La desaparición del ingeniero de minas

Había sido un invierno peculiar, muy duro. Un par de semanas de buen tiempo, aunque frío, en enero habían sido seguidas por otras tantas de terribles tormentas y ventiscas, una subida brusca de las temperaturas y lluvia abundante que traía los primeros aludes. Pero el invierno se acercaba a su fin, gracias al cielo, y los pasos, embarrados de día y helados de noche, eran practicables. De las tierras bajas venía la promesa de la primavera y el verano en la forma de Anton Gurevich, buhonero y mercader ambulante, hombre de edad indefinida y complexión oculta por capas y capas de ropa que, con sus caballos y mulas y algún ocasional criado, era desde hacía dos décadas el primer y el último mercader en subir hasta Czyna, un peculiar enviado de la señorita Primavera y maese Invierno. Como siempre, su llegada fue recibida en la ciudad como el fin del invierno, aunque aún quedara febrero que desgranar en el calendario: los chavales correteaban a su lado, alborozados; las mujeres le preguntaban por los últimos cotilleos y la nueva moda de la capital o recogían sus encargos de otoño y los hombres lo invitaban a tomar un trago de vodka en sus casas a cambio de historias y su opinión sobre el futuro del mercado del hierro.

En el castillo también se le recibió con los brazos abiertos, con preguntas, petición de que descansara en la taberna y recogiendo, ávidos, los encargos esperados, como esa sal de mercurio de los boticarios de la capital, traída especialmente para Edan Garrison. La primera parada, sin embargo, era obligada: el conde Piotr también esperaba al mercader por ser la primera fuente de noticias que llegaba al condado con lo sucedido ese invierno en el resto del mundo, así que en cuanto se hubo aseado y descansado un poco se le hizo entrar al salón privado en compañía de su hijo, del castellano sir Franz Mauser, de Anna, que les sirvió el refrigerio, y otros consejeros. Anton cumplió con creces lo esperado y dio parte de nacimientos, casamientos y adulterios varios en la capital y las grandes ciudades de la llanura, de los últimos problemas en la frontera oriental. También trajo noticias del propio condado: el invierno había traído bandidos a las tierras bajas del valle que habían obligado a sir Alexandr, primo y campeón del conde, a armar a sus hombres y darles caza. Pero lo más sorprendente era que el emperador Elías, que el Señor tenga en su Gloria y le conceda Sabiduría, había nombrado Sumo Arzobispo, cabeza de la Iglesia de Cristo, ¡a una mujer! Ni que decir tiene que semejante barbaridad había caído como una bomba y había sido el tema principal de conversación durante el invierno y curas y obispos de Dalaborn, junto con muchas buenas gentes, rezaban en privado para que el emperador recuperase la cordura.

Pero la llegada de Anton Gurevich, sus noticias, cotilleos y mercancías pronto pasó a un segundo plano en el castillo con la llegada de un exhausto mensajero de Dnier, el señorío del valle sur, con graves noticias: no se sabía nada del campamento de la mina de hierro valle arriba. La mina, principal fuente de riqueza del condado, se cerraba en invierno cuando el frío y la nieve hacía imposible el trabajar. Los mineros invernaban en Dnier, con sus familias, menos un pequeño grupo de mineros y cazadores que se quedaban cuidando las instalaciones. Ese invierno, además, se había unido a este grupo Josef Sergiev, el ingeniero de minas, que llevaba desde finales del verano tras un posible yacimiento de acero negro (1) y no había querido que el invierno retrasase su trabajo.

Con el comienzo del deshielo había subido desde Dnier el grupo de relevo, que debía ayudar a limpiar las minas y preparar la maquinaria de cara a la vuelta al trabajo de los mineros, pero luego no se había sabido nada de ellos ni del grupo de Josef. Sir Andrei, señor del valle, temiendo que la ausencia de noticia fuera causada por bandidos, había partido con sus hombres (escudero, batidor y unos pocos infantes). Una semana sin noticias del caballero había traído al mensajero a Czyna.

Lord Piotr no dudó ni un instante, la mina era el sustento del condado. Como sir Alenxandr, el campeón, estaba en sus tierras, cazando bandidos, encomendó el averiguar qué pasaba y asegurar la mina a la segunda mejor espada del condado: sir Franz Mauser, el castellano, pidiéndole que se llevara a Morslav Sergiev, el hermano menor de Josef, y a Anna. A Mauser no le hizo gracia tener que cargar con dos civiles, pero aceptó sus órdenes y organizó rápidamente la expedición. Reclutó a Garrison, el mejor cazador del condado, y a Iván Kursinskov y a Cedric Wynne por si había problemas. Con eso se llevaba gente resolutiva sin dejar desprotegido el castillo.

Partieron al amanecer, con varios caballos y mulas de carga, pertrechados para un par de semanas. Decidieron ir directamente hacia la mina, sin perder tiempo en llegarse a Dnier para descartar una falsa alarma, y, una vez cruzaron el puerto que separaba los dos valles, abandonaron el camino para atajar y pasar desapercibidos. El temor a ser descubiertos por un hipotético enemigo mantenía alerta a Garrison, que se desesperaba por sus ruidosos compañeros.

—¡Callaos ya, que nos van a descubrir! —les decía, señalándoles con su siempre humeante y apestoso cigarro.

Pero nada encontraron en el camino. La mina, mezcla de mina a cielo abierto y galerías que arrancaban al fondo, parecía también desierta, pero los barracones estaban abiertos y saqueados: las puertas abiertas y medio arrancadas, papeles, mantas y enseres revueltos. Las provisiones habían sufrido suerte desigual: la carne y el pescado en salazón habían sufrido el saqueo, pero no la harina ni las legumbres. Encontraron restos devorados de caballos y de un ser humano que, por las ropas, parecía ser un paje o escudero de sir Andrei. Entre tanta destrucción, sobre una mesa, bien colocados, hallaron un mapa de la zona con anotaciones y el diario de Josef, el ingeniero de minas. El diario recogía todo lo hecho en otoño e invierno y terminaba el nueve de enero con la decisión, aprovechando el buen tiempo, de subir hasta el refugio de la zona de catas para adelantar trabajo.

El grupo había registrado la mina con cuidado: les había parecido ver una sombra al llegar y encontraron huellas de tamaño casi humano, pero sin dedos, de algo que parecía andar a tres patas o con bastón. Así, mientras Mauser, Morslav, Garrison y Anna registraban los barracones, Cedric y Kursinskov montaban guardia sobre el camino que bajaba a la mina. Fue este último el que vio una sombra que salía de uno de los pozos, al fondo.

Fue Garrison quien se topó con la criatura, al asomarse al borde del camino. Una garra surgida de la sombra intentó agarrarlo y arrastrarlo al fondo de la mina, pero logró esquivarlo y alcanzarlo de un disparo afortunado. Cedric, que venía en apoyo, no lo dudó al oír el aullido de la criatura: sacó su mandoble y saltó al vacío. Cayó sobre la espalda de la figura, clavándola al suelo.

Al acercarse a examinarla se encontraron con que vestía un raído abrigo de gran calidad, similar al que llevaba Morslav. Al girar el cadáver vieron que era Josef, el ingeniero desaparecido, pero ¡en qué estado! El frío se había cobrado un duro precio en el cuerpo del desdichado, que había perdido la nariz, una oreja y varios dedos de manos y pies. Ulceraciones gangrenosas cubrían su cuerpo, pero lo peor era la mueca de animal salvaje que era su rostro mutilado.

¿Qué podía haber pasado valle arriba?

(1) El acero negro es una aleación de hierro, carbono y otros metales que se da casi en estado natural en Gaïa. Su refinamiento, en palabras de Josef Sergiev, es muy puñetero, pero permite fabricar armas y utensilios de corte superiores. El zahorí había detectado la presencia del acero negro e intentaba calcular la importancia del yacimiento y la posibilidad de explotarlo, lo que supondría una gran fuente de riqueza para el condado.

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