La pérdida del Grial

La noche pasó tranquila, contra todo pronóstico, y con el amanecer Sigbert decidió poner en marcha su plan, decidido a no dar tiempo a los nephilim a llevar a cabo los suyos y, al mismo tiempo, despistarlos. La idea básica era dar el cambiazo y que los Guardianes siguieran una pista falsa. Había en la casa del Hospital un sanjuanista casi tan grande como él que, vestido con sus ropas y armas, llevaría la caja del Grial haciéndose pasar por él. Iría con Constancio y los mercenarios en el bajel reparado. Si eran seguidos, deberían echarse sobre la costa y huir a pie. El sanjuanista buscaría resguardo en alguna casa del Hospital, desde donde volvería a Génova, los marinos del bajel irían a Roma, donde serían recompensados por un agente de la Prieuré y Constancio con los mercenarios se buscaría la vida para despistar a los nephilim.

Por su parte, el teutón seguiría viaje hasta Otranto, donde se reuniría con la galera rápida de Séamus. El viaje lo haría en la galera del Hospital que había en el puerto, una vez esta estuviera preparada, y con la única compañía de un mercenario. Conseguir la galera fue lo más difícil, ya que frey Reinaldo, el preceptor, no tenía autoridad sobre la nave y temía la reacción de sus superiores. Sin embargo, el talento negociador de Sigbert y los grimorios arrebatados a los Guardianes lograron el apoyo del capitán de la galera.

Así pues, tres horas después del amanecer salía de la casa del Hospital una comitiva fuertemente armada, con Constancio, el grandullón que se hacía pasar por Sigbert y los mercenarios bien protegidos por los caballeros y sargentos que había en la plaza, así como distintos tripulantes de la galera. Bajaron hasta el puerto, esperando un ataque en cualquier momento, y esperaron nerviosamente mientras un destacamento revisaba el bajel para descartar emboscadas y añagazas. Descartada cualquier trampa, embarcaron los marinos, los mercenarios, el mameluco y el sanjuanista y, pronto, se hicieron a la mar. Las tropas volvieron al Hospital, mientras los tripulantes de la galera empezaban a aprestarla para el viaje. En la cámara de la torre, Sigbert esperaba con el oído atento y rezando por que los nephilim picaran el anzuelo.

Los Guardianes, por su parte, tras haber descansado bien esa noche, andaban de batida buscando una manera de entrar en la casa del Hospital, así que fueron testigos de cómo la comitiva bajaba al puerto y, para alegría del teutón, confundieron al sanjuanista con él y vieron la caja del Grial que llevaba. En cuanto los vieron embarcar, y sin posibilidad de montar un ataque a plena luz y con aquella escolta, volvieron al palacio de Mitra para pedir al cónsul Ezequiel que se dieran prisa con el bajel del Emperador. El trabajo nocturno estaba completado y pudieron zarpar aprovechando la marea, tras los pasos de Constancio.

El Hospital había distribuido agentes por el puerto (informadores, sirvientes, escuderos) con la descripción de los Guardianes, así que Sigbert supo ese mismo día que estos habían mordido el anzuelo. Tres días después, partía en la galera hacia Otranto, con la alegría de llevar el Grial consigo y el regusto amargo de no haber podido hacer desaparecer a sus portadores. Mucho trabajo tenía por delante para borrar sus huellas y mantener a salvo a la Prieuré.

Tampoco tuvieron suerte los nephilim persiguiendo a Constancio. Este se dio cuenta de que lo perseguían y ordenó tomar tierra. Lo hizo, además, aprovechando una noche oscura y de poca visibilidad, logrando despistar a los perseguidores durante unas horas, aunque a ellos casi cuesta caro: el bajel se deshizo contra la costa. Siguiendo el plan de Sigbert, el sanjuanista y los marinos tomaron cada uno su camino, mientras que Constancio y los mercenarios, tras obtener caballos y provisiones de un caballero de la Prieuré, se dedicaron a recorrer media Italia dejando pistas para entretener a los Guardianes todo el tiempo posible, hasta que recibieron el mensaje de que Sigbert y el Grial ya estaban a salvo. Entonces, se separaron: Constancio volvió a Oriente, borrando sus huellas tanto como pudo, y los mercenarios a cobrar y gastarse lo ganado en Venecia.

Sin embargo, los Guardianes hacía días que habían perdido también la pista del mameluco. Fue en Aquila, donde vivieron una extraña aventura.

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