Montségur II – Prólogo

Primavera 1243

Era una noche fría, aunque el solsticio estaba cerca. El aire estaba en calma y el cielo, despejado. Pese a lo avanzado de la hora, el campamento francés era un bullicioso enjambre de luciérnagas. Todavía estaban a medio colocar, en un vano intento por rodear la base del pog, pero la habitual colección de putas, buhoneros y mercaderes que sigue a todo ejército ya había montado su colorido campamento y alegraba las noches.

Arriba todo era silencio. Unos pocos centinelas vigilaban en la avanzada de la Roc de la Tour, otros dormitaban en la muralla exterior. El pueblo estaba en calma: casas, cabañas y cuevas donde vivían y se refugiaban los cátaros estaban a oscuras. Más arriba, la plataforma superior, sobre la torre del homenaje, estaba iluminada. Cuatro hachones ardían, desterrando la noche del centro de la plataforma. Allí, sentada dentro de un intrincado dibujo de tiza, rodeada de papiros y pergaminos con cartas, símbolos y saberes astrológicos, estaba sentada una joven de negros y largos cabellos recogidos con cintas de colores de las que pendían multitud de cascabeles. Sus coloridas ropas contrastaban con el gran hacha cubierto de símbolos esotéricos y mágicos que había a su lado.

La joven estaba tan absorta en sus cartas y cálculos que tardó en darse cuenta de que no estaba sola. Un hombre ya anciano que despedía un fuerte olor a flores y miel y a cuyo hombro se aferraba un diablillo traslúcido, había salido por la trampilla y observaba con detenimiento el quehacer de la joven. Cuando se dio cuenta de que su presencia había sido advertida, rodeó los hachones y se arrodilló delante de la joven, con cuidado de no dañar los dibujos con el borde de su túnica. Con un gesto vago señaló hacia el campamento de los sitiadores y formuló una única pregunta:

—¿Hay que buscar ayuda?

La joven astróloga cambió de postura, sentándose cruzando las piernas. De un zurrón adornado con cañas de pluma y cascabeles saca un frasco de barro y un paquete de cuero. El frasco contiene arena tintada de violeta, con la que traza un pentagrama entre el viejo y ella. Luego, saca del paquete un juego de naipes gastado. Baraja el mazo de cartas sin prisa, concentrándose, y las va extendiendo siguiendo el pentagrama. La primera en salir es la Muerte. La cuarta también es la Muerte. El viejo ya tiene su respuesta. Dejando a la perpleja joven revisando el mazo de cartas, baja al gran salón mientras el diablillo ríe, inaudible. De repente, se siente muy cansado.

En el salón hay consejo de guerra. En el pog hay una veintena de nephilim y en la mesa están el de Arimatea, que representa a los del Loco, los más numerosos, e Ighnöel, jefe del destacamento de voluntarios de la Torre, seis locos que han decidido emplear su tiempo libre en luchar por unos ideales y principios opuestos a los de su Arcano. También está el obispo Bertrand en Marti, el único humano de la sala. Con él, cuatro. El de Arimatea ha dejado fuera de la reunión a sus compañeros de Arcano. Ni Renovadores ni Conservadores cerca, aunque para los que quedan en el pog… Tampoco han avisado al de la Sacerdotisa, ni a Nicodemo, aunque en su caso es normal. Y Menxar está arriba, como si esto no fuera con ella. Definitivamente, pensó, jamás entenderé a los del Carro. Y el resto de nephilim que hay en el Montségur son viejos conocidos del Reino del Verano que confían en él para estas cosas.

El anciano cabalista se sentó en un banco libre mientras movía negativamente la cabeza ante la muda pregunta del de Arimatea. Ighnöel le sirvió una copa de vino especiado sin decir palabra. ¡Ah, benditos sean los viejos guerreros, siempre atentos a estos detalles!

—Podemos sacar el Grial, a Bertrand y a otros perfectos y mandarlos a Quéribus y de ahí a la Península. El catarismo puede resurgir, Asgareth.

No vas a dejar a tus hijos a su suerte, ¿verdad, José de Arimatea?, pensó el cabalista. El que no tiene ambición… Jesús, Yaltaka, Pírixis, Mahoma, los bogomilos, los paulicianos… ¿Tantos deben bailar a tu son? ¿Tantos deben morir?

—¡Olvídalo, José! Los cátaros están perdidos, aquí acaba su historia. Discúlpeme, señor obispo, no quería ser tan duro, pero no hay lugar para los cátaros. Al otro lado de los Pirineos les espera la misma suerte que aquí: desde que el Sumo Sacerdote decidiera acabar con los arrianos, ninguna Iglesia salvo la romana podrá reinar en Hispania. Inglaterra, Irlanda o el Imperio germánico están demasiado lejos. Y si no quieres que el Grial se pierda aquí, ¡ya sabes lo que tienes que hacer!

Todos quedaron mudos ante el estallido de furia del cabalista. Incluso el diablillo había buscado refugio entre las vigas del techo. Sólo el de Arimatea le mantuvo la mirada, pero, finalmente, cedió, buscó en su túnica y sacó un pergamino cuidadosamente doblado. Lo desplegó y extendió sobre la mesa. Todos se inclinaron sobre él, pero allí sólo había palabras sin sentido escritas en latín.

—Desde que Yaltaka entregara sus estasis al Loco —contó el de Arimatea—, un pequeño grupo de escogidos, un círculo secreto dentro de la rama burocrática, las ha guardado. Cuando cambian sus estasis de escondite me mandan, en clave, su nueva ubicación. Aquí está escrita. Debemos descifrarla rápidamente si queremos…

Esta vez Asgareth fue más rápido. En Montségur le tomaban por un viejo bonachón e inofensivo, olvidando su papel en el Reino del Verano. El pergamino desapareció de la mesa.

—No hay tiempo. Enviemos ya a un par de nephilim que deberán descifrar el pergamino durante el camino. En el Loco no tenéis imaginación: las estasis no habrán salido de la Península. Mandaremos a Menxar; sus dotes adivinatorias serán útiles.

La propuesta fue aprobada rápidamente. Menxar era una independiente sin ambición política y se llevaba bien con todos. Como acompañante Asgareth quiso mandar a la ondina, pero sus compañeros se negaron en rotundo a quedarse sin el mejor guerrero del castillo. Finalmente se decidió mandar a un fénix del destacamento de la Torre y se levantó la reunión.

Asgareth vivía en una pequeña cueva en la ladera sur, casi en la muralla exterior. Como todo mobiliario tenía un camastro, una mesa y dos banquetas. Ahora, una de ellas estaba ocupada por un nephilim alto y nervudo. Una abundante cabellera negra fluía bajo un antiguo caso sajón y se desparramaba sobre una armadura de escamas madreperla. Junto a él, apoyadas contra la mesa, había tres vainas, una de ellas vacía. Tenía también una jarra y dos vasos, que se apresuró a llenar cuando entró el cabalista.

—El fénix y esa ondina. ¿De verdad crees que serán capaces de encontrar a los Guardianes? Me parece una jugada demasiado arriesgada para ti, Asgareth. Hay demasiada gente que sabe que el Grial está aquí y lo quiere.

—Son peces pequeños. Podrán escaparse a través de la red. Y, si no logran volver a tiempo o no encuentran a los Guardianes, habrán salvado su pellejo, con eso me vale. Para sacar el Grial de aquí tenemos bastante contigo y con Ighnöel. Y te agradecería que dejaras de hacer eso, era una reunión secreta. —Apuró el vaso y recogió las copas y la jarra—. ¡Ea, a dormir! Mañana tendremos que agradecer a esos dos que se presenten voluntarios a tan disparatada aventura, y pensar en cómo sacarles de aquí de una pieza.

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2 comentarios para “Montségur II – Prólogo

  1. Diossss ya no me acordaba de las dos cartas de la muerte. La verdad es que le di un par de vueltas a la baraja después de aquello buscando la segunda carta.

    PD: te ha quedado muy bien la entrada

  2. Y nosotros sin enterarnos de nada, tranquilamente durmiendo hasta que… de golpe y porrazo nos pondrán manos a la obra.

    coincido con Menxar, te ha quedado muy bien.

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