La noche antes de la boda

Era bien entrado junio. Czyna bullía de vida, sólo comparable a las fiestas de la cosecha. La explanada frente al castillo, ese espacio árido, batido por el viento y helado en invierno, era ahora la plaza del mercado, cubierta por tenderetes y carromatos venidos de afuera del condado: mercaderes de pieles, telas, sedas y afeites; hierro y herramientas; artesanos y joyeros que venían a comprar y vender; que buscaban buenas pieles, plata en bruto, lingotes de hierro, hojas de armas y ofrecían bellos vestidos, armas repujadas, hermosas joyas; que cambiaban ricos jamones y embutidos curados en la sierra por bacalao en salazón y arenques en conserva, pimienta y legumbres de las tierras bajas. Las noticias que traían los mercaderes eran preocupante: Eljared, la suma sacerdotisa, hacía y deshacía a su antojo, acaparando cada vez más poder. El temor por el futuro se palpaba en el ambiente y se traducía en buenas ventas de hierro.

Se acercaba la fecha de la boda del conde Piotr con la joven hija de lord Leonid. Al bullicio habitual se unían curiosos, invitados, buscavidas, buhoneros y artistas. La ciudad estaba atestada y el propio castillo, normalmente semivacío, estaba ahora falto de espacio. Ya habían acudido los vasallos del conde Piotr: su campeón y primo, lord Alexandr con dos de sus caballeros, sir Boris y sir Mark; el joven sir Andrei y el callado sir Pavel, señores de los otros dos valles del condado. También lord Leonid con su hija Lilya y el viejo Alexei, el cazador. Y emisarios de los condados y baronías vecinas. Con tal jaleo, todos habían tenido que apretarse en el castillo y, así, sir Franz Mauser compartía torre del castellano con el hijo del conde, Alexandr; los caballeros se apretaban con la infantería para hacer sitio a los visitantes; Alexandr (hijo) y Anna habían cedido sus aposentos en la torre del homenaje.

La noche antes de la boda había previsto un gran espectáculo en el patio grande del castillo abierto al pueblo llano, en un escenario montado entre la cantina y las caballerizas, espectáculo coronado por un castillo de fuegos artificiales y cuyo plato fuerte era la actuación de la afamada compañía Vladimir, formada por el propio Vladimir (un orondo y estrafalario actor, hortera, con gusto por los tipos altos, macizos y peludos y cuyo horroroso bastón dorado coronado por un Cupido empalmado será largamente recordado) y dos chavales jóvenes y menudos, casi unos niños, el rubio Ken y el castaño Ernest.

La noche llegó y trajo el fin de la fiesta. Los plebeyos y artistas abandonaron el castillo y las puertas se cerraron, tanto las del castillo como las de la barbacana. Dentro sólo quedaron los habitantes del castillo, los invitados de alto rango y sus séquitos, que se retiraron a descansar o los retiraron (el viejo Alexei, el explorador y campeón de lord Leonid, perdía su segundo mano a mano con Iván Kursinskov), salvo dos centinelas: uno, Erik, el gigantón nórdico, en las puertas, el segundo sobre la torre del homenaje. Ninguno se esperaba la larga noche que les tocó vivir.

Resultaría largo en extremo contaros lo que ocurrió en la noche. Al final, hubo demasiada gente despierta, demasiada gente moviéndose, demasiados intereses entrelazados. El primero en darse cuenta de que algo iba mal fue Erik, el pelirrojo, al entrever una sombra furtiva en la terraza de la cantina, cerca del carro de los comediantes. Se recorrió medio castillo buscando a la sombra y terminó en lo alto de la torre del castellano, a tiempo de ver dos sombras al pie: una en el suelo, en un charco de sangre, otra de pie, a su lado.

Tampoco dormía para entonces Edan Garrison: su perro favorito le había despertado con el hocico bañado en sangre y lo guió a pie de la torre del castellano, donde yacía destrozada contra el suelo la bella lady Lilya, la hija de lord Leonid. Mirando a lo alto, acertó a ver una sombra asomada a las almenas.

Tanto paseo por el patio había despertado a su vez a Iván Kursinskov, el gigantón jefe de la infantería. Dormitaba agarrado a una garrafa de vodka apoyado contra el cañón de la terraza de los alojamientos, frente a la torre del homenaje. Tras una parada en la armería, subió a proteger y alertar a su señor. En el camino, sorprendió una sospechosa conversación de lord Alexandr, primo, con uno de sus caballeros, sir Mark. En el pasillo frente a los aposentos de lord Leonid y lord Alexandr fue encontrado por Anna, que tampoco dormía y también había visto cosas que quizás no debiera.

Sir Franz Mauser había tenido un affaire con lady Lilya y tampoco dormía esa noche. No de temor porque aquel encuentro hubiera dado frutos no deseados, sino porque había tenido un encuentro esa misma noche con la dama, razón por la que había caído de su torre y no de otra. No, no el tipo de encuentro que suponen, no me sean mal pensados: esta vez sir Franz Mauser recordó su posición y la mandó de vuelta a su dormitorio. Eso no quitó que fuera sospechoso durante un tiempo.

También fue sospechoso Alexandr hijo que, lo han adivinado, tampoco dormía esa noche. Pero tenía coartada: compartía lecho con Ernest, el chaval de pelo castaño de la compañía Vladimir… que resultó no ser chaval, sino chavala. Esto fue demasiado para Erik, el pelirrojo, que juraba haber visto salir al gordo Vladimir y sus dos efebos.

Alertose a la tropa, retirose el cuerpo y en conciliábulo pusieron en común lo averiguado y sus sospechas. De ello, pillaron a Morslav Sergiev, el ingeniero de minas, el único que al parecer dormía, pues de tal borrachera no había podido volver a casa y se había buscado un hueco en el barracón de la tropa, para que les ayudara en las pesquisas. Mientras, Iván y Erik fueron a por Vladimir y lo trajeron, junto con sus dos efebos.

O eso estuvieron a punto de creer. Menos mal que Morslav andaba por allí y, mago poderoso como era, pudo ver más allá de las ilusiones: Ken, el rubio, estaba más solo que la una, siendo sus acompañantes meras ilusiones. El chaval no aguantó el interrogatorio y terminó confesando que había creado la ilusión de Ernest a petición de la chica, porque quería pasar la noche con el joven Alexandr, y la de Vladimir por orden de aquel, seguramente para encontrarse con algún amante.

Al gordo Vladimir nuestros héroes lo tenían entre ceja y ceja, más desde que encontraron un doble fondo en la carreta de los cómicos con un amplio surtido de armas cortas, venenos, abrojos, equipo de escalada urbana nocturna y un largo etcétera que hizo las delicias de Anna, aunque luego no pudiera quedárselo todo («Entiéndelo, Anna, son pruebas»). Lo atraparían, gracias a los sabuesos del señor Garrison, en la garganta del Dvorn, al sur de la ciudad. Y porque, sinceramente, se confió después de derribar a Edan Garrison de un único golpe. Desde entonces le llaman El manco.

No consiguieron capturarle con vida y perdieron una cantidad importante de dinero, unos quinientos escudos de oro, que encontraron en su equipaje, en la taberna donde se hospedaba. Resultó tener un cómplice o un supervisor, al que identificaron por trabajo policial básico (preguntar a todo el mundo) y darían caza días después en las montañas.

Ambos pertenecían a un poderoso clan de asesinos a sueldo, lo último que uno esperaría encontrar en una pequeña ciudad perdida en las montañas. A la pregunta de por qué la muerte de lady Lilya valía tanto se juntaba el poco tacto político de un medio muerto Edan Garrison que acusó a lord Alexandr, el primo y campeón del conde Piotr, de estar detrás del asesinato.

¿Qué extraños hilos se tejían en las sombras del pacífico condado de Tres Valles?

2 comentarios para “La noche antes de la boda

  1. Ya me olía yo que el Señor Garrison tenía poco tacto político, pero nunca pensé que tan poco; al menos podía haber pedido hablar a solas con el Conde y no alertar a nuestro posible sospechoso(casi me dan ganas de haberlo dejado morir en el valle).

    Ya le echaré mano al resto de las «pruebas» más tarde.

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