Los orígenes de la Guerra Civil

Llevo unos días dándole vueltas a la aprobación de la Ley Sinde. No tanto por inesperada como por lo que supone. Oh, vale. Cuando el PP votó inicialmente no, creí durante un momento (unos 15 segundos, más o menos) que se había vuelto un partido democrático. Su hacer posterior me vino a demostrar que mi realismo (algunos lo llaman pesimismo) iba bien encaminado. No sé si queda ya algún partido democrático en España (quizás esos chicos que no van a ninguna parte pero, me pregunto, si se hicieran grandes, ¿seguirían siendo democráticos?).

Cuando se acercó la primera votación de la Ley Sinde hice un símil con una fase de la serie Babylon 5. Esta vez no tengo fuerzas para buscar comparaciones. La realidad que veo me llena de pavor, me atenaza. Cuando los historiadores del futuro quieran explicar las causas de la Primera Guerra Civil española del siglo XXI deberán fijarse en el fatídico cambio de década que vivimos.

Vivimos el fin de la democracia en España, el fin de un sueño optimista que nació tras la muerte de Franco, un sueño que decía «ahora, sí, esta vez, sí». Destruido desde dentro, por una clase política, afín al normal quehacer de la clase dirigente española desde que el mundo es mundo, de buscar sus propios intereses y en donde un sistema democrático es sólo un mal menor, una piedra en el camino que es a la vez oportunidad, una etapa a superar para conseguir su imagen de estado ideal (antes, una restauración monárquica, un glorioso estado socialista o la ausencia teórica de estado, ahora, por lo que veo, una oligarquía de bi-partido único; dictaduras más o menos encubiertas en todo caso).

Las maniobras del gobierno no por burdas han sido menos efectivas. La instauración del órgano censor de la SS (Sección Segunda), auspiciado por el gobierno de EE.UU. (el mayor exportador de dictaduras del mundo que queda, tras la retirada de la URSS; sería interesante que alguien contara las producidas por cada bando) y aplaudida por artistas que hace no tanto tiempo lucharon contra la censura del anterior régimen (magistralmente recogido por Sinergia sin control) sólo ha sido un pequeño paso. Ha venido acompañado de otras maniobras: la estigmatización de colectivos (funcionarios, controladores…), que ha permitido reducir sus derechos e incluso hacer un ensayo de cómo eliminar el derecho de huelga; la criminalización de cualquiera que se salga del camino marcándolo con terribles etiquetas (fascista, terrorista, machista, fumador); la incitación al chivateo, a denunciar a los malos ciudadanos, el vender al prójimo (por cierto, también tenemos una Siberia en España; ¿están construyendo ya gulags por allí?)…

Lo más terrible de todo esto es que la oposición baila al son. Salvo los partidos pequeños (y tampoco demasiado), nadie ha resaltado la barbaridad de las medidas del gobierno. No hay diputados o senadores de esos partidos principales que se desmarquen. No quedan periodistas que cuenten lo que hay. No quedan demócratas ahí arriba. No queda gente que defienda aquello que prometió o juró defender, cosas tan vacuas, viejas e inútiles como la separación de poderes, la igualdad ante la ley, los derechos fundamentales, la soberanía del pueblo.

Pero lo peor, lo verdaderamente horroroso de todo esto, lo que me quita el sueño, es el convencimiento de que son todos unos imbéciles. Unos imbéciles egoístas, codiciosos, hipócritas o cobardes, según el caso, pero unos imbéciles de proporciones bíblicas. Unos imbéciles ignorantes, además.

Siguen adelante porque el pueblo no se mueve. Los bienintencionados que quieren enfrentarse a esta degeneración ven con espanto que el pueblo no se mueve. Y unos y otros lo achacan al conformismo, a la caja tonta, a la Belén Esteban… Nadie mira un libro de historia.

Porque la Historia enseña que el pueblo español, los españoles en su conjunto, son un explosivo de mecha lenta y de combustión irregular. Aguanta, aguanta, aguanta y aguanta. Y, de repente, estalla. Y cuando ocurre, no lo hace en forma de manifestaciones pacíficas como en Túnez, Argelia, Egipto, Bahréin, Irán… Tampoco se quema a lo bonzo. Prefiere quemar a otros. Quemar conventos, iglesias, ayuntamientos (a ser posible con sus responsables dentro). Prefiere tirar de la chirla del abuelo, la escopeta, el cuchillo de carnicero. Y desahogarse agusto, acuchillando a mamelucos, policías o políticos, fusilando a curas, banqueros, barrenderos y fumadores. Divirtiéndose, a fin de cuentas, a lo bestia. Desperta, ferro, y todo eso.

Y esos imbéciles de ahí arriba, que sólo piensan en su bolsillo, en su jubilación, en suplir su complejo de inferioridad codeándose con los grandes a base de decir «sí, bwana», le han prendido fuego a la mecha. Con un buen mechero.

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