El Ícaro — La destrucción de Nidik

La tormenta azotaba el grueso vidrirroca de la torre de control. Negras nubes y blanca nieve era lo único que Edana Conway podía ver. El rugir del viento era lo único que alcanzaba a oír. Un preciado momento de paz en la noche que fue roto por el «bidimbirubi» del teléfono.

—Edana, preséntese en mi despacho de inmediato.

La voz del comandante sonaba preocupada y de fondo, sólo audible para el agudo oído de la tuan dalyr, Erstin Ho sollozaba quedamente.

 

El comandante se había apropiado del que fuera puesto del jefe de pista como despacho propio. Una pequeña estancia con grandes ventanales que sobresalía en voladizo sobre la cubierta de vuelo. Una mesa con el habitual teléfono y varias pantallas que permitían ver lo que sucedía en otros puntos de la base (el profesor Jorgen Forgen, que había propuesto el término «teléfono» para los comunicadores, sugería llamar «televisión» al aparato), tres sillas y una estantería eran su único mobiliario. Un despacho pequeño donde, a falta de sala de reuniones o de la espaciosa cámara del Ícaro, se hacinaban los oficiales de la expedición sacados de la cama por una llorosa Erstin.

—Seré breve —empezó el comandante—: a las 22:00 horas, hora local (aproximada) Erstin sintió una emoción fuerte de peligro a través del Eru Pelegrí que le comunica con el capitán Paolo. Desde entonces, todos los intentos de establecer comunicación con el SG-1 han fracasado —Acalló las voces de sorpresa y de venganza y prosiguió—. No me imagino qué ha pasado y me resulta difícil creer que haya algo en la isla que pueda suponer un peligro para esos tres, así que actuaremos con prudencia. Puede tratarse simplemente de un problema de comunicaciones y mandar un grupo de asalto a la ciudad de Nidik podría derivar en una masacre injustificada. Ya he pasado por eso.

»Mantendremos un grupo de asalto de Wissenschaft en la salida de los túneles al mando del teniente Valeri. Un grupo de exploración se infiltrará en Nidik para averiguar qué ha pasado con nuestros compañeros. Partirán en una hora, así podrán llegar a Nidik poco después del amanecer. Nuestro meteorólogo, el señor Maldonado, informa que habrá niebla espesa toda la mañana, así que sus grifos no podrán volar. Eso nos favorece.

—¡Yo iré! —exclamó el teniente White, oficial de derrota, que le estaba cogiendo gusto a las misiones en tierra—. Me llevaré a Dragunov, que las armas de fuego siempre impresionan a los indígenas. Necesitaré también a un experto en artes marciales, por si nos obligan a dejar las armas. Su Wei, por ejemplo.

—A Dragunov no le va a hacer maldita la gracia —comentó Edana Conway—. Ha estado todo el día montando los aerófonos en la montaña y mañana tenía el día libre al ser su cumpleaños.

 

—¡Quiero ir! Si algo ha derrotado a Paolo, debo ir.

—Esto no es una misión de combate. Vamos a infiltrarnos y a investigar y, Zoichiro, usted, y perdone la franqueza, llamaría demasiado la atención.

El duk’zarist observó al grupo, al oficial de piel de ébano y pelo blanco, a la shivatense de ojos rasgados y larguísima trenza y al artillero de ojos de águila con su escopeta de corredera y su trineo a cuestas. Abrió la boca para replicar, pero se lo pensó mejor, soltó un bufido y se apostó tras las rocas con los binoculares de largo alcance.

 

El grupo llegó a la ciudad al amanecer, un par de horas antes de lo previsto gracias al trineo de Dragunov y su endiablada forma de conducir. La guardia estaba alerta y molesta, los lugareños formaban animados corrillos y había cuadrillas de albañiles moviendo escombros y montando andamios. Pese al jaleo o quizás por ello el rey les recibió tras una hora de espera. Como el grupo de Paolo, debieron dejar sus armas a la entrada y confiar en las dotes del mayordomo como intérprete, pues el rey no sabía o no daba señales de saber latín.

—Anoche un comerciante y gran amigo mío fue atacado en la posada —comenzó, tras las presentaciones, el rey—. Un ataque cruel y despiadado. Un asesino muy hábil. ¿Sospechas? Los asesinos de la Iglesia de Finisterra. ¿Quiénes? Hasta ayer habría dicho que un rumor absurdo, una leyenda rural, el coco a quien se le responsabiliza de todas las muertes extrañas e inexplicables. Una orden de asesinos de habilidad sobrehumana que, bajo la autoridad de los obispos de Finisterra, eliminan a los enemigos de su Dios, de su Iglesia y de su rey: brujos, no-humanos y rivales políticos. Nunca dejan testigos, de ahí que su existencia sea sólo un rumor.

»Pero ayer Ffáfner, el comerciante dvergar y protegido del rey Pedr de Teyrnas Y Cymoedd, fue atacado salvajemente en una habitación cerrada y sin ventanas, ¡desde el exterior! No sé si sigue vivo o está muerto, pues tras el ataque él, el dueño de la posada, Ostakker Tres Cicatrices, y su familia desaparecieron. Y tampoco sabemos nada del asesino.

—Oh, rey, con el enano viajaban unos compañeros nuestros —dijo el teniente White—. ¿Qué ha sido de ellos?

—¡Ah, esa es en verdad una historia curiosa! Pues veréis, cuando llegó la guardia atraída por el ruido del ataque…

Le interrumpió un gran estruendo, como una explosión seguida de un profundo retumbar. El palacio entero tembló y cayeron varios tapices de la sala del trono. Las concubinas del rey se abrazaron aterrorizadas, el mayordomo se tiró al suelo, White y Su Wei se incorporaron con el rostro demudado. Sólo el rey Skilfil y Dragunov permanecieron sentados, sin inmutarse. El artillero sacó un cigarrillo y lo encendió con una tea que había saltado de la chimenea.

—Esos son nuestros amigos.

 

Las traseras de palacio estaban separadas de la muralla por un amplio patio que era el cementerio de la ciudadela y también un melancólico jardín. Era compartido por palacio y el templo y también se podía acceder desde las dependencias usadas por la guardia, como la gran torre-establo de los grifos. Estaban enterrados allí los antepasados del rey, su esposa, sacerdotes y nobles de la ciudad. Un enterramiento tan joven como la ciudad junto con algunas antiguas tumbas de origen desconocido. Bajo el cementerio se extendía una antigua cripta usada como ocasional mazmorra y cuyas vetustas cúpulas habían cedido. A ojos del rey y de sus acompañantes, el patio era ahora un caótico foso lleno de cascotes, nieve sucia, restos de esqueletos, lápidas y trozos de estatuas. La muralla también se venía abajo, al faltarle los cimientos. Con lentitud, como a cámara lenta, en medio de una espesa nube de polvo.

Del caos surgieron tres figuras, saltando y trepando entre los cascotes hasta alcanzar suelo firme. La mayor de ellas, un auténtico gigante envuelto en vendas y con la cara hecha un mapa, se sacudió los restos óseos que tenía prendidos en los jirones de sus ropas —una mano, un trozo de tibia, una mandíbula—, los miró con ojos vidriosos, meditó un momento y se tumbó en el suelo, cuan largo era, con las manos cruzadas sobre el pecho.

—Estoy muerto. Por favor, enterradme.

Su compañero, sólo un poco más bajo, miró a los restos y luego a su alrededor con los ojos inyectados en sangre, para fijarse en el sacerdote —rapado y vestido de azafrán— que había acudido al estruendo.

—¡Los muertos se levantan, Kuro! ¡Es ese nigromante! ¡A él, mis hombres!

La tercera figura, aún intentando salir del montón de escombros, miró a su alrededor desesperado, descubriendo al grupo del teniente White.

—¡Detened al capitán! Ha sido envenenado y tiene alucinaciones —les gritó.

Su Wei fue la primera en reaccionar, saltando encima de Paolo para reducirle. Pero el ex-inquisidor era un guerrero experimentado y el veneno no parecía afectar a sus reflejos. Sin apenas esfuerzo, lanzó a la shivatense lejos de él. La joven aterrizó pesadamente entre los escombros y allí quedó, intentando recuperar el aliento.

El segundo en moverse fue el teniente White. Con un movimiento fluido, sólo posible gracias al duro entrenamiento, sacó y lanzó varias de sus largas y afiladas agujas. Apenas lanzadas, puso cara de pánico y extendió su mano izquierda, como queriendo alcanzarlas.

—¡Mierda! ¡Mi veneno!

Las agujas alcanzaron con precisión al capitán Paolo, que se desplomó con la pierna derecha colgando inútil. Por unos momentos, se arrastró hacia el sacerdote llamando a gritos a Kuro, pero de repente empezó a convulsionar y echar espuma por la boca al hacer efecto la esencia venenosa del oficial de derrota.

—Menudo se va a ponerr el capitán cuando se recuperre —murmuró Dragunov, dando una profunda calada al cigarrillo. Fue el único, gracias a su capacidad para ver las cosas invisibles al ojo humano, que vio cómo varios de los muertos empezaban a moverse en respuesta a los gritos y aspavientos del sacerdote. Echó mano de su escopeta, pero como encontrara vacía la funda, soltó un chasquido de fastidio y le ofreció otro cigarrillo al desolado rey de Nidik que, blanco como un cadáver, contemplaba los restos de su orgullosa fortaleza.

 

Dos horas antes, Kuro había recobrado el conocimiento con sus heridas limpiadas, cosidas y vendadas. Se encontraba en una sala de techo bajo que parecía un cruce entre cripta y mazmorra. Varias robustas puertas de hierro y roble indicaban la presencia de celdas y unos ronquidos, la de un centinela. En una de las celdas encontró a Paolo y a Renaldo, igualmente curados. Parecía que, cuando los encerraron, de alguna forma se lo habían dejado olvidado, algo con lo que el jovial muchacho había aprendido a vivir.

Tras intercambiar impresiones decidieron quedarse en la mazmorra en espera de poder solucionar el malentendido. Lo que más preocupaba a Paolo era el Eru Pelegrí perdido junto con parte de su oreja y el cómo reaccionarían en el dirigible. Despertaron al centinela a voces y pidieron ver al rey, pero sólo consiguieron que aceptara avisar al capitán de la guardia de que habían despertado y, algo es algo, que les trajera comida.

Marchó el carcelero y Kuro aprovechó para reconocer las mazmorras. La puerta de acceso estaba al pie de la muralla y daba a un cementerio intramuros con el palacio y el templo al fondo. Las mazmorras en sí estaban formadas por dos salas (la de la guardia y otra donde les habían curado) y siete celdas. Paolo y Renaldo parecían los únicos ocupantes de las mismas, pero los agudos sentidos de Kuro vieron lo que parecía un hombre atado en la celda del fondo, la más cercana a palacio. Los intentos de entablar conversación con el prisionero fueron infructuosos y se vieron interrumpidos por la vuelta del carcelero con una bandeja bien provista de caldo espeso, queso, pan duro y vino aguado. Renaldo atacó su ración con avidez. Paolo, pensando en su olvidado compañero, le reservó el queso y el pan y tomó el caldo a pequeños sorbos.

Kuro, entre tanto, siguió al carcelero, que volvió a irse. A través del ventanuco de la puerta vio con sorpresa que, en lugar de dirigirse a palacio o hacia la gran torre de la izquierda, cambió de forma de caminar y fue hacia la muralla, lanzó una cuerda sobre ella y trepó, perdiéndose en la niebla. El pánico se apoderó del muchacho, que bajó a trompicones las escaleras.

—¡Capitán, no comáis! ¡Es una trampa! ¡Veneno!

Al oír los gritos, Paolo tiró al punto el cuenco y escupió, levantose y se acercó a la puerta, pidiendo explicaciones a Kuro. Renaldo, tras él, apuró el caldo y el vino antes de tirar también cuenco y copa. El muchacho les puso al tanto de lo ocurrido. ¿Era quizás el mismo hombre que anoche, intentando terminar su trabajo? El desayuno estaba, efectivamente, envenenado.

—Es un veneno mortal y de acción rápida —informó a un estoico Paolo—. Si sobrevivís, es posible que sufráis alucinaciones durante varias horas.

En la celda había grilletes oxidados colgando de las paredes. El ex-inquisidor se acercó a unos y señaló otros a Renaldo.

—Atémonos. Así, si sufrimos las alucinaciones no haremos daño a nadie.

Ambos sobrevivieron al veneno y ambos sufrieron las alucinaciones. Paolo logró controlarlas al principio gracias a la oración, pero Renaldo gritaba, maldecía y se revolvía. Los oxidados grilletes no pudieron sujetar al gigante que, creyendo a Kuro torturado afuera, intentó salir de la celda. Paolo buscó dejarlo inconsciente, pero su golpe, capaz de hundir una pared de piedra no afectó al luchador. Creyendo que su superior, afectado por el veneno, le impedía acudir en auxilio de su compañero, intentó reducirlo. Y así los dos se enzarzaron en una pelea de titanes, con fortísimos golpes que retumbaban en la celda.

Mientras tanto, Kuro, que paseaba nervioso sin saber qué hacer, notó que había una tenue corriente de aire hacia la celda del fondo, la del extraño ocupante. Intentó hablar de nuevo con él, otra vez sin éxito. Le tiró piedras, que rebotaron con un tono metálico. Cada vez más intrigado, intentó forzar la cerradura de la celda, pero sin ganzúas o un mal alambre fue imposible. Quiso comentarlo con sus compañeros, también sin éxito: seguían enfrascados en lo suyo. Registró la zona del carcelero, encontrando unos naipes, vasos, una jarra de vino y una espada y con ella atacó los oxidados goznes de la puerta de la celda, sacándolos de sus guías. Con cuidado empujó la puerta, pero era más pesada de lo que pensaba y se le escurrió de las manos, cayendo dentro de la celda con tal estrépito que hasta calló a Paolo y a Renaldo.

El ocupante de la celda era artificial, un muñeco del tamaño de un hombre. Parecía una marioneta mecánica medio oxidada y con jirones de pergamino reseco colgando acá y allá. No estaba completa: le faltaban las piernas y parte del abdomen, pero estaba atada a la pared por grilletes. Al poco de entrar en la celda le pareció ver brillar una leve luz rojiza en la marioneta y oír un tenue chasquido de maquinaria. Cada vez más inquieto, miró a su alrededor. Las paredes de la celda estaban cubiertas de símbolos extraños y dibujos. Parecía algún tipo de sello, abierto por la puerta caída. Pálido, logró levantarla un poco para ver que la cara interna estaba pintada con los mismos símbolos.

Los grilletes tintinearon. El zumbido era más alto. Ya con el convencimiento de haber metido la pata hasta el corvejón, Kuro intentó levantar la puerta y colocarla en su sitio, pero le fallaron las fuerzas. El zumbido iba en aumento y ahora oía también un tictictic cada vez más rápido. La marioneta rieló, suficiente ya para Kuro, que saltó fuera de la celda, cruzó las mazmorras y se tiró tras la mesa del carcelero.

—¡Oh, mierdamierdamierda!

Después, todo estalló.

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