Montsegur IV – La Roc de la Tour

El senescal Hugues des Arcis no era un hombre feliz. No lo era desde que vio las laderas del pog, y cada día que pasaba tenía menos razones para serlo. El verano había pasado infructuoso. Todos los ataques contra el castillo habían fracasado: por la ladera sur-oeste, a donde daba la puerta principal del castillo, sus hombres se habían estrellado contra los muros de avanzada. Lo empinado del terreno les obligaba a avanzar despacio y los convertía en blanco fácil para los virotes y pedruscos. La otra posible ruta de ataque arrancaba en el otro extremo del pog, con un camino igualmente empinado que daba a la larga cima de la montaña, un lugar desde el cual podrían instalarse catapultas y otros ingenios de asedio. Sin embargo, los señores de Montségur habían cubierto ese flanco protegiendo la Roc de la Tour. Había intentado un ataque por los dos flancos simultáneamente, esperando que los sitiados no tuvieran hombres suficientes para defender ambos puntos, pero había sido imposible: mientras tuvieran flechas y piedras, un puñado de hombres podrían mantener a raya a un ejército. Y si ya, además de flechas, tenían buenos y pesados virotes, quienes intentaran la subida la tenían muy negra.

El senescal Hugues des Arcis no era un hombre feliz. El ejército que dirigía estaba formado principalmente por gente de la tierra, del Languedoc y de Provenza, nuevos vasallos del rey de Francia tras las campañas de los años anteriores. Han acudido prestos, para demostrar que son buenos vasallos, y para quitarse de encima la presión de la Iglesia, pero no ocultan sus simpatías por los sitiados: muchos tienen conocidos, amigos o parientes arriba, entre los defensores o entre los refugiados. El largo asedio está haciendo mella. Una campaña larga y sin posibilidades de botín, con problemas de aprovisionamiento, clima adverso y lejos de sus casas no es lo mejor para la moral de la tropa. Quizás si hubiera tenido fanáticos en el ejército, como Monfort o Amaury, hubiese podido tomar el castillo a las bravas, sin importar las bajas. Tampoco le era posible sitiar completamente el pog, y sabía que a los sitiados les aprovisionaban regularmente, así que no podía esperar rendirlos por hambre.

El senescal Hugues des Arcis no era un hombre feliz. Tenía a Pierre Amiel, arzobispo de Narbona, como co-comandante. Pierre Amiel era una de esas personas con un alma tan oscura y malvada que en todo lo que miraban veían un reflejo de sí mismos. Como era habitual, no reconocía en esta realidad sesgada su propia maldad, sino que creía vivir en un mundo pecaminoso. Como era tristemente habitual, había medrado en la jerarquía eclesiástica, en este caso de la Iglesia romana. Su visión de las Sagradas Escrituras, retorcida por su negra alma, su natural sadismo y persuasiva labia le habían convertido en azote de herejes y creyentes, en castigador universal, en defensor de la religión como cadenas, yugo y castigo del pecaminoso ser humano. Como todos los de su clase, toda su maldad la veía en el mundo que le rodeaba, así que se creía virtuoso y noble. Como todos los de su calaña, era un peligroso cáncer al que había que tratar con sumo cuidado, cuando a Hugues lo que más le gustaría sería lanzarlo al Montségur con una catapulta.

El senescal de Carcasona, Huges des Arcis, no era un hombre feliz. Pero como hombre práctico, buscaba soluciones.

El sitio no había cogido por sorpresa a Pierre-Roger de Mirepoix; contaba con ello desde que organizó el ataque a los inquisidores de Avignonet. El Montségur había sobrevivido a tres asedios anteriores, así que la moral estaba bien alta. Lo que no esperaba, ni nadie en la fortaleza, es que Hugues des Arcis reuniera a un ejército tan grande. Cuando vio las primeras columnas de tropas acercarse, Pierre-Roger se alegró de haber terminado el muro bajo unas pocas semanas antes.

El asedio empezó como los anteriores: varios ataques que se estrellaron inútilmente contra los muros del suroeste. Aprovechando el número, los sitiadores establecieron campamentos rodeando la montaña, en un intento de cortar el flujo de suministros y refuerzos que les llegaban a los defensores, sin mucho éxito. Probaron también la ruta norte, pero el fuerte de la Roc de la Tour aguantó todos los envites.

Conforme avanzaba el verano, los sitiadores perdían empuje, y el otoño llegó frío, lluvioso, con nieves tempraneras en septiembre pero, sobre todo, tranquilo. Pierre-Roger de Mirepoix confiaba en que, si el invierno pasaba sin cambios, para verano el ejército real tuviera que levantar el sitio cuando los señores feudales se cansasen y exigiesen volver a sus tierras. Eso, si las penurias o alguna epidemia no los obligaba antes. Arriba no faltaban suministros, pese al frío invierno. Agua había en abundancia, así como nieve, y durante la primavera se habían aprovisionado para el sitio. Los perfectos eran vegetarianos y comían poco y el bosque suministraba leña y caza, así que todo era cuestión de paciencia.

En enero, con el nuevo año, cambió todo radicalmente. Un grupo de montañeses vascos contratados por Huges des Arcis realizaban un audaz golpe de mano: escalaron de noche, con toda la helada, la cara más inaccesible de la Roc de la Tour, confiando en que sus defensores se hubieran refugiado en la torre, dejando vacíos los distintos puestos de vigilancia de la roca y camino. Poco antes del amanecer caían sobre los defensores, sorprendiéndolos completamente. En el Montségur no se dieron cuenta de lo que sucedía hasta que, casi a medio día, el relevo se encontró los pendones reales ondeando en el fortín de la Roc de la Tour.

La pérdida de la fortaleza de avanzada fue un duro mazazo para los cátaros y sus aliados, tanto moral como estratégico. La tranquilidad del asedio se rompió en un mes de enero de continuas escaramuzas. Las tropas francesas avanzaban de noche, cubiertas por la niebla y la ventisca, levantaban trincheras y manteletes, y seguían avanzando. La jugada de la Roc de la Tour la repitieron en la muralla más externa, también la más baja, y sólo la presencia de la ondina entre los defensores impidió que entraran hasta la cocina.

El asedio empezaba a pintar mal para los sitiados. Ighnöel condujo a un grupo de voluntarios para intentar tomar de nuevo el fortín de la Roc de la Tour, pero tuvo que retroceder al ver la cantidad de enemigos que ocupaban ya el enclave. Además, estaban construyendo trabucos y catapultas con las que empezaron a bombardear las defesas exteriores.

A finales de enero, Pierre-Roger de Mirepoix tuvo que suspender las salidas y los intentos de recuperar la explanada y la muralla exterior. Estaban sufriendo demasiadas pérdidas frente a un enemigo que era cincuenta veces más numeroso. Habían perdido el bosque, consumían mucha más leña para mantener iluminada la explanada frente a la muralla durante las noches, para impedir otro golpe de mano, y la moral flaqueaba. La única esperanza era ya ayuda del exterior pero, ¿vendría alguien?

Para los nephilim la pérdida de la Roc de la Tour también fue un mazazo: Nicodemo el ateniense comandaba el puesto y no había vuelto. ¿Había sido capturado? ¿Había muerto su simulacro y había sido absorbido por su estasis? El centro de poder telúrico que era el pog distorsionaba los sentidos nephilim y no les permitía saberlo.

En su pabellón, Hugues des Arcis era un poquito más feliz. Ya tenía catapultas para lanzar a Pierre Amiel a la fortaleza.

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