El Ícaro — Nunca debí dejar la isla

El Albatros dorado cabeceó pesadamente al ganar altura después de doblar el cabo Huérfano, enfilando la gran bahía de Nidik y su puerto refugio. La tripulación charlaba animada, congratulándose por el buen resultado de la expedición: todo rincón del barco estaba lleno de las mercancías obtenidas de los elfos y hasta el enano Herschel hijo de Glóin sonreía satisfecho bajo su barba trenzada con hilo de oro.

El capitán Paolo no compartía la alegría de la nave. Daba igual las veces que ya había montado en uno de esos infernales navíos voladores, la maniobra de atraque, esto es, el aproximarse a pocos metros del acantilado en movimiento de la gran isla, entre fuertes corrientes de aire, para amarrar el barco a los pescantes que debían izarlos al interior de la gruta-muelle, le parecía más un acto de irreflexión suicida antes que una maniobra rutinaria. Así que, con los nudillos blancos de aferrarse a la borda, repasaba mentalmente la misión contra la Máquina en el norte, errores, aciertos y como, contra todo pronóstico, habían vuelto todos vivos. No todos juntos, pues parte del equipo iba en la Perla de la capitana Svala Ojos de Hielo en busca de un puerto para hacer reparaciones. Con él volvían Zoichiro, el hosco duk’zarist, malherido y consumido por su magia al extremo de oler a carne quemada; Su Wei, herida y posiblemente embarazada; el fusilero Frederick y Sassa Ivarsson, extraña anomalía del organigrama del Ícaro que lo mismo hacía de enfermera de campaña como impedía que hombre (¡y barcos!) se despeñasen contra el suelo.

Atrás quedaba ya la Máquina herida, tanto, esperaban, como para no ser una amenaza a corto plazo; y el bosque arrasado, adiós a la alianza con su Señor; los elfos y su extraño comportamiento. Ahora, acabada ya la temporada de expediciones, tocaba descansar. Dos viajes rutinarios en la segunda quincena de septiembre: recoger a Forgen en Sevilla (y devolver a Herschel) y recoger los estómagos de búfalo de los elfos.

 

Un fuerte golpe le sacó de su ensimismamiento. Estaban dentro ya del puerto. Las grandes puertas se cerraban tras ellos y los estibadores corrían a colocar los caballetes bajo la quilla; otros, a gritos del capitán, retiraban la gran hélice cuatripala, mientras el piloto accionaba válvulas y palancas para realizar un «apagado» controlado del motor de claudia, entre siseos de vapor y crujidos del metal al enfriarse.

A pie del barco esperaba el sargento Gustaf Anderson, ingeniero (ala izquierda) y destacado en Nidik para la reparación de su muralla y como enlace con sus habitantes desde los sucesos de primavera. En cuanto colocaron la pasarela, Paolo bajó de un salto y saludó al marino. Anderson se cuadró y le devolvió el saludo, pero su mirada recorrió el Albatros dorado.

—Los oficiales Conway y White vendrán en la Perla, cuando hayan hecho reparaciones —El breve gesto de Anderson no pasó desapercibido para Paolo—. ¿Algún problema, sargento? ¿Pasó algo durante la thing de Nidik?

—No, capitán —contestó el ingeniero, tras una pequeña pausa para humedecerse los labios—. Muchos mercaderes, muchos visitantes, algunas peleas de borrachos… Poco que reseñar.

»Aunque —continuó al poco—, la amiga de usted —Diana, más que posible agente de Finisterra que había llegado a Nidik acompañando al obispo de Sevilla poco antes de que partiera la expedición contra la Máquina— nos avisó de que, aprovechando la thing, han llegado espías de Entreaguas para obtener información sobre nosotros. También han venido cazadores de dragones: al parecer se vio un dragón en tierras de Cahul a comienzos de verano. El comandante teme que alguno pueda cruzar la cordillera y aparecer en el Valle —Un latido de dolor en la sien derecha, allí donde el puño del titán había acabado con su vida. Culpa suya que Neltha adoptara su verdadera forma y aún no sabía cómo sentirse por burlar así a la muerte, algo que ni Cristo pudo hacer.

—Paolo, ¿puedo retirarme? Quiero ir a ver a Ciri.

La impetuosa interrupción de Sassa hizo perder a Paolo el hilo de sus pensamientos, pero el fugaz rictus de terror de Anderson los encarrilaron bien rápido.

—¿Dónde está la niña, sargento?

—No… no lo sabemos, señor. Creemos que se fue tras el oso.

—Si alguien le ha hecho algo al oso por hacer una gracia o estando de borrachera…

—No, no, señor. Nadie tocaría al oso. Lo trajimos al palacio real precisamente para que estuviera más protegido que en la casa de Svala en el puerto. Lo último que sabemos del oso es lo último que sabemos también de Ciri: la hoy gritar «No, Oso, no la sigas», antes de perderla de vista.

—¿No la sigas? ¿Seguir, a quién? ¿Qué puzle es éste, Anderson?

—Creemos que a la chica rubia que trajo usted de Entreaguas.

El capitán se detuvo y se apoyó en su martillo de guerra, al faltarle el aliento. La muchacha estaba poseída por un demonio de la venganza y tenía unas habilidades sin parangón. Atraparla había tenido mucho de suerte.

—Anderson, la chica debía estar bajo fuerte vigilancia en todo momento. ¿O nos ha traicionado el Gato Negro?

—No, no, señor. Estaba bajo vigilancia, pero aprovechó un descuido debido al jaleo y huyó.

—¡Sargento, o me explica de una vez qué demonios ha pasado en mi ausencia o, por la espada de Cristo, que va a pasarse usted el invierno quitando la nieve del camino de Nidik a la base! —Al rugido de Paolo todas las cabezas del puerto se giraron y varias más aparecieron en la puerta a la superficie. Renaldo y Su Wei se acercaron con aparente indiferencia para enterarse de lo que ocurría.

—Nos atacaron, capitán, al alba del día 1 de septiembre, justo tras la tregua sagrada de la thing. Un tal Erik el Rojo, un reyezuelo pirata como los de esta isla. Venía con tres barcos largos, unos sesenta hombres. Sobrepasaron el acantilado y aterrizaron a medio camino de la ciudad, así que los teníamos allí casi antes de que se diese la alarma.

»Pero esa noche la regente Starnia dio un banquete y estábamos bastantes de los nuestros, incluyendo al comandante. Sorensen, Flanagan y MacAllister dormían en la posada de Ostakker y estaban en las puertas antes del tercer tañido de campanas. Al poco, llegamos el comandante, Van Ragnason, el pater y yo. Los atacantes eran muy hábiles. Tenían con ellos un jayán gigantesco y varios hechiceros y nos vimos obligados a usar armas de fuego para defender la puerta.

»Un segundo grupo atacó las murallas por el lado de palacio. El camino de ronda aún no está completado y es un punto débil. Allí estaba Patrick Ivarsson y, ante el peligro, el Gato Negro se unió a él. La muchacha aprovechó ese momento para salir de su celda, noquear a Silvana Wallace y desaparecer.

»Es entonces cuando me pareció oír gritar a Ciri, pero no pude prestarle atención porque el enemigo había llegado a lo alto de la muralla y el comandante había caído malherido. Íbamos a abandonar la puerta y retroceder a palacio cuando llegaron el alférez Callahan y sus hombres con los cabalgavientos y los bombardearon. Aquello hizo flaquear a los hombres de Erik, así que hicimos una última descarga y cargamos contra ellos, arrojándolos de la muralla. Con eso tuvieron bastante y se retiraron. El comandante dio orden de darles campo libre y no atacar sus barcos, no fueran a cambiar de idea.

»Cuando supimos de la huida de la chica, el Gato Negro y el pater salieron en su busca, tras pedir permiso al capitán Lute. Pero de la ausencia de Ciri no la descubrimos hasta varias horas después.

—¿Lute tomó el mando?

Sigue al mando. Es el siguiente en el escalafón, al no estar usted ni la capitana Conway —Anderson vio la mirada de Paolo y negó con grandes aspavientos—. No, capitán, el comandante está herido pero fuera de peligro. Ha resultado ser alérgico a la magia regenerativa, así que el doctor tuvo que recomponerle la clavícula y remendarle a la clásica.

El capitán Paolo tamborileó sobre la cabeza de su martillo de guerra. Había ido a una misión casi suicida y había vuelto con todos sus hombres sólo para encontrarse la casa sumida en el mayor caos. Se sentía diez años más viejo, doblado por el peso del mando. Por un momento. Luego, enderezó la espalda, cogió el martillo con decisión y se volvió a sus hombres.

—Ivarsson, encuentre a Ciri. Renaldo, vaya con ella —Zoichiro dio un paso al frente. No fueron necesarias las palabras, Paolo asintió. Luego miró a Su Wei y recordó la conversación con Sassa sobre su posible estado de buena esperanza y los peligros de la altitud—. Su Wei, quédese en Nidik de enlace y apoyo. Yo voy a la base a poner un poco de orden.

Y ya puede acabarse el mundo que yo no vuelvo a dejar la isla.

 

Los viajes del Ícaro, 3×09. Dramatis personae.

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