Ícaro — Itzelhaya

—Una mujer.

—O un gabrelense emperifollado.

Quienes así hablaban eran dos hombres enormes, auténticas torres de asedio. El más alto de los dos, de cuello de toro y brazos como barriles y cubiertos de cicatrices, sostenía un delicado trozo de encaje blanco que había quedado enganchado en las ramas de una zarza.

La noche sin luna y la persistente bruma no dejaban ver a dos pasos y el sordo rumor de la resaca, allá en los acantilados, era el único sonido que rompía la quietud de la noche. Parecía que no había ser viviente ni en el bosque ni en la dormida ciudad de Itzelhaya, a sus espaldas.

Una sombra se separó de un árbol cercano y se interpuso entre los dos gigantes. Unos ojos grises relucían, acerados, bajo la capucha.

—Marcharon hacia allí y llevaban a una mujer —susurró la sombra, señalando a un lugar indistinguible de cualquier otro del profundo bosque. Los otros dos, sorprendidos por la intrusión, saltaron a la defensiva.

—¡Por los clavos de Cristo, Kuro! ¡Como sigas haciendo eso, voy a abrirte la cabeza con el martillo! —exclamó el más bajo de los dos, de porte distinguido y aires de autoridad, amenazándole con un martillo de guerra de hermosísima factura.

 

Tres días antes.

Era un papel de mala calidad, arrugado y maltratado por el tiempo. Tenía un dibujo tosco, hecho sin duda por un niño: un óvalo informe con seis polígonos irregulares inscritos, uno central y cinco rodeándole. Unos garabatos sin sentido, aquí y allá, completaban el diseño. Los oficiales del Ícaro presentes en la cámara lo observaron sin mucho interés.

—Ha-hace seis meses cené en casa del doctor Stuart. Tiene una casa de dos plantas en el recinto de la Universidad y organiza cenas para los colegas los segundos viernes de cada…

—Doctor Stobbart, al grano, por favor —le interrumpió el comandante. El interpelado, un hombre de mediana edad y complexión atlética que, tras unas gafas de montura de oro y una bata demasiado grande, se las apañaba para parecer una rata de biblioteca acorralada, se encogió como si lo hubiesen golpeado, se disculpó con un gesto y siguió hablando.

—Estábamos hablando de artefactos de culturas antiguas, que era el tema del simposio de ese viernes… Disculpen. El doctor Stuart encontró en el Collegium de Caliardo, la capital de Remo, un disco de piedra con seis piezas metálicas pentagonales y con extraños símbolos grabados por su superficie. El dibujo lo realizó el propio doctor pero, ¡ay!, no fue capaz de reproducir las inscripciones con exactitud —Miradas entre los oficiales, carraspeo de advertencia del comandante—. Aunque la pieza está catalogada como proveniente de Itzi, el doctor Stuart y yo estamos convencidos de que la pieza no pertenece a dicha cultura. Como sin duda sabrán, el trabajo del metal en la antigua Itzi se hacía mediante…

El capitán Paolo hizo un gesto implorante al comandante, que cortó la disertación del doctor Stobbart dándole las gracias.

—En las altas esferas hay quien cree interesante estudiar el medallón —continuó el comandante—. Para nosotros es una gran oportunidad de demostrar que el Ícaro es algo más que un buque escuela o un aviso. Nuestro plan de vuelo actual nos lleva a pasar junto a Caliardo esta noche y, otra vez, pasado mañana por la noche. Dos días, tiempo suficiente para hacerse con el objeto. Capitán Paolo, por favor.

El jefe del destacamento de Wissenschaft empequeñecía a sus compañeros de mesa. No sólo era grande: tenía un porte distinguido y se veía que estaba acostumbrado a dar órdenes y a recibirlas. En la nave no eran pocos los que le llamaban pater, por sus convicciones religiosas y por su educación claramente eclesiástica. Se rumoreaba que era un desertor de una orden monástico-militar (en los últimos años dos órdenes establecidas en la frontera kushistaní habían sido disueltas, acusadas de herejía, y muchos de sus miembros quemados en la hoguera) e incluso que había matado a un inquisidor y robado su legislador. Tomó el dibujo del medallón con sus manazas y le dio un par de vueltas, pensativo.

—Me encargaré personalmente. Puedo hacerme pasar por un erudito de El Dominio. Me llevaré a Renaldo José Fernando Olivares: su talento en la lucha sin armas puede ser muy útil si las cosas se ponen feas —calló, pensativo—. Me vendría bien un buen ladrón, alguien capaz de entrar y salir sin ser visto… Es curioso, creía conocer a todos en esta nave pero no recuerdo a nadie capacitado… Segundo, ¿tiene la lista de la tripulación? ¿Puede dejármela? Gracias —Cogió la gruesa carpeta con las fichas del personal y fue pasándolas con rapidez, hasta detenerse en una—. Éste da el perfil. Kuro…

 

Huelga decir que el artefacto ya no se encontraba en el Collegium de Caliardo. Había pertenecido a la colección privada del profesor Alessandro DiBlassi. A su muerte, hacía tres años, su sobrino y heredero, Miquel DiBlassi, se había llevado todas sus posesiones. Esto lo averiguaron tras entrevistarse con la profesora Suzanna Martelli, encargada del museo, con el doctor Marco, colega de Alessandro, y, varias jarras de vino mediante, con Mateo, el viejo bedel. El tal Miquel resultó ser un rico comerciante especializado en importaciones de Itzi. Tenía una mansión en la ciudad de Itzelhaya y todo parecía indicar que allí se había llevado el legado de su tío.

Aunque lo realmente preocupante eran las noticias que oyeron en la ciudad: el príncipe de Remo había sido ejecutado por alta traición y los ejércitos imperiales marchaban contra el principado.

El comandante masculló una maldición al recibir el informe. Control no había dicho nada de la situación de Remo y ahora él debía elegir entre volver a casa con la misión sin completar o alargar el plan de vuelo al menos tres días por un territorio en guerra.

 

Hoy.

El encaje pertenecía a un perfumado pirata dedicado a la trata de mujeres. Su último cargamento, jóvenes del vecino principado de Arlan, estaban encerradas en una jaula en una estancia subterránea, parte de un entramado de túneles que debían minar el acantilado. El pirata había usado la puerta de atrás, en el bosque, porque, como descubriría Kuro, la entrada desde la costa había sufrido un derrumbe y la otra salida daba a la cripta de una iglesia, ya dentro de la ciudad.

Sin embargo, había algo más oscuro y tenebroso en esas cavernas que el tráfico de esclavos, algo no humano.

Itzelhaya dormía el sueño inquieto de una ciudad ocupada. El día antes, mientras el Ícaro recorría el camino desde Caliardo, el ejército imperial había tomado la ciudad ante la desbandada (oficialmente, retirada estratégica) de su pequeña guarnición. El toque de queda mantenía las calles vacías y los soldados hacían lo que suelen hacer los soldados en estas situaciones: saquear las despensas, jugar a los dados, beneficiarse a alguna mujer…, sintiéndose seguros tras las murallas. Fuera, la guarnición se había reorganizado y preparaba un audaz golpe de mano nocturno. Y debajo…

En la ciudad había un culto a los dioses primigenios guiado por un par de sacerdotes balzak. El cómo se organizó este culto y cómo contactaron con los temibles y escurridizos balzak es algo que permanece en las brumas de la historia. Como la razón de que decidieran montar su fiesta mayor precisamente esa noche. ¿La ocupación militar de la ciudad? ¿Una extraña conjunción astrológica?

Por uno u otro motivo, el grupo del Ícaro se encontró con una abominable ceremonia al recorrer los subterráneos y llegar a la cripta de la iglesia. No pudieron impedir que terminara y un enorme y nauseabundo tentáculo surgió del suelo, dando cuenta de los cultistas reunidos mientras el sacerdote balzak y su escolta se marchaban.

Una viga de piedra llamó su atención. En su extremo habían colocado una pieza metálica pentagonal que, por forma y tamaño, coincidía con las descripciones del medallón que andaban buscando. El capitán Paolo llevaba años luchando con cosas sobrenaturales y reaccionó rápidamente.

—¡Renaldo, sujétame ese tentáculo! ¡Kuro, quita la pieza de la viga!

Dicho y hecho. El gigantesco luchador saltó, agarró el tentáculo, lo encajó entre dos columnas y, aplicando toda su fuerza, lo retorció y aprisionó de tal forma que, media dimensión más allá, los ojos de una aberración primigenia lagrimearon del dolor. Kuro se deslizó por el hueco abierto, saltó sobre la viga y arrancó la pieza. Con esto, el portal se cerró y sólo quedó el tentáculo, peligroso y enorme, sí, pero una amenaza asumible que el capitán despachó con certeros golpes de su martillo de guerra, legado inquisitorial y, como tal, un arma sagrada.

Mientras Renaldo y Kuro se felicitaban por un trabajo rápido y se limpiaban los restos corrosivos de la sangre del monstruo, el capitán observaba la pieza metálica. Recordaba, en sus tiempos de inquisidor, haber leído sobre las iglesias de Itzelhaya. Seis, de gran valor artístico. Una, Nuestra Señora de la Mar, en el centro de la ciudad y las otras cinco cerca de las murallas. Una disposición parecida a las 6 piezas del medallón. ¡Ah! ¿Era tan simple? Ese sello lo conocía.

—En pie. Debemos hacernos con otras dos piezas para romper el ritual y que la criatura no aparezca. Esto no ha terminado.

Itzelhaya despertaba al caos. La guarnición de la ciudad había saltado la muralla tras eliminar a los centinelas y, aprovechando la oscuridad, se enfrentaba a las fuerzas imperiales. Atrapados en la batalla, los ciudadanos intentaban huir o luchaban junto a sus soldados. A su vez, los dos sacerdotes balzak iban completando los rituales, cada uno por su lado, y los tentáculos de la bestia surgían de las criptas de las iglesias masacrando alegremente.

En medio de este caos corrían nuestros héroes, maldiciendo cada vez que un grupo de uno u otro bando los retrasaba en un combate inútil. El capitán manejaba su gran martillo como si fuera un ligero palo y dejaba tras sí un reguero de cráneos hendidos y costillas hundidas.

En la segunda iglesia terminaron tan rápido como en la primera, pero en la tercera se les acabó la suerte. El tentáculo se zafó del abrazo de Renaldo y estampó a Kuro contra la pared. El joven cayó como un pelele, con los huesos destrozados y vomitando sangre. El capitán clavó el pico del martillo en el tentáculo y lo arrastró con todas su fuerzas, abriendo un hueco.

—¡Renaldo, a la cripta! ¡Coge la pieza!

El gigante aprovechó y se lanzó contra la viga, arrancándola. Cerrado el portal, entre los dos acabaron rápidamente con el tentáculo.

El ex-inquisidor no era sólo un hombre cultivado y una máquina de matar. También tenía dotes curativas y pudo estabilizar a Kuro, aunque eran tan graves sus heridas que sin atención médica no sobreviviría. Aquello fue demasiado para el capitán. Sus órdenes no incluían luchar contra pesadillas primigenias ni perder a sus compañeros en su primera misión de campo.

—Suficiente. Renaldo, coge a Kuro. Volvamos al dirigible.

Usando su eru pelegrí, su pendiente de comunicación a larga distancia, informó de la situación al Ícaro y concertó un punto de extracción. Los tres saltaron la muralla y dejaron atrás la ciudad en llamas.

Sin las tres piezas metálicas, los balzak no pudieron repetir la ceremonia y romper el sello que encerraba a la semilla primigenia. Los portales abiertos en las otras tres iglesias eran inútiles e inestables por sí solos y terminaron cerrándose. Pero lo que salió de ellos, como ya habían comprobado Paolo, Kuro y Renaldo, se quedó aquí, enfrascados en su orgía de destrucción. Su capacidad de regeneración les hacía casi invulnerables a las armas normales y tardaron horas en matarlos. Casi todos los habitantes de la ciudad y los soldados murieron a manos de los tentáculos, de los incendios o combatiendo entre sí. Itzelhaya se convirtió en una tumba que guardó celosa sus secretos, como las intenciones del culto, el papel que jugó en ello Miquel DiBlassi y el destino de la colección DiBlassi. También se perdieron en las brumas de la Historia el destino del pirata engalanado y de las muchachas.

Entre las nubes, el Ícaro ronroneaba suavemente, de vuelta a Lucrecio.

Los viajes del Ícaro 1×01. Starring: capitán Paolo (paladín, nivel 4); Renaldo José Fernando Olivares (tao, nivel 4); Kuro (nephilim d’anjayni, asesino, nivel 4).

2 comentarios para “Ícaro — Itzelhaya

  1. Eso de que se olviden de tí mola un montón, sobre todo cuando el resto de jugadores lo hacen tan bien.

  2. Ah, he de decir que la partida está siendo la mar de divertida y curiosa, aunque aún no tengo claro si adoro al máster o le odio profundamente.

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