La verdad sobre los Caminantes de la Muerte

Hubo una vez una gran ciudad en el desierto, una civilización sin igual. Tan majestuosas eran sus calles, tan sabios sus habitantes, que los dioses paseaban por ella con sorpresa y agrado. Pero el orgullo y el egoísmo les llevó a sacrificarlo todo en pos de un sueño de locura, el Momento Eterno: la búsqueda de su propia eternidad. Algo innatural, terrorífico, un terrible insulto a los ojos de los hombres y los dioses. Tan grave que la suerte de la ciudad y sus habitantes, sus logros, su cultura, su ciencia, han sido olvidados, repudiados por la memoria de las gentes. Los pocos que conocen algo de esta historia la llaman, sencillamente, la Metrópolis Olvidada, y la consideran, las más de las veces, un mito sin raíces reales.

No todos los habitantes de la Metrópolis Olvidada estuvieron de acuerdo con crear el Momento Eterno. Aquellos más abiertos al exterior, como comerciantes y ganaderos, muchos de ellos relacionados con los primeros habitantes del desierto, abandonaron la ciudad. Con ellos fueron algunos «urbanitas», conocedores de los secretos de la urbe: magos, sabios, funcionarios…

Estos exiliados de la ciudad dieron origen a cuatro de las tribus del desierto de Salazar: los Baal, los Saada, los Haggar y los Harumai. Tuvieron una época de gran esplendor tras la desaparición de la Metrópolis, pero las guerras, la llegada de nuevas tribus (del Kushistán, de Estigia, de Kashmir y de Baho) y catástrofes naturales, como el despertar de Gurmah-Gharus) los relegaron a lo que son ahora: tribus en decadencia apegadas a antiguas tradiciones.

Entre los exiliados hubo algunos que resultaron afectados por el Momento Eterno. Ligados a la esencia de Ulrioka Yama (quizás por ser descendientes de los devaneos de algún avatar suyo con mortales, ¡quién sabe!), sintieron el impulso irrefrenable de romper el Momento Eterno. Liderando a los nostálgicos de la vida cómoda de la ciudad, intentaron volver a ella.

Entre los exiliados también hubo quien vio que destruir el Momento Eterno sería algo más antinatural que su creación, algo que podría incluso destruir el mundo entero. Aquello degeneró rápidamente en una guerra civil que acabó con la derrota de los partidarios de volver a la ciudad. Sin embargo, también dejó unas profundas heridas en los supervivientes que llevarían a la división en las cuatro tribus.

Los últimos magos y sabios consideraron que sus conocimientos eran demasiado peligrosos para el mundo que ahora debían morar, pero que tampoco podían olvidarlos por si el enemigo recién derrotado volvía o aparecían otros que ansiasen los tesoros de la Ciudad Olvidada. Por ello, dividieron su saber entre lo que podían comunicar y lo que no. Algunos permanecieron entre su pueblo para ayudarlos con lo primero, como sacerdotes y chamanes. El resto formaría una sociedad monástica apartada de todos, los Caminantes de la Muerte. Con el tiempo, serían más monjes y menos magos, más volcados en su devoción y defensa de Ulrioka Yama y de su pueblo.

El enemigo volvería a aparecer. Los tocados por Ulrioka Yama supervivientes se encontraron fuera del ciclo de la vida y de la muerte. De cuando en cuando, uno o varios de ellos intentaba alcanzar la ciudad. La vez que más cerca estuvieron fue cuando tentaron a los Harumai, lo que les llevó a perder su humanidad. No se quedaron en Salazar: sus manipulaciones llegaron a tribus del Kushistán y de Estigia.

Los Caminantes de la Muerte han ido perdiendo poder con el tiempo. La memoria del hombre es corta, frágiles sus conocimientos, quebradizas sus creencias. Cada vez hay menos fieles de la Antigua Religión, cada vez ellos mismos creen menos en que su historia sea historia y no mito. Y el mal se infiltró en ellos cuando el Viejo Enemigo despertó una vez más, quizás por la infausta expedición Reed.

Y ocurrió lo impensable: cambiaron de bando. Guiados por Maysar, el más sabio entre ellos, los Caminantes de la Muerte sirvieron a aquél a quien debían combatir.

Todos salvo uno: Gaya, el tío de Rashid, el último entre los suyos.

Así se lo contó en los calabozos de Fort Nakhti el día de Año Nuevo del calendario cristiano.

(Tampoco es que fuera él el último: en su oculta morada quedaban los ancianos y los novicios, y quizás en algún perdido rincón del desierto quedara algún Caminante olvidado por todos y dado por muerto, que tampoco era extraño que pasaran años sin verse entre ellos).

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