Al otro lado del velo

Llevaba en la ciudad desde que era la Lutecia romana. Había visto la ofensiva de los hunos y la llegada de los francos del rey Claudas. Había visto pasar tribus y reinos; reyes y dinastías; organizaciones, religiones y cultos. Había visto nacer y morir a los humanos, despertar y dormir a los nephilim. Siempre había estado en las sombras, un fantasma de los bosques de París. Eterno e inamovible, como las montañas y el Sena.

Pero en los últimos años el viento traía el aroma del cambio. Más profundo que la llegada de francos o vikingos, más importante que la caída o auge de imperios, más terrible que la llegada de nuevos profetas. El viento traía el cambio de su mundo: ecos y rumores. El acoso que sufría el Arcano desde la caída de Bizancio en 1204; la nueva iglesia que veneraba a Lilith, venida de Oriente y que ganaba adeptos en la convulsa Europa con gran facilidad; la sensación de que un enfrentamiento se estaba fraguando. Y París estaba llamada a ser una pieza clave de esta extraña partida. Eso lo veía ya en las calles: las peleas callejeras entre adeptos del Arcano y del Culto a Lilith, los esfuerzos de estos por convertir a todo selenim que vieran, por las buenas o por las malas, el constante goteo de nuevos selenim que se establecían en la ciudad.

Por eso, y pese a que hacía siglos que se había distanciado de los problemas mundanos, estaba en alerta y tenía la ciudad cubierta por centinelas. Uno de estos fue quien la vio, entrando en la ciudad con un grupo de nephilim. Un caso raro y muy poco común que le llamó la atención. Quizás porque sabía por lo que estaba pasando. Quizás porque él había pasado por lo mismo. Así que cogió su viejo y apestoso sagum y un añoso sombrero de ala ancha comido por la mugre y se perdió en la ciudad, un invisible mendigo más. Buscó a sus centinelas, pero no sólo a estos. El ermitaño del bosque era muy conocido en el París llano y hasta las curanderas y las comadronas acudían a él. Había sido médico una vez, cuando era joven, en el Egipto de los faraones. Como selenim, la fragilidad de su cuerpo y la falta de conjuros curativos era algo que siempre estaba presente, así que había aprendido más de griegos, de romanos, de celtas y de germanos. Sus conocimientos de medicina y charlatanería le habían propiciado, además, un amplio rebaño a lo largo de los siglos.

Alguien que lo hubiera estado siguiendo habría visto como avanzaba aparentemente sin rumbo fijo por la ciudad, saludando a transeúntes, parándose en algunos puestos del mercado y en tabernas y cómo entraba en algunas casas. También le habría visto saludar un par de veces a la nada, a criaturas que sólo él podía ver: los cosechadores de emociones del soberano de París, un selenim que había llegado con los merovingios y con el que mantenía una relación amistosa que se basaba en que él le había dejado hacerse el reino en su ciudad. A cambio, compartían información y sus centinelas y otras criaturas buscaban refugio y sustento en el reino.

Así andando de tan caótica forma, llegó a la posada que los nephilim habían elegido para hospedarse. De un mendigo que pedía a la salida de una casa de baños supo que el grupo había abandonado la posada, excepto una mujer que, por la descripción, era quien estaba buscando, así que abrió las puertas y entró con paso firme. El salón estaba vacío salvo por la presencia de quien parecía el dueño, un hombre entrado en años, rollizo y con el rostro picado de viruela, que se levantó al oír la puerta, limpiándose las manos en un grasiento delantal. Al ver al visitante, su primera intención fue coger la escoba, quizás para echar al mendigo, pero al reconocerlo se le iluminó el rosto.

—Buenos días, Bertrand. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo está tu pequeña? ¿Y su hijo? —saludó el recién llegado, dejando el sombrero sobre una de las mesas y estrechando las manos que el posadero le tendía.

—¡Que Dios le guarde, ermitaño! Mi hija está bien y se alegrará de saber que se acuerda de ella. Y mi nieto crece robusto, un auténtico diablillo, gracias al Señor y a usted. Oh, por favor, siéntese. Estará cansado y sediento. Siéntese, que en seguida le traigo algo.

El posadero se retiró a la cocina para volver al momento con un par de jarras de vino, queso, cecina y salchichas y sirvió a su huésped. El ermitaño hizo lo que se esperaba de él: bendijo el local y alabó el vino, las viandas y la posada como lo mejor que podía encontrarse desde la lejana Thule hasta el reino del preste Juan. Roto el hielo y ganado al posadero, pudo pasar a cosas más serias.

—Bertrand, siempre es un placer venir a tu casa, pero me tendrás que perdonar, porque no ha sido el placer de tu compañía y de tu cocina lo que me han traído hoy hasta aquí. —Hizo una pausa para servir vino al posadero—. Un amigo mandó a buscarme. Un mercader errante que se ha recorrido la Ruta de la Seda incontables veces y al que le encargo mis medicinas, un tipo curioso. Una amiga suya está muy enferma, me dijo el mensajero (siendo él, será una mujer hermosa; siempre se rodeó de grandes bellezas). Se hospeda aquí, Bertrand, pero no te voy a decir su nombre porque no sé qué nombre te habrá dado. En mi mundo lo conocemos como el Gato, apodo que le viene que ni pintado por esa sonrisa suya y esa forma de enseñar el colmillo. ¡Ah, Bertrand, veo que sabes de quién hablo! Pues hazle llamar, por favor, y dile que ya he llegado.

—Bien veo que lo conocéis, ermitaño. No sabía que le llamaban el Gato, pero el apodo le hace justicia. Llegó ayer tarde, con dos hermosas mujeres, una de ellas muy enferma: ha estado delirando toda la noche. Pero esta mañana, apenas hubo amanecido salieron él y sus acompañantes, a buscar a un amigo que pienso bien podéis ser vos, ermitaño, y arriba ha quedado sola la enferma.

—Sí que es impaciente, si ha ido a buscarme en persona sin darme tiempo a venir. —El ermitaño esbozó una débil sonrisa y se levantó de la mesa, cogiendo una de las jarras de vino—. Voy a ver a la enferma, Bertrand. No, no hace falta que me acompañes, seguro que tienes mucho que hacer. Estará en la habitación que da al callejón, seguro. Dame la llave, por favor. Si está tan enferma, seguramente no sea capaz de abrirme la puerta.

El ermitaño recogió la llave que le tendía el posadero y su sombrero y subió al piso superior. Se dirigió con paso resuelto a la última puerta, pero frente a ella titubeó. Buscó en la luz que se filtraba bajo la puerta signos de que estuviera bloqueada por dentro por muebles. Al no encontrarlos, retrocedió al otro extremo del pasillo y, tras comprobar que el posadero no estaba cerca, dibujó en el suelo un pentáculo con el vino. Murmuró con voz ronca una invocación. Al poco, un gigante casi invisible se materializaba en el sello. Con un gesto, le ordenó seguirlo. Así acompañado, volvió a la puerta y la abrió, empujándola y dejando que el gigante pasara delante.

La habitación era amplia y tenía cuatro camas, de las que sólo una estaba ocupada. A estas horas, la luz del sol entraba por la ventana e iluminaba a una silenciosa figura que había estado sentada junto a la puerta y ahora estaba en pie, con una falcata en la mano. Era una armadura vacía, de bronce, de estilo griego y al verla sintió una breve punzada de nostalgia. Su visión-ka no le permitía ver lo que unía las partes de la armadura, ni la invisible mano que sujetaba la espada, pero no le hacía falta para sentir su instinto asesino. Se lo dejó a su silencioso acompañante, cogió una silla y se sentó junto a la cama de la enferma.

Era cautivadora. Incluso ahora, demacrada y con un sudor febril cubriendo su piel negra. Y podía ver lo que para sus compañeros y para ella misma pasaba desapercibido: la gran masa negra que la estaba devorando, llevándose sus ka-elementos poco a poco. La causa de su fiebre, de sus delirios, de la materialización de los aspectos de su metamorfo, del mal de su simulacro y del suyo propio. Pero sus ojos seguían lúcidos y despiertos. Cuando entró lo había seguido con curiosidad en la mirada, sin temor, pero con la mano derecha, en apariencia desmadejada sobre la colcha, lista a hacer una señal al soldado de bronce. Ahora, la curiosidad había dejado paso al saber. Lo había reconocido, el perfil griego detrás de aquella cabellera enloquecida y la terrible barba, los tristes ojos negros: quien llevó el Grial a la casa del Señor Oscuro en Jericó, quien la había ayudado en la noche de sangre de París. Y, por detrás, al fondo de aquellos profundos ojos, los engranajes se movían a toda velocidad, buscando respuesta a la pregunta no formulada.

¿Por qué estás aquí, Quirós?

—Te mueres, Dama del Lago. Estás más allá de toda ayuda. —Un relámpago cruzó su mirada. No iba a rendirse. Quirós sonrió para sus adentros—. En tu estado no eres más que un estorbo y un peligro para tus compañeros. Aquí no estás a salvo y yo puedo aliviar el sufrimiento de tus últimos días.

Hizo una pausa y cruzó las manos, formando un tejado a dos aguas. No podía, desde luego, ver los campos mágicos como un nephilim, pero estaba seguro de que Pírixis estaba concentrando poder, preparando algún sortilegio. La miró desde detrás del tejado y siguió con voz grave.

—Y, si quieres, puedo ayudarte después.

Pírixis aceptó sin pensárselo mucho. Seguramente había entendido su situación en cuanto vio a Quirós entrar en la habitación. Había recogido sus cosas: la estasis y el gladio, y algo de ropa, pero no los grimorios pues, como apuntó el selenim, no le iban a hacer ninguna falta. Estaba muy débil para caminar, por lo que tuvo que aceptar que el gigante invisible la tomara en brazos. Cubiertos ambos con el sagum y el sombrero de Quirós, abandonaron la posada bajando al callejón por la ventana, mientras el ermitaño se despedía de Bertrand poniendo como excusa la falta de medicinas.

Los tres salieron de París siguiendo el errático andar de la ida, sólo que esta vez Quirós recogía lo encargado antes: pan, carne en salazón y vino. Dejaron atrás la ciudad, los terrenos de cultivo y las aldeas para internarse en el profundo y antiguo bosque, más allá de los caminos conocidos por leñadores y cazadores. La oscuridad se había adueñado ya del bosque cuando llegaron al hogar de Quirós. No era la cabaña donde Pírixis había encontrado refugio en aquella sangrienta noche de 493; el aumento de la población y la deforestación le habían obligado a mudarse hacía varios siglos. Esta era una construcción en piedra más grande y sólida, con un tejado a dos aguas que llegaba hasta el suelo y sobre el que crecían hierbas, matojos y un par de pequeños árboles; compartía un pequeño claro abierto por el hacha con un huerto, un pequeño cercado para los animales domésticos (gallinas, un par de cerdos y algunas cabras) y una cabaña más vieja que se confundía con un túmulo funerario y hacía las veces de granero.

Quirós guio al gigante invisible al interior de la casa, más amplia de lo que parecía desde fuera y amueblada extrañamente, donde se mezclaban muebles hechos por alguien poco dado a la carpintería con ricos divanes y hermosas alfombras, vasijas centenarias y vasos de barro, vajilla fina y fuentes toscamente talladas, libros, manojos de hierbas secas, botes con extrañas sustancias, un hermoso busto de mármol y las armas de un jefe galo. El selenim movió uno de los divanes que flanqueaban la mesa principal hasta ponerlo frente al hogar y trajo mantas del dormitorio, que estaba separado por un recargado biombo traído del confín del mundo. Acostó ahí a la quimera negra que, exhausta tras el viaje, dormitaba un sueño febril, y despidió al gigante. Encendió el fuego y preparó un espeso caldo para la cena, acompañado de un brebaje de olor picante que preparó mezclando el contenido de diversos tarros y hierbas. Se preguntó cuánto llevaría.

Los días pasan lentos en el corazón del bosque. Lentos e iguales. Quirós lo apreciaba, hacía que la inmortalidad fuera más llevadera. Pero con la quimera negra el transcurrir de los días se había vuelto aún más lento. Era una nephilim fuerte y, en lugar de rendirse a su destino, luchaba por cada pedazo de su alma, por lo que el proceso se iba alargando y ni sus drogas podían aliviarla ya. Los momentos lúcidos eran cada vez más escasos y en un par de ocasiones a duras penas había conseguido atraparla, aullando ella y su simulacro, bosque adentro. Temía perderla en algo peor que la muerte, que su mente y su espíritu optaran por el camino de la degeneración, del khaiba, antes que aceptar la nada.

Empezó a buscar algo que sabía existía pero que no podía saber si lo lograría encontrar. Acudió al soberano y preguntó a los selenim que conocía, aunque temía de antemano a quién tendría que recurrir. Y así había sido. Ahora estaba en la sacristía de la pequeña iglesia que era su base. Dos selenim miraban con hostilidad su espalda, y no les culpaba. Uno de ellos aún cojeaba fruto de la última vez que se habían encontrado, dos o tres años atrás. Aunque su problema era el hombrecillo de aspecto semita y con sotana que le servía vino.

—¿Quirós el ermitaño ha visto la luz y viene por fin a abrazar la gloria de Lilith? Bebe, es buen vino; no el que uso en la misa. Y relájate. En la Iglesia, quien entra andando, sale andando.

—Vivo y viviré en la oscuridad. —Tomó un sorbo de vino. Era bueno, en verdad—. Necesito un cuchillo.

Detrás suya se hizo un silencio sorprendido. Incluso el sacerdote parecía no dar crédito a lo que oía.

—¿Tú, un cuchillo? ¿Tú quieres convertir a alguien? ¿Tú, cuando mis hermanos han sufrido tus argumentos en contra de tal proceder? —De un gesto obligó a sentarse a uno de sus compañeros, el de los dedos de menos y la nariz partida.

—No convierto a nadie. Se convierte por sí mismo.

—¡Alma de Satanás! ¡Maldito seas mil veces, Quirós! —exclamó el sacerdote, más divertido y sorprendido que furioso—. ¡Llevo semanas peinando París y la tenías tú, cabrón! —Lo miró, calculador, y volvió a servir vino—. ¿Se va?

Quirós asintió. El sacerdote guardó silencio. Luego, sacó de una alacena una caja de madera negra y la dejó sobre la mesa.

—No sé si será una buena idea, pero no puedo dejar que un alma se vaya sin intentar salvarla. ¿Quién sabe? Quizás esté destinada a cambiar el mundo.

De vuelta a su refugio, Quirós se desvió buscando una presa para la noche. Hacía mucho tiempo que no salía de caza; como muchos de su edad, prefería la comodidad de tener un rebaño, pero el instinto estaba ahí. Se desvió hacia una aldea pobre, de leñadores y carboneros, que no estaba muy lejos de su refugio. Rodeada de bosque, era fácil acercarse e irse sin ser visto y la suerte de los pobres a nadie preocupa. Buscó un árbol frondoso en zona de paso entre la fuente y las casas de la aldea y se ocultó entre sus ramas. Con el sagum y el sombrero era prácticamente invisible. El resto era cuestión de paciencia, de esperar a que pasara la presa adecuada. Estaba atardeciendo y las mujeres ya se habían recogido a sus cabañas y chozas a preparar la cena, mientras que los hombres aún estaban en el bosque y en las carboneras, así que eran los niños los que iban a la fuente.

Como el depredador al acecho en el vado o en el abrevadero, esperando al animal débil o la cría sin protección de la manada, Quirós esperó hasta que pasó por debajo del árbol una chiquilla de 9 u 11 años, con una cántara casi tan grande como ella y sola. No había nadie en ese momento en el camino y los pájaros del lado de la aldea le indicaron que por allí tampoco se movía un ser humano. Era el momento. Se dejó caer al lado de la muchacha, que tiró la cántara del susto, y le dio un rápido golpe en la boca del estómago que la hizo desplomarse sin un suspiro. Era pequeña para su edad; posiblemente estuviera algo desnutrida, por lo que pudo cogerla y ocultarla bajo el sagum sin dificultad y desaparecer a continuación en el bosque a paso vivo. Detrás, unos pájaros se posaron para beber el agua derramada de los trozos de la cántara rota.

Llegó a su claro bien entrada la noche. La Luna estaba nueva y de no conocerse aquella parte del bosque de memoria, seguramente se habría perdido. Sus gatos los acompañaron la última parte del camino. A la chiquilla, que seguía inconsciente, la dejó en la cabaña vieja. La mayor parte estaba ocupada por sacos, barriles y aperos que se perdían en la oscuridad, pero a la entrada había un espacio más o menos libre, presidido por un tajo sobre una gran losa de piedra y rodeado de calaveras y huesos en alacenas y estantes, como si fuera un osario. Dos columnas de piedra sostenían el techo y delimitaban este espacio, y ató a la chiquilla a una de ellas, de la que colgaba una vieja cadena, mediante un grillete que ciñó a su cuello. Salió al corral y volvió al poco con un cabrito joven que sacrificó y preparó sobre el tajo, dejando que parte de su sangre chorrease por el tajo y la piedra y recogiendo el resto, con lo que toda la cabaña quedó apestando a sangre y muerte. Con la sangre que había recogido salpicó a la muchacha y dejó churretones lo más desagradables posibles sobre varias de las calaveras, lo que provocó un inaudible coro de protestas. Luego, sacó de una caja una escultura que representaba, de forma muy realista, una pierna humana curada como un jamón y a medio devorar y, tras limpiar el polvo, lo colgó del techo haciendo compañía a un par de huesos de jamón y un serrucho oxidado y encendió una pequeña lámpara oculta tras el osario que iluminaba lo justo y necesario. Por último, antes de volver a la casa con la carne, mojó la cara de la niña con agua fría para que se fuera despertando. No había llegado a la casa cuando la oyó gritar por primera vez.

En la casa, Pírixis dormía un sueño intranquilo y febril, sin que los chillidos de la chiquilla la afectasen. La cama estaba hecha un desastre y se veía que las ataduras se habían visto puestas a prueba. Toda la casa olía a sudor y enfermedad, así que dejó la puerta abierta. Avivó el fuego del hogar y sacó una olla de hierro donde preparó una caldereta con el cabrito. También aprovechó para hacer un poco de pan ácimo. Mientras la caldereta se hacía, despejó parte de la casa, retirando algunas alfombras. En el suelo que había quedado al aire dibujó, con la sangre del cordero, un intrincado sello según las instrucciones que le había dado el sacerdote, preparó un braserito con incienso y repartió otros objetos extraños por el sello. Cuando terminó, despertó a Pírixis, la desató y le dio de beber. Tenía algo de fiebre y se la veía agotada, pero su mirada era lúcida.

Cogió la caja y la abrió, enseñándole el contenido a la quimera negra: un cuchillo de hoja curva, con el mango artísticamente tallado con motivos de muerte. La hoja era negra, de un metal parecido al plomo. Pírixis se encogió, el negro mortal del auricalco era perfectamente visible a sus sentidos.

—Es un cuchillo de sombra, un artefacto extraño que permite extirpar los ka-elementos de un nephilim de forma mucho más rápida y menos dolorosa que dejar que la Luna Negra los devore —le dijo Quirós—. Te aferras demasiado a tu vida, Dama del Lago. Esta noche terminaremos con ella por la vía rápida.

La acompañó hasta el pentáculo y la hizo sentarse en su centro. A un lado del sello, donde confluían una serie de líneas, puso su estasis. Sopló sobre el braserito, levantando una espesa y aromática nube de humo que les hizo lagrimear, puso el cuchillo sobre las manos abiertas de ella y empezó a canturrear una letanía, haciendo señas a Pírixis para que lo acompañase. El tiempo pareció detenerse, las formas se desdibujaron y sólo quedó, radiante, el alma de Pírixis, sus ka-elementos medio devorados por la informe mancha de Luna Negra. Guiando las manos de la quimera negra, introdujo el cuchillo de sombra en su cuerpo, sin dañar al simulacro, y con movimientos decididos fue cortando los ka-elementos, excepto el de luna. A cada corte, Pírixis se estremecía y jadeaba, perdiendo el ritmo de la letanía, las manos flojeaban y los ojos se le cerraban, pero Quirós la obligaba a seguir, cantando y cortando, mutilándose de la peor forma imaginable para un nephilim, cortando su alma. Los pedazos flotaban siguiendo las líneas del pentáculo y eran recorridas por la estasis, testigo muda de la operación.

Sólo quedó un globo de luna, perdido dentro del simulacro. Un pálido espectro. Quirós no cejó, la obligó a seguir despierta, a centrarse en aquel globo al que había quedado reducida, a darle forma, a transformarlo y convertirlo, al ritmo del ritual, en luna negra. En ese momento, Pírixis, la quimera negra, murió.

Cuando Quirós se inclinó sobre ella, Pírixis se encogió temerosa. No era para menos; era la primera vez que le veía con los ojos de un selenim, un anciano de 1500 años cuyo imago formaba parte de la propia casa. Un terrorífico pozo de tinieblas que le había pasado desapercibido hasta ahora.

La muerte del nephilim era completa. Los rasgos del metamorfo se diluían y el cuerpo, desmadejado y sin fuerzas, tratando de respirar perdido el incremento sobrehumano que siempre aporta un nephilim a su simulacro. Pero la fiebre, el delirio y el dolor se habían ido y en los ojos de la nueva selenim empezaba a brillar, entre el asombro y el temor, el hambre. Esa hambre terrible, esa necesidad imperiosa producto de tener un alma hecha de algo muerto e innatural.

Quirós fue a por la niña, que estaba hecha un ovillo junto a la columna. Los muertos murmuraban, inaudibles, palabras de consuelo y de enfado. Varios eran los que habían pasado por eso. Las uñas rotas y los dedos abiertos, parte del cuello ya en carne viva de internar quitarse el grillete, la cara churretosa de lágrimas, tierra y mocos, la garganta ronca de llorar y gritar.

Y el miedo. El miedo casi tangible. El pánico y el terror del rapto y por su futuro, azuzados por la puesta en escena. El ermitaño no pudo evitar que se le hiciera la boca agua mientras soltaba la cadena y la cogía del brazo, obligándola a ponerse en pie. Doblándole el brazo a la espalda, la hizo caminar a empellones hasta la casa, sin hacer caso a sus súplicas, a sus gritos ni a sus preguntas. Desde la puerta, de un empujón, la lanzó a los pies de Pírixis, que la miró primero sin comprender y luego, llevada por sus instintos, empezó a devorarla, alimentándose de su miedo con ansia, arrancando el alma de la pobre chiquilla para llenar el vacío muerto de su interior.

Fue un momento, el tiempo que se tarda en devorar unas salchichas y un vaso de vino. Pírixis, saciada y más serena, recorrió con la mirada la estancia como si la viera por primera vez, observó a Quirós con atención, pero sin miedo, y a sí misma con curiosidad y tristeza. Arrugó la nariz al olerse y, tambaleándose por la debilidad de su cuerpo, salió de la casa y fue hacia el pozo, para asearse. El ermitaño, entre tanto, llevó a la chiquilla, que había caído inconsciente, de vuelta a la cabaña, donde la volvió a atar. Era difícil que siguiera cuerda después de aquello pero, en todo caso, no vería un nuevo invierno. Luego, ya en la casa, limpió los restos del sello, volvió a colocar las alfombras y preparó la mesa, sirviendo la caldereta mientras Pírixis, desnuda y tiritando y sin echarle cuenta, buscaba entre sus ropas algo limpio que ponerse.

—Somos selenim —empezó Quirós mientras Pírixis, armada con un cuchillo y el pan, atacaba la tercera escudilla—. La muerte es una vieja amiga y la soledad nuestra compañera. Para los nephilim somos monstruos; los humanos no creen en nosotros hasta su muerte; la Historia pasa de largo y nosotros nos colamos por las rendijas, ignorados por todos. Tú perteneces ahora a este mundo, Dama del Lago. Has muerto. Tus amigos no verán en ti más que un humano. Aquellos que sepan mirar te verán como lo que eres y te rehuirán como a un apestado. Tu antiguo yo, tu antiguo mundo ya no te pertenecen, porque estás al otro lado del velo.

»Te enseñaré a moverte en tu nuevo mundo. Cómo alimentarte, cómo hablar con los muertos, cómo escuchar la voz de la Muerte. Cuando estés lista, te irás sin dejar nada atrás, porque, y que quede claro, no hay ningún vínculo de lealtad, gratitud, ni mucho menos jerarquía entre nosotros. Te ayudo porque quiero. Porque somos selenim, monstruos imposibles nacidos de algo muerto. Y sólo respondemos ante nosotros mismos. No nos regimos por leyes de la naturaleza ni de la sociedad y no tememos a nada.

Hizo una larga pausa, con la mirada perdida en las brasas del hogar.

—Salvo a un selenim más poderoso que nosotros. Bueno, también debes temer a la viruela. Y la tuberculosis, la malaria, una mala caída, una gripe, la gangrena… Este débil cuerpo de carne es tu cárcel. No sobrevivirás sin él. Y, por supuesto, la libertad individual es muy bonita, pero hasta que seas capaz de dártela, tendrás que hacer como hemos hecho todos y evitar cruzarte en el camino de los que son más poderosos que tú.

Este es tu nuevo mundo, Pírixis, Dama del Lago, Guardiana de las Puertas del Agartha de los Desposeídos. Tú lo elegiste.

2 comentarios para “Al otro lado del velo

  1. Qué puedo decir, nunca se me dio bien seguir el camino fácil.

    Tardaré algo más en descubrir lo que significaba el nuevo título que Quirós añadió a los que ya poseía a lo largo de mis andanzas por la vida, ser Guardiana de las Puertas del Agartha de los Desposeídos.

    P.D. Por fin un post sólo para mí, ha merecido la pena la espera :).

  2. Envidiosa, «por fin un post sólo para mí», jejejejeje. Que nooooo. Esa fue buena, si es que no salíamos de una y nos metíamos en otra. Menos mal que nos acostumbramos a todo.

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