El Ícaro — Aventuras en Entreaguas: Córdoba

A sus pies se abría el valle de Entreaguas en todo su esplendor. A su izquierda, al norte, suaves colinas donde se mezclaban alcornocales, olivares y tierras de cultivo, con bosquecillos en las cañadas y a orillas de los riachuelos. Al sur, las últimas estribaciones de las Tierras Altas del Sur formaban un paisaje quebrado y cubierto de pinos, robles y hayas. Entre ambos, el Aguaverde y el Río Grande se abrazaban en un intrincado laberinto de canales, ciénagas y lagunas cubierto de una feraz vegetación donde destacaban, aquí y allá, los arrozales.

—Aquél es nuestro destino —El piloto del Albatros dorado, el barco de Nidik, señaló al norte, a una ciudad que, desde lo alto del cerro, se había desparramado ladera abajo, a uno y otro lado de un afluente del Río Grande—. Cairdon la llamaban cuando no era más que un castro en el cerro. Córdoba, la llaman ahora. Tiene un puerto de donde van y vienen barcos de Cartagena y de Sevilla; y caravanas que bajan con plata de los Revan y llegan con maíz, pieles de búfalo y artesanía de los elfos de las Grandes Llanuras. Y un puerto para los barcos aéreos, allí, en aquella pradera —La codicia brilló en sus ojos—. ¡Ah, qué lástima que esté tan protegida!

»Hace quince años aquí sólo había pequeños pueblos que guerreaban entre ellos por el agua y el ganado. Eran fáciles de saquear. Luego llegó ese grupo de aventureros y ahora Entreaguas es un país rico, con ciudades, con comercio, con tropas. La gente ha adoptado sus costumbres, su religión, sus nombres y ahora son ellos, con sus impuestos y sus mordidas, quienes nos roban. Ahora son civilizados.

El capitán Paolo se acodó en la borda. ¿Civilizados?, pensó. Quizás así fuera más fácil tratar con ellos. Los ataques de los asesinos de Finisterra, el rapto de Neltha Laglaush y la desaparición del SG-5 demostraban que tenían enemigos de recursos. Hacer amigos poderosos era, cada vez más, una prioridad.

 

El Albatros dorado descendió siguiendo las indicaciones del mozo de pista, pero no llegó a tomar tierra, pues tenía otra misión que cumplir: desmontar la base de Minas Anghen. El SG-1 (Paolo, Kuro y Renaldo) descendieron por una escala y se despidieron del piloto.

—Buen viaje y hasta dentro de una semana.

El aeropuerto era una pradera a cinco kilómetros de Córdoba. Tenía una gran casona, con oficinas y alojamientos, y varios almacenes y silos. Tres barcos largos estaban atracados y entre ellos y los almacenes se movían varios estibadores. Un oficial de aduanas se acercó a interrogarlos. Paolo sacó las cartas que le convertían en embajador de Nuevo Ícaro, redactadas el día antes por el comandante, y pidió que lo llevaran ante el capitán del puerto.

Éste les recibió con amabilidad y les contó que el gobernante de Córdoba era el marqués del mismo nombre y que era uno de los nueve aventureros que habían levantado el Virreinato de Entreaguas y que formaba parte, por ello, de su gobierno.

—Para conseguir cita con él, su excelencia debería dirigirse al secretario García de Paredes, que concertará una cita con urgencia conforme al regalo recibido. Pero si su excelencia no es amigo de tales cosas, quizás quiera acudir esta noche al teatro, pues hay función y asistirá el marqués —El oficial les comentó la necesidad de usar moneda local, recomendándoles cambiarlas en el mismo puerto, pues al ser el cambista funcionario del gobierno sus comisiones eran menores. También les recomendó una posada en la ciudad, regentada por su cuñado.

En la puerta de la casona había varios coches de alquiler. Tomaron uno, cuyo cochero respondía al nombre de el Marqué y al que soltaron varios reales para tenerlo a su servicio durante su estancia en la ciudad. El Marqué les llevó a la posada sin parar de contarles detalles de la ciudad, sitios que ver y tabernas que visitar. A petición del capitán, prometió conseguirles entradas para la función de la noche acordes a su posición.

 

El Marqué cumplió su palabra y les consiguió unas buenas entradas a la izquierda del escenario, aunque Renaldo prefirió bajar y mezclarse entre el pueblo llano, donde trabó amistad con un herrero local. Paolo, por su parte, tenía a su lado a un orondo burgués que le informó del quién es quién de la ciudad. Así, supo que el marqués de Córdoba era ese cincuentón grueso, de piel curtida y mirada penetrante que ocupaba el sitio de honor. Y que los cuatro hombres que le rodeaban ostentando sus riquezas eran los cuatro altos funcionarios que mandaban en realidad: García de Paredes, un pelirrojo de labios finos y con gusto por el azul turquesa; su pariente García del Muro, de porte aristocrático y facciones hermosas; Sánchez de Entelequia, hombrecillo gordo y nervioso que disimulaba su calvicie con una recargada peluca; y Felipe de Córdoba, un guapo mozo con problemas de acné que ocupaba el puesto de su recientemente fallecido padre.

Los cuatro revoloteaban alrededor del marqués como hacendosas abejas alrededor de una flor, sin dejar que nadie se acercase a su señor sin pasar antes por ello. Paolo no se dejó amilanar y aprovechó el entreacto para abordar al marqués en el pasillo. Su gran porte y la ayuda de sus compañeros le permitieron franquear la defensa de los funcionarios y plantarse delante del gobernador de la ciudad.

—Buenas noches, su ilustrísima. Soy el capitán Paolo, embajador del asentamiento de Nuevo Ícaro, en Ynys Mawr —se presentó, tendiéndole la mano.

Fue una corta conversación, de donde lograron una invitación para desayunar al día siguiente en el palacio del marqués y así presentarle las credenciales.

Por su parte, Renaldo se fijó en una hermosa jovencita de rubios rizos colgada del brazo de un grueso burgués. Siendo sinceros, lo que le llamó la atención no fue tanto la chica como el tipo de sombrero de ala ancha que parecía vigilarlos oculto entre el público. Estuvo atento, no fuera a montarse una escena de celos durante la obra, pero nada pasó.

Por lo menos, hasta la vuelta a la posada, cuando un grito de mujer les hizo parar el coche junto a un callejón oscuro. Acostumbrados al peligro, el SG-1 se movió con rapidez: Kuro trepó al tejado, Renaldo se apostó a la entrada del callejón y Paolo se internó en él, martillo en mano. Un tipo embozado amenazaba a un burgués acobardado y a su acompañante, una hermosa joven de rubios rizos.

El capitán se plantó en dos zancadas frente al embozado y le conminó a continuar su camino.

—No os metáis donde no os llaman, caballero, y abrid paso.

—No se pasa.

—Defendeos, pues.

El desconocido desenvainó una larga espada de hoja estrecha y elaborada guarda y atacó a Paolo con estocadas precisas. Los primeros golpes bastaron al ex-paladín para comprender que tenía enfrente a un experimentado espadachín al que iba a ser difícil reducir sin matar, así que hizo un leve gesto a Renaldo. El gigantón comprendió al punto y se deslizó junto a la pared para acercársele por la espalda. Sus grandes manazas agarraron al embozado y lo levantaron en vilo, entre imprecaciones y juramentos, que se tornaron de pronto en un gemido de dolor. Renaldo acostó al hombre, que estaba como muerto, mirando con incomprensión a su capitán. Desde lo alto, sonó la voz de Kuro:

—Ha sido la chica, capitán. Ha lanzado un puñal.

—¡Renaldo!

El gigantón salió corriendo del callejón tras la chica, que ya había desaparecido, mientras Kuro se descolgaba del tejado y recogía un puñal del suelo. Lo examinó con desconfianza.

—Han envenenado a este desgraciado. Es un bonito cuchillo. Me recuerda a las armas de los asesinos de Finisterra con los que nos hemos topado.

—Quédate con él, Kuro, e intenta salvarlo. Voy con Renaldo.

Fue imposible alcanzar a la chica. Corría como un gamo y se conocía las callejuelas laberínticas de los arrabales. Después de media hora de carrera, desistieron y volvieron al callejón, que encontraron desierto: ni Kuro, ni herido, ni burgués ni coche. El Marqué salió de entre las sombras.

—Ha sido la guardia, excelencia. Llegaron al ruido y se llevaron al herido, a su hombre y mi coche.

—¡Empezamos bien!

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