Blitzkrieg

Nadallas Bonnine, matrona de la Casa Nurbonnis, había orado ante el altar de Lolth durante horas los últimos días. Al final sus augurios le presagiaban el éxito en el ataque a la Casa Millithor. Los términos de las pasadas afrentas hacía siglos que habían sido olvidados: al parecer fue una suerte de discrepancia entre nobles que se saldó con el asesinato de un miembro de la familia Nurbonnis a manos de Millithor. Evidentemente los Millithor cuentan una historia similar pero intercambiando el apellido del asesino por el del asesinado. Eso no importaba en absoluto, lo único digno de mención es que las consecuencias eran una serie de asesinatos de nobles entre las dos familias que se habían sucedido durante dos mil años. Irónicamente la mayor parte de los asesinos fueron contratados por miembros más jóvenes de cada bando para escalar peldaños en la escala social de sus respectivas familias, pero cada cabeza que rodaba era achacada a la familia rival para depurar responsabilidades.

Así es como Nadallas ascendió al grado de ama matrona, asesinando a su propia madre y vertiendo las culpas sobre los Millithor. Ahora era el momento de que la charada quedase atrás. Debía consolidar su poder y asegurarse de que sus hijas no conspiraban contra ella, y la mejor forma era eliminando definitivamente al chivo expiatorio rival. Sin una Casa Millithor, no se podrían cometer asesinatos tan fácilmente.

Resuelta, Nadallas Bonnine se enfundó su armadura negra. Arañas vivas la recorrían para sentir los «besos» de Lolth en su piel. Dos robustos machos, cegados a fuego, la ayudaban a cubrirse con la metálica piel de batalla. Eran antiguos patrones de la casa, que una vez desechados habían conservado sus miserables vidas a cambio de una existencia esclava como mudos y ciegos eunucos al servicio de su otrora consorte. Ungían con óleos el cuerpo cincelado que antaño habían disfrutado, mientras un escalofrío les recorría el cuerpo al recordar el tormento del día en que cayeron en desgracia y la matrona se cansó de su compañía. La matrona Nurbonnis siempre buscaba machos fuertes para producir descendencia robusta, pero ahora se había inclinado por la magia arcana más destructiva, eligiendo a un mago de guerra como su actual patrón.

Las correas se ceñían sobre la piel de ébano de Nadallas, que recordaba las palabras de su oscura diosa: «La Reina Araña está hastiada de este enfrentamiento y sólo la casa más fuerte perdurará». Para Nadallas el sentido de estas palabras era claro, pues la Casa Nurbonnis ocupaba el vigésimo primer escalafón de la nobleza de Menzoberranzan, mientras que la Casa Millithor ocupaba el vigésimo quito. Era claro cuál era la Casa más fuerte, la suya. Si posponía el ataque esto podía cambiar, por lo que se dispuso para la guerra.

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La verdad sobre los Caminantes de la Muerte

Hubo una vez una gran ciudad en el desierto, una civilización sin igual. Tan majestuosas eran sus calles, tan sabios sus habitantes, que los dioses paseaban por ella con sorpresa y agrado. Pero el orgullo y el egoísmo les llevó a sacrificarlo todo en pos de un sueño de locura, el Momento Eterno: la búsqueda de su propia eternidad. Algo innatural, terrorífico, un terrible insulto a los ojos de los hombres y los dioses. Tan grave que la suerte de la ciudad y sus habitantes, sus logros, su cultura, su ciencia, han sido olvidados, repudiados por la memoria de las gentes. Los pocos que conocen algo de esta historia la llaman, sencillamente, la Metrópolis Olvidada, y la consideran, las más de las veces, un mito sin raíces reales.

No todos los habitantes de la Metrópolis Olvidada estuvieron de acuerdo con crear el Momento Eterno. Aquellos más abiertos al exterior, como comerciantes y ganaderos, muchos de ellos relacionados con los primeros habitantes del desierto, abandonaron la ciudad. Con ellos fueron algunos «urbanitas», conocedores de los secretos de la urbe: magos, sabios, funcionarios…

Estos exiliados de la ciudad dieron origen a cuatro de las tribus del desierto de Salazar: los Baal, los Saada, los Haggar y los Harumai. Tuvieron una época de gran esplendor tras la desaparición de la Metrópolis, pero las guerras, la llegada de nuevas tribus (del Kushistán, de Estigia, de Kashmir y de Baho) y catástrofes naturales, como el despertar de Gurmah-Gharus) los relegaron a lo que son ahora: tribus en decadencia apegadas a antiguas tradiciones.

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La taberna

La noche transcurrió amenizada por los gritos de trasgoides y el entrechocar de los aceros. Resultaba difícil conciliar el sueño, pero Umrae necesitaba replantear sus conjuros para el acontecimiento del día que se avecinaba. Puesto que Elthelvar no había gastado apenas conjuros, podía permitirse el lujo de no descansar tanto. Además los elfos no necesitan dormir tantas horas para estar físicamente frescos. Por lo tanto haría guardias con Höel y Ryld. Ryld observaba por la ventana de la posada cómo las patrullas drow se adentraban en las calles hediondas, acercándose a la zona de la posada, y la alcanzarían por la mañana. Sin duda no quedaría la ciudad en calma hasta que se averiguase qué narices había causado el despegue pirotécnico del techo de la casa mercantil La Garra Negra. Frunciendo el ceño despertó a Höel pues era su turno de guardia.

A la mañana siguiente les sobresaltó el ruido de alguien aporreando la puerta de su habitación.

—Servicio de habitaciones. El desayuno.

Era evidente que no era cierto, por lo que se apresuraron a parapetarse. Umrae caminando por el techo como era habitual en ella, Elthelvar bajo una de las literas, Höel… bueno, Höel se quedó de pie sirviendo de parapeto a los demás. Ryld entreabrió la puerta para ver a un pseudo adolescente drow con el emblema de Nurbonis bordado en su camisa. Traía una oferta que no podían rechazar. Una oferta de pasarse al bando ganador y traicionar a la Casa Millithor desde dentro. Era lo usual entre los drows, pero no contó con la inusual lealtad de Ryld, ni con la tozudez de Höel, ni con la necesidad de Umrae de seguir fingiendo ser una sacerdotisa de Lolth traidora. Si volvía a una casa a la que rendía pleitesía la sacerdotisa a la que estaba suplantando, se descubriría que ella no era quien decía ser, por lo que su vida valdría lo que una moneda de cobre en el tesoro de un dragón. Elthelvar sólo quería matar drows, así que repasaba mentalmente sus conjuros más mortíferos.

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