Al norte

Nochevieja dejó una pesada resaca en Fort Nakhti: la plataforma oeste hundida, la muralla con grietas en varios puntos. Un cañón perdido y varios hombres heridos de gravedad, entre ellos el padre Rupert, capellán castrense y sargento. El día de Año Nuevo fue día de comparar notas: mientras el teniente Alonso mantenía en pie el fuerte, el capitán Deschamps y el doctor contaban a nuestros héroes lo ocurrido en la expedición Reed y estos a lo que se habían enfrentado y lo que habían averiguado en sus recientes aventuras. Rashid aprovechó para interrogar a su tío Gaya y ofrecerle que se uniera a ellos, justo antes de que el Caminante protagonizara un tragicómico intento de fuga donde tío y sobrino dejaron claro que no querían hacerse daño antes de darse de hostias.

De todo esto Du Pont, Rashid y Sassa sacaron en claro que debían impedir que ese Viejo Enemigo, fuera lo que fuese, alcanzara la mítica y perdida Metrópolis Olvidada. Pero, para ello, decidieron dar un rodeo e ir primero al norte, a la tumba descubierta por la expedición Reed en busca de alguna pista que les ayudase a comprender a qué se enfrentaban. Deschamps y el doctor les dieron carta blanca, pero tuvieron que enfrentarse a las objeciones del teniente Alonso, que veía en dicha expedición una pérdida de tiempo frente a los problemas inmediatos del fuerte y les pidió encarecidamente que fueran a Fort Blanc a averiguar por qué no había habido reemplazo en verano ni en navidades y qué había sido de los correos enviados por Du Pont semanas antes. Al final se salieron con la suya y organizaron una pequeña expedición, buscando ante todo velocidad: a los propios Du Pont, Rashid y Sassa se sumaron los sargentos Flanagan y O Flaherty y Hodor, el primo de Rashid.

Según las explicaciones de Deschamps y el doctor, el camino más corto para ir a la tumba era directamente al norte. Tres días de aburrido desierto hasta el laberinto rocoso que rodeaba la planicie de la tumba. Luego tocaba confiar en el talento de Rashid y en la memoria de Flanagan para no perderse entre los cañones y desfiladeros. Y ahora, viéndolo levantarse entre la persistente y lúgubre neblina oscura, seguro que alguno se arrepentía de no haber seguido el camino largo, el que iba por la pista a Fort Blanc y luego giraba al este y llevaba, directo por un estrecho valle, hasta la tumba.

O, quizás, inquietos por la húmeda niebla que había salido al ponerse el sol, pensaban en el gigantesco sabueso que Rashid decía haber visto la noche anterior y en el terrorífico aullido que acababan de oír.

Habían acampado en una cueva poco profunda que describía un arco. Al fondo una hoguera los reconfortaba, a la entrada los camellos se agitaban, inquietos y, ya en la boca de la cueva, Sassa y Du Pont intentaban descubrir algo entre la bruma. Fue éste quien primero vio al misterioso enemigo: un gran sabueso infernal, una cosa cadavérica, más grande que un poni, apestando a azufre y con unos enormes colmillos que le acechaba, cogiendo impulso para saltarle, desde lo alto de la roca que le servía de cobertura.

La sangre se le heló en las venas; el rostro, petrificado en un rictus de terror viendo la muerte reflejada en esos colmillos; el grito, mudo, incapaz de salir; la mano, ya fuera por instinto o por espasmo de terror, se cerró sobre el gatillo del arcabuz. El disparo le tiznó y cegó, pero cuando recobró la vista vio al monstruo a sus pies, con la cabeza deshecha.

—Pues no es tan peligroso, el chucho.

Y su particular y suicida autoconfianza en el combate volvió a él.

A sus espaldas era el caos. Rashid a duras penas contenía a otro sabueso, intentando arrinconarlo contra la hoguera, alejándolo de los camellos. Al contrario que Du Pont, no había tenido tiempo de hacer uso de su arcabuz y lo usaba como una lanza. ¡Ah, si se hubiesen inventado ya las bayonetas! Al otro lado de la hoguera, Hodor, sorprendido por el tercer sabueso, luchaba por su vida, pero las garras y colmillos del monstruo ya habían catado su carne. Flanagan, O Flaherty y Sassa, perplejos, no sabías cómo reaccionar ni qué hacer, pues los sabuesos son sólo visibles para aquellos que han elegido como sus presas.

Los viera o no, Du Ponto ya había comprendido la situación. Saltó entre los camellos y se deslizó por la curva de la cueva hasta llegar a las piernas de Rashid. Con un chasquido de dedos y su control del ki logró una pequeña chispa que prendió la pólvora de la cazoleta del arcabuz del nómada, en el afortunado momento en que el infernal sabueso lo había aprisionado con sus mandíbulas. La tercera bestia, en clara desventaja, caía abatida instantes después.

Oh, preguntas. ¿Qué eran esas bestias, desconocidas en el folklore salazari? ¿Había sido un encuentro casual o eran centinelas de algo maligno y poderoso que les aguardaba más allá?

Esta pregunta volverían a hacérsela la noche siguiente, tras deambular perdidos todo el día por preciosas y fascinantes formaciones rocosas, cañones y desfiladeros, grietas, pozas, paredes, lugares de ensueño y de pesadilla. Esa noche, decía, volvieron a tener visita: una extraña criatura cuyo cuerpo estaba formado por enjambres de insectos. Aquella noche la suerte estuvo a punto de abandonarlos, llevando a O Flaherty a las puertas de la muerte. Segundos angustiosos intentando recuperar el cuerpo inerte de su compañero, enfrentándose al monstruo con fuego: antorchas y, oh, pólvora.

¿Qué horrores vomitados por el Infierno les esperaban más adelante? ¿Qué ocurría en aquel desierto?

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