Nephilim — Sigbert y Pírixis

Los años como dama del lago en la corte de su hijo (adoptivo) Arturo la habían enseñado a mantener el rostro impasible ya estuviera Mordred a las puertas de Camelot o un ciervo blanco pisoteando las mesas del banquete. Su rostro fue una máscara inexpresiva cuando vio entrar al anciano, una momia reseca mantenida por el brillante fulgor de su alma, más cerca de la Iluminación que todos los nephilim que había conocido en su vida. Y una momia en muy buen estado para haberse ahogado hacía treinta años. Avanzó con el crujido del pergamino reseco y se recostó frente a la selenim.

Varios acólitos lo acompañaban y fueron ahuyentando a las mujeres con grandes aspavientos y bastonazos bien dirigidos. Cuando hubieron desalojado la casa, uno de ellos levantó una mesa caída y la puso entre el anciano y Pírixis; otro apareció con té humeante y sirvió un vaso a la dama y otro al anciano; un tercero depositó una bandeja de pastelitos de almendra y miel y otros dos, con los bastones aún en la mano, recogieron todos los cojines de la sala y levantaron un mullido trono alrededor de su maestro. Luego, los cinco hicieron una reverencia a su señor y otra a Pírixis y abandonaron la habitación. No, la misma casa, a juzgar por el sonido de los pasos.

Durante todo momento, Pírixis mantuvo hierática expresión, sin que mirada o gesto alguno revelara la presencia de su fiel gladio —aquél forjado por Gofannon siglos atrás— envuelto en la capa de viaje, a su izquierda. No intentó nada contra los acólitos ni cuando éstos se fueron. Mantuvo el silencio, esperando que el viejo teutónico hablara. Tuvo que esperar un rato, mientras el viejo la examinaba de arriba abajo con un brillo entre divertido y nostálgico en la mirada. Por fin, habló. Y lo hizo con la misma voz sonora y carismática con la que se ganó su confianza treinta años atrás, en las laderas del Montségur.

—No creí lo que me decían mis ojos cuando os vi en el mercado, mi dama. Pensé que mi memoria fallaba o que veía a la hija o a la nieta. Incluso aquí, frente a vos, sin nada que me distraiga, me cuesta distinguiros de una mujer. Los rumores sobre vuestra muerte no andaban muy desencaminados.

—Los de la vuestra, en cambio, han sido exagerados pero persistentes. Por treinta años mis agentes han buscado vuestro rastro, pero toda pista terminaba en un naufragio. Pero os veo muy seco para ser el fantasma de un ahogado, maese Sigbert von Öxfeld.

Pírixis tomó un sorbo del té. La última vez que compartió bebida con el teutónico había terminado envenenada. Hoy el veneno era innecesario y la infusión era excelente. Y no podía negar que sentía curiosidad, aunque no se hacía ilusiones sobre su futuro inmediato.

—Decidme, Sigbert von Öxfeld, ¿qué ha hecho que dejéis vuestro retiro y os mostréis?

El viejo rio. Carcajadas alegres y sinceras que no cabían en aquel cuerpo marchito.

—Directa al grano. ¿Dónde quedan las frases grandilocuentes, las afirmaciones ambiguas, las preguntas crípticas?

—¿Son necesarias cuando dos maestros se sientan uno frente al otro? Déjelas para sus discípulos.

—Sin embargo, como discípulo vengo a vos, maestra, en busca de sabiduría y consejo.

Silencio. El rostro de Pírixis volvió a ser una máscara impenetrable. Sigbert suspiró.

—Es complicado, ¿verdad? Daros información. Daros ventaja. Sin la seguridad de si podéis darme las respuestas que busco, ni si querréis hacerlo o seréis sincera. Lo mismo pensaréis vos —calló y mantuvo silencio. Dejó la mirada ausente, como si mantuviera una discusión consigo mismo—. Habiendo llegado aquí, no queda opción de retirada, ¿no creéis? Os contaré y confiaré en que me deis consejo.

Volvió a guardar silencio, ordenando sus ideas. Más tiempo que antes. El té se enfriaba.

—¿Creéis en Dios, mi señora? —preguntó de sopetón.

Pírixis alzó una ceja en gesto de sorpresa.

—¿En cuáles, Sigbert von Öxfeld? ¿Los creados por nephilim y humanos iniciados para dominar al rebaño ignorante? ¿Fuerzas de la naturaleza personificadas? ¿Viejos kaïm o nephilim agarthianos respetados y venerados por todos? ¿Selenim en sus templos, dando protección a cambio de sacrificios? He conocido a dioses y he ayudado a profetas a crear otros.

—Hablo de Dios Padre, creador de todo lo que es. Aquél al que los profetas llevan buscando durante siglos, incluso los de tu arcano El Loco. El que se revela detrás de todos los velos.

—Mi señor, si queréis discutir de teología, os puedo recomendar a un amigo. Hace mucho que fui dama del lago y entonces no me preocupé de la mitología más allá de para usar las historias cuando debían usarse.

—Pero fuisteis una de los Veinte. Y de las más cercanas.

Una mueca de fastidio, un leve gesto de la mano quitando importancia al hecho.

—Éramos veinte, todos igual de cercanos. Y estaban los Doce. Y también las Diez. Todos vimos lo que quisimos ver, escuchamos lo que quisimos escuchar y entendimos lo que quisimos y pudimos. En eso no nos distinguimos nephilim y humanos. Y a él le gustaban demasiado las parábolas. Mas, ¿por qué hablamos ahora de él?

—Porque fue como Dios Creador decidió revelarse al mundo.

—¿Por qué? No fue el primer profeta, ni el último. ¿Por qué no Isaías, o Mahoma, o Manes? Hay casi tantos profetas como dioses.

—Porque fue el Hijo de Dios.

Pírixis respondió con una sonrisa despectiva y mordisqueó un pastelillo. Casi no se oían ruidos de la calle. Los acólitos del viejo teutónico estarían alejando a los curiosos, en un intento de interceptar cualquier ayuda que pudiera recibir la selenim. Trabajo en balde, estaba sola en la Ciudad Santa.

Fue Sigbert quien rompió el incómodo silencio, desechando el gesto de Pírixis con un movimiento de la mano.

—No me interesan las consideraciones teológicas y filosóficas de la figura de Jesús, mi señora: yo soy hombre de acción. Me interesan sus hijos y los hijos de sus hijos —Pírixis no pudo evitar un gesto de sorpresa, que fue malinterpretado por el anciano—. Así es, tuvo descendencia.

—Yo también, Sigbert von Öxfeld. No tiene nada de especial, el cuerpo que es nuestro huésped es de carne y sangre y sus instintos son fuertes. Pero los hijos que podamos tener lo son de nuestro huésped. De su carne, de su sangre y de su alma. No nuestros. Un nephilim no tiene descendencia en la forma en que vosotros la entendéis. No en vida, al menos.

—Estoy al corriente, mi señora. Pero Jesús no era un nephilim —Levantó la mano para evitar que Pírixis lo interrumpiera—. He leído el ensayo que Baltasar escribió, después de haber diseñado su nacimiento, haber sido su discípulo y haberlo visto morir. La fusión de un humano y un nephilim en su nacimiento (el de ambos) durante una conjunción inusual, fallida a ojos de los presentes. Sólo que sí había ocurrido, como quedó patente en su muerte en la cruz. Todos los relatos de testigos nephilim a los que he tenido acceso o que he obtenido directamente coinciden: parecía un nephilim, con un… algo… peculiar pero no concluyente, pero tras su muerte todos comprendieron que el ka planetario propio de un nephilim y el ka solar propio de un humano estaban fusionados en un todo en él.

»Siendo así que sólo había un alma en ese cuerpo, el cuerpo era de esa alma y los hijos y los hijos de sus hijos heredarían una parte de esa naturaleza no humana, especial y única. ¿Entendéis ya la importancia de esos descendientes que ignorasteis, Dama del Lago? Jesús dominaba los campos mágicos, incluido el solar. Si esa capacidad está en su progenie, ¿no serían una vía para lograr el Sendero de Oro nephilim? ¿O un camino equivalente para el Hombre, que nos permitiera alcanzar nuestra propia iluminación tanto como desembarazarnos para siempre de los tuyos?

»Preguntas que no obtendrán respuesta, Dama del Lago, pues mi orden llegó antes y guarda el secreto de ese linaje, lo cuida y lo cultiva con esmero, buscando el espécimen idóneo, un segundo Jesús… Sueño húmedo de los criadores, nunca lograremos algo así. Pero basta con que se aproxime.

»¿Por qué?, os preguntáis. Una pregunta que, de responder, supondrá mi muerte. Y que si no os la doy no obtendré la respuesta que necesito de vos y que aún no sé si podréis o querréis darme.

»Veréis, no somos distintos a otras sociedades secretas. El Temple, el Hospital, las que fueron antes, desde los tiempos de la Atlántida os combaten para acabar con el yugo de los nephilim. Nosotros también luchamos por la libertad de la Humanidad.

—Para convertiros en sus amos.

Sigbert se mostró sorprendido.

—El rebaño necesita un pastor que lo guíe, es ley de vida. Pero queremos que en la Era del Hombre sea el Hombre quien guíe al Hombre. Nuestros compañeros de otras órdenes se enfrentan a vosotros, pero para nosotros es insuficiente. Los nephilim son tan esclavos como nosotros. ¿De qué sirve subyugarlos para continuar siendo esclavos? Es al Gran Enemigo del Hombre a quien combatimos, mi señora, y contra Él las armas de auricalco y los homúnculos son inútiles. Pero Él mismo nos ha entregado la mejor arma. Podríamos decir que se nos ha entregado. Y así nosotros, el Priorato de Sión, usaremos a los descendientes del Hijo de Dios contra Dios para hacer el mundo del Hombre.

Sigbert se había echado sobre la mesita mientras hablaba. Exaltado, los ojos febriles, el ademán vivo. Su alma desatada, llenando toda la habitación. Ahora parpadeó, se relajó y volvió a parecer un frágil anciano. La duda se asomó a su mirada.

—Hay algo que perturba mi sueño. Nada sólido, apenas viejas leyendas, mitos, historias más antiguas que mitos. Tonterías, dicen mis compañeros. Restos de un pacto nephilim, una sociedad iniciática o un culto selenim. El eco de algo muerto. Y, cuando ya me convencía, aparecisteis vos y vuestros compañeros. Siguiendo el mismo eco.

»Decidme, Dama del Lago, ¿es cierto lo que dice ese eco? ¿El Antiguo Enemigo a quien incluso Dios teme? ¿La Gran Guerra? ¿Es cierto que no murió y yace encerrado en una prisión? ¿Qué pasaría si derrotamos a Dios?

—Sigbert von Öxfeld, ha sido una bonita historia. Pero la vejez ha nublado vuestro juicio, pues nada de lo que habéis dicho tiene el menor sentido. Jesús fue nephilim y sus hijos, humanos, y todo lo demás, delirios. Demasiadas cabalgadas bajo el sol de Judea.

—No son delirios, mi señora. Ya estuvimos cerca de lograr nuestro plan, entronando a los descendientes de Jesús como reyes. Pero subestimamos el poder de Dios y sus agentes acabaron con nuestro sueño y con nuestros reyes. Nos ha costado conseguir una línea de sangre prometedora, pero esta vez no cometeremos el mismo error. Cortaremos el Poder de Dios y, cuando quiera darse cuenta de lo que sucede, será demasiado tarde.

Pírixis palideció, tanteó en busca del gladio como si necesitara de su fuerza para seguir respirando.

—¡Locos insensatos! Las Scala Dei. —La voz volvía a ella empujada por una burbujeante ira—. Vosotros estáis cerrando las Scala Dei, a través de los templarios y sus iglesias y catedrales. Caminos directos entre el laberinto de akashas para ir de la Tierra al Cielo o al Infierno. Camino de ángeles y demonios, camino del Poder de Dios. Creéis que así podréis haceros fuertes en la Tierra y expulsar a Dios de ella con vuestro dios fabricado. Malditos locos.

Se levantó con los ojos en llamas y el gladio de Gofannon de hoja traslúcida en la mano, apuntando al techo. Y siguió con su mejor voz de declamar, la que había usado para guiar a un reino en su época más oscura y para mandar a los mejores caballeros a la muerte en busca del Rey Pescador.

—Escúchame, Sigbert von Öxfeld, y escúchame bien, caballero de brazo fuerte tan valiente como insensato. El Viejo Enemigo existe y es el único que puede destruir toda la Creación. No hay poder que pueda hacerle frente ni arma que pueda derrotarlo. Es anterior a Dios y será posterior a Dios. Tras la Gran Guerra fue encerrado en la Tierra y sólo la Voluntad de Dios mantiene su celda cerrada. Quiebra esa Voluntad y será libre. Derrotaréis a Dios, sí, y aún os dará tiempo a felicitaros por ello antes de que llegue el fin de Todo.

El viejo teutónico permaneció en silencio largo rato. Pírixis había abandonado la postura de Dama del Lago, se había vuelto a sentar en silencio y mordisqueaba su cuarto o quinto pastelillo. La ira dejaba paso a la incredulidad. La estupidez de los hombres (y de los nephilim) nunca dejaba de sorprenderla.

Finalmente, Sigbert se levantó. Hizo una reverencia llena de humildad, tan profunda como le dejaron sus viejos huesos.

—Gracias por vuestra sabiduría, oh, maestra. Ahora sé cuál es mi camino. No podré convencer a los míos, no tan cerca de lograr el objetivo. Pero sin el Grial es imposible conseguirlo. No, no os lo entregaré, no traicionaré a los míos: me lo llevaré a la tumba. Algún día vendrá un joven brillante que resolverá este terrible contratiempo y conseguiremos una línea de sangre con el poder suficiente para expulsar a Dios y mantener encerrado al Antiguo Enemigo. Y, entonces, llegará la Era del Hombre.

Salió de la sala sin el bastón, con andar resuelto. Parecía más alto y joven y su alma brillaba como nunca.

—Y nosotros, los selenim, estaremos en las sombras, alimentándonos de vuestros sueños y pesadillas —murmuró la Dama del Lago—. Adiós, Sigbert von Öxfeld. Tenéis algo mío: no os sorprenda si voy a recuperarlo.

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