El Ícaro — Sexo y muerte ante los antepasados

En el equinoccio de otoño los elfos de las llanuras se reúnen en An Arda, una gran y antigua mota que se elevaba en el mar de hierba. Es tiempo de tregua entre los clanes, de comercio y de alianzas. También ocasión para que los bravos solteros dancen, bajo el influjo de una variada panoplia de hierbas y bebidas euforizantes, para atraer la atención de las mujeres, tanto de las solteras como de las que quieren un poco de diversión. Y una fecha también apreciada por los comerciantes extranjeros. Mucha plata y mucho oro quieren los bravos para adornar sus puntiagudas orejas y demostrar, así, que ya no son vírgenes o que han sido escogidos por una mujer como compañero y padre (uno de) de sus futuros hijos.

En esta fecha festiva debían recoger los expedicionarios del Ícaro el pago pactado por acabar, semanas atrás, con La Máquina en el norte de las Grandes Llanuras: estómagos e intestinos de los grandes búfalos para reparar la celda de gas dañada del dirigible. El equipo comisionado para recoger la mercancía estaba formado por los sargentos Max Powell (ingeniero) y Iosef Dragunov (artillero) y por la cosa-rara-en-el-organigrama Sassa Ivarsson, joven estudiante de postgrado recogida en el desierto de Salazar un mundo atrás. Powell y Dragunov ya habían estado en el primer contacto con los elfos. Powell debía validar la mercancía y Dragunov hacerle de escolta. Ivarsson iba porque era lo más parecido a un antropólogo que tenían en nómina y porque, siendo sinceros, el equipo científico quería mandar a alguien, pero ningún becario se había prestado a ello.

El viaje lo hicieron con el Albatros dorado, el único barco disponible. Fue un viaje corto, pues Ynys Mawr estaba en esos momentos pasando cerca de An Arda. El campamento de los elfos (de sus elfos) estaba al suroeste, al pie de la mota. Lo reconocieron sin problema por las señas que les hicieron desde tierra. Había otros campamentos rodeando la mota y, junto a varios, también barcos voladores. El piloto del Albatros, sin embargo, prefirió atracar a cierta distancia. Aterrizó un pequeño barranco que les mantendría a salvo de miradas indiscretas.

La expedición fue recibida con alegría. Se intercambiaron regalos (los del Ícaro llevaban tanto cuchillos y joyas para regalos personales como varios barriles de cerveza y pescado en salazón y ahumado para la fiesta) y recogieron las tripas de búfalo. Para entonces, el sargento Powell estaba, para usar vocablo técnico, muy perjudicao por la pipa que se había fumado (donde tabaco, lo que se dice tabaco, no había mucho). Águila Calva también estaba bien puesto y, abrazando a su nuevo gran amigo, se lo llevó para prepararlo para la fiesta. A Ivarsson también la habían arrastrado. La joven llamaba la atención de elfos y elfas, mucho más bajita que ellas y mucho, mucho más voluptuosa. Dragunov, que lucía un pendiente de oro de casado (y un plateado eru pelegrí en la otra oreja), pudo disfrutar de una charla tranquila con el jefe guerrero.

Pronto empezó la fiesta, tras los sacrificios rituales. En el centro de la mota se había montado una gran mesa en herradura. Dentro estaban las mujeres, con sus mejores galas. En el exterior, los hombres. Los solteros, en taparrabos y pintado todo el cuerpo con motivos animales o geométricos, realizando las más variadas danzas para atraer la atención de las chicas. La bebida más consumida era una especie de cerveza espesa, poco alcohólica, vigorizante y excitante y, pronto, los bailes oscilaban entre lo sensual, lo erótico y lo directamente obsceno. Destacaban sobremanera el dúo formado por Águila Calva y Max Powell. El elfo había preparado el número de la cebra, un dibujo sobre la piel que parecía una cebra que se movía conforme a la danza de los bailarines. Era un espectáculo conocido, muy aplaudido por ellas y muy envidiado (con admiración) por ellos. El que lo compartiera con un extranjero humano levantó muchas ampollas.

La fiesta se fue animando y empezaron a desaparecer parejas: la chica aceptaba los bailes del chico, el chico la mirada de ella y ambos salían del círculo y descendían a los subterráneos bajo la mota por unas escaleras un poco más allá del altar. Powell se dejó arrastrar por una elfa de ojos miel y Sassa, tras hacerse mucho de rogar, aceptó la invitación de Águila Calva. Ambos suscitaron muchas envidias y con el ingeniero fueron algo más que envidias: un grupo de cazadores jóvenes decidió emboscarlo para cuando terminara (no era plan de molestarla a ella), pero Dragunov, que se esperaba algo así desde que vio a su amigo con las pinturas de cebra, fue tras ellos y los disuadió de tales ideas.

Apenas había vuelto a la superficie cuando un gran rayo proveniente de algún lugar del cielo nocturno cruzó la mota, dejando un surco de fuego y destrucción. Dragunov corrió hasta el jefe guerrero, entre mesas y fuentes de comida volcadas, moribundos, gente agazapada o huyendo presa del pánico y otros, con la cabeza más fría, gritando órdenes, llamando al orden e intentando organizar el caos. El caudillo era de los segundos y ya tenía a su alrededor a tres o cuatro guerreros.

Una segunda descarga rasgó la noche. Iba acompañada de un zumbido in crescendo y muy característico.

—Vamos al campamento. Los niños y las armas están allí.

—Mis compañeros estarr abajo. Irr con ellos.

—Mi mujer también, protegiendo a los nuestros. Si la ves… Si la ves, dile que la quiero.

Dragunov alcanzó las escaleras a las catacumbas cuando la primera oleada de Dardos de La Máquina alcanzó la mota. Las veloces máquinas dieron rápidas pasadas, ametrallando a discreción e impidiendo que los elfos se reagruparan. Aun así, unos pocos no cedieron y devolvieron el fuego en forma de descargas mágicas, intentando ganar tiempo para que sus compañeros y familiares alcanzaran los campamentos y pudieran armarse antes de que la oleada de drones, más lentos, los alcanzase.

El artillero del Ícaro no esperó para verlo. Mientras corría hacia las catacumbas había mantenido una breve conversación telepática con Sassa. Las cosas abajo no estaban mejor. Dragunov recuperó el aliento sobre las escaleras, el tiempo necesario para enviar un mensaje a la base a través del eru pelegrí y comprobar la carga de la escopeta y las pistolas.

 

Pintaban bastos. El ataque en superficie empujaba a los elfos a buscar refugio en las catacumbas y en las catacumbas habían aparecido, como por arte de magia, enormes jayanes dedicados en cuerpo y alma a la tarea de destripar orejas-picudas. A tres de ellos se enfrentaban Sassa y Powell. Cortaban el paso de los jayanes hacia los elfos, que huían a los niveles inferiores, y los jayanes les impedían alcanzar la superficie. Aunque lo verdaderamente preocupante estaba tras los gigantes de los cuernos: un pretoriano se veía al fondo, donde el subterráneo era más amplio, junto al túnel recién excavado por el que habían venido (una especie de gusano mecánico excavador aún se movía en su boca, retirando escombros). Un pretoriano de la facción del norte, a la que habían derrotado semanas atrás. Tenía aquello pinta de una operación de castigo contra los elfos, por haberse entrometido en los planes de La Máquina. Los jayanes, enemigos jurados de los elfos, parecían los peones de aquella operación.

El pretoriano no podía llegar hasta ellos. Los jayanes tampoco podían moverse bien por el estrecho pasillo; debían ir en fila india. La posición de Sassa y Powell no era mucho mejor. Era como estar en un callejón estrecho mientras te carga un toro bravo. Y el pretoriano podía usar sus poderes mentales a distancia. Águila Calva no estaba con ellos: había reaccionado el primero ante los ruidos y temblores y se habían separado. Dragunov ahora tampoco podía llegar hasta ellos: llegaba por el otro lado del pretoriano y había tenido la mala fortuna de tropezarse con un jayán en busca de víctimas.

Los jayanes debieron vérselas muy felices al tener enfrente a un elfo escuchimizado y pintarrajeado y una elfa voluptuosa y con el vestido a medio abrochar. El que sobrevivió nunca entendió qué pasó. Empezaron a recibir golpes invisibles, luego uno de ellos se dio la vuelta y se enfrentó a los otros con movimientos rígidos y los ojos inyectados en sangre. Hubo rayos y luego proyectiles volando en una y otra dirección. Cuando quiso darse cuenta, sus hermanos yacían ensangrentados en el suelo. Aullando de pánico, cruzó entre los dos elfos y se perdió por los túneles.

Para entonces, el pretoriano tampoco estaba. Sus habilidades lo hacían invulnerable a cualquier ataque que pudieran lanzarle, pero un hechizo simple de dominación surgió efecto:

—Camina por el pasillo de tu derecha sin parar.

Dragunov, en ese pasillo, se vio venir al pretoriano. Para entonces, ya había despachado a su oponente y pudo meterse de un salto en el túnel que había abierto La Máquina. Pateó con fuerza al gusano mecánico para alejarlo, esperó a que pasara el pretoriano y corrió a unirse con sus compañeros.

 

Un momento de descanso que Sassa aprovechó para comunicarse telepáticamente con el jefe guerrero y con Águila Calva. En superficie, el empuje de La Máquina se disipaba: los elfos se dispersaban por la llanura circundante, plagada de pequeños barrancos, oquedades, escondrijo y simple hierba alta. Bajo tierra, no iba tan bien.

—Hay un guerrero de La Máquina enorme y terrible. Lo evitamos por los pasillos estrechos, pero usa a los jayanes para azuzarnos y dirigirnos. Es una cacería que nos lleva al templo inferior, donde el maldito bicho podrá moverse a gusto.

Dragunov, Powell y Sassa echaron a correr buscando bajar a los niveles inferiores. Encontraron en una sala a un grupo de elfos jóvenes y asustados, varios de ellos heridos, y se los llevaron consigo, para protegerlos y como guías. El sitio era un laberinto con varios grandes corredores, pasillos estrechos que se ramificaban por doquier y salas de todos los tamaños, que La Máquina había sabido evitar para llegar con sus túneles a los corredores de acceso superiores y así cortar la huida al exterior.

Varias culturas habían excavado aquella ciudad subterránea que los elfos usaban como catacumbas y osario desde hacía muchas generaciones: los escarceos sexuales nocturnos de esta noche sagrada se hacían ante la mirada sonriente de las calaveras de los antepasados. En el nivel inferior era donde mejor se apreciaba la estructura primitiva. Bajo las estatuas, relieves y ofrendas élficas aún se veían restos de los finos trazos originales. Powell se fijó en relieve que mostraba a una figura estilizada manipulando un objeto con forma de cuenco tapado que le recordaba mucho, por las líneas que mostraba en su superficie plana, al que encontraron en primavera en las Tierras Altas del Sur y que Neltha creía algún tipo de instrumento de navegación relacionado con los portales. Le llamó la atención la posición de la figura (apretando y girando la base convexa del instrumento) y se prometió probarlo cuando volvieran a la base. No tuvo que esperar tanto.

 

El ataque de los jayanes parecía neutralizado. Los elfos supervivientes se habían agrupado y armado con las ofrendas y ajuares funerarios del nivel inferior y levantado barricadas en las salas grandes para cortar el avance enemigo. Grupos pequeños de cazadores hostigaban desde los estrechos pasillos donde la corpulencia y los cuernos de los jayanes los ponían en franca desventaja. Era una situación de tablas que llevaba a una lucha de desgaste que no beneficiaba a nadie, pero los jayanes no se retiraban y se centraban en aislar la zona del templo bajo, donde el pretoriano daba caza al clan de Águila Calva.

El grupo del Ícaro burló el bloqueo por su retaguardia. Alcanzaron a los elfos en una encrucijada, donde su retaguardia combatía con los jayanes. Una carga decidida hizo retroceder al enemigo y les dio unos instantes para unirse a Águila Calva. El cazador estaba cubierto de sangre de los pies a la cabeza y tenía varios cortes en brazos y torso, pero empuñaba con decisión una lanza partida y el cuchillo de acero que le regalara Dragunov. Formaban su partida ocho jóvenes elfos y elfas armados de fortuna. Todos asustados, casi todos heridos.

—La jefa va delante con sus dos lanzas y una docena de muchachos. Muchos heridos. Ése era el último cruce antes del templo. Mal asunto —El elfo mezclaba latín de Finisterra y su propia lengua y sólo Powell, con sus hechizos, podía entenderlo bien. Pero el tono y los ademanes lo decían todo—. Si el templo está libre, podremos montar una barricada y aguantar mientras el resto huye.

El grupo no dijo nada: la petición estaba clara. Se despidieron (un apretón de manos Dragunov, una sonrisa incómoda Powell, una mirada anhelante Sassa) y siguieron corriendo. Pasaron al grupo principal («Su marido está bien, le manda recuerdos»), que avanzaba renqueando, y, tras cincuenta o sesenta metros de pasillo revirado, alcanzaron el templo.

Desde el pasillo se apreciaba una sala circular, de diez metros de diámetro al menos. El suelo era metálico, de color bronce nuevo y cubierto de los intrincados dibujos que habían visto en los portales de Ynys Mawr y Ulum Dum, salvo una estrecha franja junto a la pared, que era de piedra. En esta franja se amontonaban estatuas élficas y armas y enseres de todas clases. En la sala les esperaba el pretoriano. Caminaba a un lado y a otro, pero al oírles llegar se echó a un lado.

Dragunov fue el primero en salir, espada en mano, cerrando distancias tan rápido como pudo. Powel fue detrás, para quedarse junto a la pared, lo más lejos del cyborg que pudo. Su cometido era proteger a Dragunov con sus escudos, no entablar combate. Sassa salió por la derecha, manteniendo las distancias. Probó primero con unas descargas de energía, que fueron rechazadas con facilidad por el pretoriano, así que pasó a lanzar impactos telequinéticos. Eran poco poderos, pero tenían la ventaja de ser invisibles.

El combate estaba equilibrado. El pretoriano no lograba atravesar los escudos de Powell con sus ataques directos, ni tampoco devolver los ataques telequinéticos a Sassa. La chica se había hecho a los patrones mentales de La Máquina tras tantos enfrentamientos y podía percibir sus poderes antes de que tomaran forma.

Powell era el eslabón débil del grupo y la mente analítica del pretoriano así se lo indicó. El mago, mientras sus compañeros combatían, había cruzado el templo hasta llegar a un pedestal de metal y piedra. La parte plana superior tenía un dibujo que reproducía aparentemente la trama de líneas del suelo, salvo en su centro, donde encajaba un artilugio como el de Minas Anghen y los relieves de hacía un rato. Esperando que fuera de utilidad, empezó a manipularlo tal y como vio en los relieves. Mientras sufría los ataques del pretoriano. Uno tras otro. Por muy poderosos que fueran sus escudos, de poco servían contra ataques que no podía ver. La telequinesis del cyborg desgarraba sus músculos, estallaba sus venas y arterias, astillaba sus huesos y hacía trizas sus órganos más rápido de lo que su magia podía regenerarlos.

De repente, el artilugio cedió. La lisa zona convexa cedió, abriendo unas aberturas a sus dedos. Giró entonces con todas sus fuerzas a la derecha sujetando el resto del artefacto con los brazos y el cuerpo. El extremo cedió y giró un cuarto de vuelta. Al instante, oyó y sintió un sonido grave, proveniente del subsuelo, como de grandes piezas de maquinaria o cierres encajando en su posición. Le siguió un chirrido espantoso, como mil chicharras frenéticas que acabaran de despertarse, el aire rieló y apareció en mitad de la sala, perpendicular al suelo, un disco plano de negrura infinita.

En el centro del templo, donde estaban luchando el pretoriano y Dragunov.

Que ahora no estaban.

Powell masculló toda serie de imprecaciones y maldiciones que un marino conoce tan bien. Se arrastró cojeando hasta Sassa, rodeando con cuidado el templo por la zona de piedra. Le entregó el artefacto y le explicó lo que había hecho. Se enderezó y entró en la zona metálica.

—Mataría por un chicle.

Y saltó.

Los viajes del Ícaro, 4×01. Protagonistas: sargento Dragunov (maestro de armas con sangre antigua, nivel 7) [Charlie]; sargento Max Powell (hechicero con sangre antigua, nivel 6) [Sir_Petrus]; Sassa Ivarsson (mentalista/hechicero-mentalista, nivel 8) [Menxar].

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