoyada firmemente en sólidas ramas, pero el suelo estaba formado por bambúes colocados a la distancia de medio pie, o tal vez más, entre uno y otro.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. Es una verdadera trampa en la que se corre el peligro de romperse las piernas.»

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