Sakura — El hijo del criador de caballos I: Sachiko

Ishikawa Reiko se movía por la casa como una fiera enjaulada. Los días pasaban lentos y, sobre todo, aburridos. La presencia de Maruyama, aunque obligada por las más elementales reglas de la hospitalidad, crispaba aún más la situación. Su fama de mujeriego le precedía y sus compañeros impedían que se cruzara con él, con lo que casi no salía del ala señorial. Incluso su prima excusaba su presencia, seguramente a instancias de su guardaespaldas Chiba Isshin. La espada Yukikaze despertaba por igual reverencia, temor y deseo, tanto dentro de la casa como fuera, con visitas sin fin de samuráis locales que eran despachados por el mayordomo o por Nakamura.

Un mensaje de Washamine Yukio la animó un poco. Era la hija del oyabun, de su misma edad, y Hosoda y su padre habían estado de acuerdo en que, pese a su diferencia de estatus, sería bueno que ambas se conociesen, fueran al teatro y, en fin, hicieran cosas propias de su edad. Ambas se enfrentaban a problemas similares por su posición y podrían compartir experiencias y frustraciones que otras personas no entenderían. Tuvo que contestar que estaba indispuesta y que debían aplazar cualquier cita para más adelante, a lo que Yukio repuso a su vez que una visita a un onsen, un balneario, era lo mejor para recuperarse de cualquier malestar.

—Es una buena idea —contestó el doctor a la implorante mirada de Reiko—. Mañana os quito ya los puntos y las aguas medicinales ayudarán a la buena cicatrización de la herida.

Pero aquello no era suficiente para tranquilizar a la joven. Los preparativos para el viaje llevarían días: enviar un correo al onsen, comprobar el estado de los caminos (las crecidas y aludes por el deshielo eran un peligro en toda la región), coordinarse con la familia Washamine… Uno de los días, aprovechando que Nakamura Ken (el más crítico con sus movimientos fuera de la casa) estaba ocupado con los preparativos del viaje, abordó después del desayuno al joven Hosoda Genji.

—¡Vámonos de excursión! Por favor, Hosoda-san, hace un día espléndido. Vayamos al campo.

No le fue difícil convencer al samurái, ejemplo de nobleza rural para quien la ciudad está bien en pequeñas dosis. Habló con las cocinas para que les preparasen un bento ligero, mandó ensillar los caballos y, al poco, ellos dos y Nakamura Nobi abandonaban la ciudad. Reiko se cubría con un velo para proteger la tierna cicatriz que le corría desde la oreja al cuello del sol y del aire de febrero y de las miradas indiscretas.

Se dirigieron al suroeste, a través de los criaderos de peces y las lagunas poco profundas dedicadas al cultivo de algas de río y evitando los caminos principales. Más allá, el paisaje cambiaba rápidamente: las primeras sierras de la Sen Monogatari se alzaban ante ellos, dejando entre sí algunos amplios valles y muchas gargantas estrechas. Había pocas aldeas y muchas granjas dispersas. Las laderas estaban cubiertas de bosques y de bancales de cultivo. En las zonas umbrías aún se veía bastante nieve y los riachuelos y torrentes bajaban crecidos, obligándolos a veces a dar algún rodeo.

—¿Hacia adónde queréis ir, Reiko-dono? —preguntó Hosoda al coronar una loma desde la que tenían una buena vista de los alrededores.

—El samurái joven de la cena, al que le compramos caballos, tiene las tierras cerca, ¿verdad?

—¿Hirano Tooru? La casa familiar está pasando aquella colina de la derecha. Podemos estar allí a la hora de la comida.

—Guíanos.

Hosoda apenas pudo contener su alegría. Hirano Tooru era el samurái por el que se había interesado Reiko en la cena, tras percibir de él deseos nada decorosos. Nobi había averiguado que el joven, uno o dos años mayor que Hosoda, frecuentaba los garitos de juego y los prostíbulos de la ciudad. Una triste noticia para el propio Hosoda: los Hirano eran muy conocidos por sus caballos. Apenas vendían un puñado de potros al año que alcanzaban grandes precios. Uno de los principales clientes de los Hirano era el señor Ishikawa, a través de sus vasallos, los Hosoda. Genji había acompañado muchas veces a su padre a Aimi a cerrar tratos con el señor Hirano y se había entristecido mucho por su muerte el año anterior. Encontrarse con que el heredero dilapidaba así la herencia familiar lo tenía preocupado y llevaba días buscando excusas para salir e investigar por su cuenta. Que Ishikawa Reiko compartiese su preocupación le quitaba un gran peso de encima.

Las tierras de los Hirano eran extensas pero pobres, con pocas zonas de cultivo. Pero tenía grandes praderas con buen pasto. Un gran rancho, en suma. Tooru estaba en Aimi, con lo que contaba Reiko. Fueron recibidos por su hermana pequeña, Sachiko, una pecosa jovencita de unos trece años, delgada y flexible como el bambú, y por sus dos samuráis vasallos. Todos fueron formales con Reiko y Nobi y muy familiares con Genji, al que habían visto crecer. La cocinera, una mujer entrada en años pero con la complexión de un buey, lo levantó en volandas al grito de «¡hay que ver lo que ha crecido el pequeño Genji!», antes de aplastarlo en un abrazo constrictor. Aguantándose la risa, Reiko pidió tomar un baño antes de comer, una excusa para poder maquillarse y ocultar la herida.

La comida fue muy frugal: arroz, cecina de caballo, verduras de invierno y encurtidos, a lo que se sumó la propia comida que llevaban Reiko y sus compañeros. Sus huéspedes se disculparon por ello y Reiko por presentarse de improviso. Dieron el pésame a la familia por la muerte del señor Hirano y le presentaron sus respetos en el altar familiar.

La conversación durante la comida trató de caballos, como no podía ser de otra forma. Sachiko resultó ser, a su corta edad, una gran entendida y se sabía de memoria los libros de cría de la familia y el caballo de Hosoda era un Hirano. Con los pocos datos que le dio Genji, la chica recordó toda su genealogía e incluso haberlo ayudado a nacer. La forma de hablar de sementales, yeguas y partos sonrojaba a Genji y escandalizaba y divertía a partes iguales a Reiko y Nobi. Por lo visto, el caballo de Genji descendía del mejor semental que habían tenido desde los tiempos del abuelo y Sachiko se moría por montarlo (más rubor para el pobre Hosoda). Como los vasallos alababan la destreza como amazona de la niña, Reiko aceptó el desafío de Sachiko.

Fue toda una demostración. Sachiko montó al caballo por un circuito de saltos que se veía se había construido para ella tiempo atrás. Lo llevaba con una silla ligera y lo guiaba con una sola mano o sin ellas, pues en la izquierda empuñaba un arco corto. Pese a ello, hizo una demostración que hubiera humillado al mejor samurái. Volvió sudorosa y con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Es como cabalgar un huracán! Es la primera vez que monto un caballo de guerra y me ha intentado morder. He tenido que darle un par de puñetazos para enseñarle quien manda y, aun así, me ha sido muy difícil. En manos de un samurái tiene que ser… —Y miró a Hosoda con ojos esperanzados.

Reiko estuvo rápida en proteger el maltrecho honor de su compañero, quien llevaba un buen rato intentando recoger su mandíbula del suelo.

—El caballo está cansado y aún nos tiene que llevar a casa, Sachiko. Habrá que dejar las demostraciones para otro día.

El viaje de vuelta lo hicieron en silencio, roto sólo por los suspiros de Hosoda. Reiko iba sumida en sus pensamientos y no habló hasta cerca de Aimi.

—No te preocupes, Genji, no dejaré que Tooru venda a su hermana para pagar sus deudas. Me reuniré con mi prima para decidir qué hacer.

Sakura, un cuento de Lannet 1×04. Con Hosoda Genji (caballería ligera) e Ishikawa Reiko (heredera).

Partida intimista con dos jugadores que aprovechamos para explorar la personalidad de sus personajes y profundizar en la relación entre ellos.

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